sábado, 8 de abril de 2023

Domingo de Resurrección. Ciclo A



La propia resurrección de Cristo es el mayor de todos los milagros que realizó Jesús durante toda su vida apostólica, pues, como Dios que era, no sólo podía curar todo tipo de enfermedades y resucitar muertos, sino también poseía el superpoder de resucitarse a sí mismo.

La resurrección es el centro principal de la predicación de la Iglesia, la celebración más importante del año litúrgico y la culminación del misterio pascual. Es teológicamente:

- el fundamento de nuestra fe (1 Co 15,12-18;Rm 10,9) y de nuestra esperanza (1 Co 15,19), porque si “Cristo no ha resucitado la fe no tiene contenido” ni sentido, y “si sólo esperamos en Cristo para esta vida, somos los más desgraciados de los hombres”;

- y la causa de la rehabilitación del hombre (Rm 4,25). Es decir la restauración del hombre viejo en hombre nuevo. Expliquemos brevemente este misterio.

 La fe nos enseña que el  primer hombre fue creado por Dios, en el cuerpo y en el alma, perfecto, en estado de gracia santificante, don sobrenatural que supera la capacidad de la naturaleza creada, y con unas dotes en el alma y en el cuerpo que exceden las propiedades humanas.

En cuanto al alma, su entendimiento gozaba del privilegio de conocer la verdad sin posibilidad de equivocarse. Esto no quiere decir que fue sabio desde el principio de su existencia, de manera que conocía la verdad más que conoce hoy el más sabio de este mundo, sino que tenía una asombrosa facilidad para adquirir la máxima sabiduría en podo tiempo. Con su voluntad amaba de todo corazón a Dios y con el mismo amor puro y ordenado amaba a su esposa Eva y a todas las criaturas.

En cuanto al cuerpo estaba libre de la concupiscencia desordenada, es decir tenía las pasiones controladas tanto en la sexualidad como en las otras apetencias carnales, y además, por si fuera poco, no padecía el sufrimiento ni tenía que morir. Estos privilegios personales son conocidos en la doctrina del concilio de Trento como dones de integridad, impasibilidad e inmortalidad.

Pero sucedió lo que nadie podía imaginar: el misterio del pecado que desbarató todos los planes de Dios y el hombre perdió el estado sobrenatural de gracia en el que fue creado y todo su ser personal, alma y cuerpo, quedó dañado en su propia naturaleza humana para él y para todos los hombres. El entendimiento, que tiene por propia función conocer la verdad pura, empezó desde entonces a conocerla de manera limitada, defectuosa, con muchos esfuerzos, a lo largo de mucho tiempo, y mezclada con equivocaciones; la voluntad, que antes amaba sin egoísmos ni resentimientos, quedó vulnerada para amar y odiar; y el cuerpo, impasible e inmortal por creación, conoció el apetito desordenado del  mal, empezó a sufrir  y fue condenado a la pena de muerte.

Pero esta tragedia se solucionó con la redención de Jesús, que es conocida en la liturgia y teología como el misterio pascual. Lo explicamos de manera sencilla.

El Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre en las entrañas purísimas de Santa María, Virgen, vivió, padeció y murió crucificado, y al tercer día resucitó de entre los muertos.

Con su resurrección devolvió al hombre la gracia, perdida por el pecado, y la capacidad de redimirse por medio del dolor, de la muerte y de la propia resurrección. El ama después de la muerte resucitará y con su entendimiento conocerá a Dios, Verdad infinita, tal cual es en su misterio Uno y Trino, y en Él conocerá a la Virgen María, a todos los santos y ángeles del Cielo, todos los misterios de la vida y todas las cosas; y con su voluntad amará a Dios y a todas las criaturas plenamente y gozará de Él por toda la eternidad, felicidad celestial que ni siquiera se puede imaginar.  Al final de los tiempos, los cuerpos de todos los muertos resucitarán y se unirán a sus propias almas resucitadas, y el hombre viejo resucitado totalmente quedará restaurado o rehabilitado en el hombre nuevo glorioso perfecto, impasible e inmortal para siempre. Entonces será más perfecto aún que el hombre que creó Dios  al principio en estado de gracia y con los dones de preternaturales de integridad, impasibilidad e inmortalidad con que fue adornado.

Mientras tanto llega ese día final y glorioso acontecimiento, el hombre viejo debe vivir en estado de gracia, en lucha constante contra el pecado, asumiendo los males físicos, psicológicos y psíquicos del cuerpo, como redención de los pecados propios y de todos los hombres,  al estilo de Jesús, que nos redimió haciéndose pecado, si  ser pecador, como nos dice San Pablo.

 El modo como nos redimimos y redimimos nos lo enseña la liturgia de la Palabra de hoy en la primera y segunda lectura:

- haciendo el bien:  “Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el pecado” 

- predicando el Evangelio: “Nos encargó predicar al pueblo 

- “Dando solemne testimonio de la resurrección de Cristo” con nuestras palabras y obras.

Y viviendo la espiritualidad que nos enseña San Pablo en la segunda lectura:

“Resucitar con Cristo aspirando a los bienes de allá arriba y no a los de la tierra” Nuestro empeño cristiano se debe cifrar en trabajar los bienes del Cielo por medio de la oración constante, el trabajo santificado y apostólico y la aceptación de todos los acontecimientos buenos y malos.

“Morir con Cristo de manera que nuestra vida esté con Cristo escondida en Dios”


 

 

 

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