El dolor en la cultura popular, pagana, filosófica y religiosa de la Historia ha tenido muchas y diversas interpretaciones peregrinas, extravagantes, imaginarias e irrisorias, como lo explica la Historia de las Religiones. La explicación auténtica la reveló Dios y está contenida en el Magisterio auténtico y perenne de la Iglesia: el dolor es consecuencia del pecado original. Sabemos por la fe que Dios creó al hombre y a la mujer en un estado de santidad y justicia, especial participación de la vida divina, en el que el hombre no iba a sufrir ni morir, y con una perfecta armonía consigo mismo. Pero el hombre misteriosamente desobedeció a Dios y perdió el estado en que fue creado y cometió el pecado original, y como consecuencia sobrevino el dolor y la muerte (Compendio Catecismo de la Iglesia Católica nº 71,72,75,76).
Jesús, Dios hecho hombre, asumió la naturaleza humana en todo menos en el pecado; y por eso la vida, el gozo, el dolor y la muerte adquirieron la categoría divina de Redención.
El dolor o la cruz, gracia de salvación
El hombre en su peregrinación por la tierra hacia la vida eterna lleva la cruz a cuestas, de una o de otra manera, en siete expresiones distintas: personal, familiar, cultural, laboral, social, política y circunstancial.
Todas estas cruces, inevitables muchas veces, pueden
aprovecharse para la santificación personal y bien espiritual de todos los
miembros del Cuerpo Místico de Cristo.
Posturas ante la cruz
Entre otras muchas actitudes que se pueden adoptar, se
me ocurren tres principales: No hacer nada, rebelarse o aceptar la
cruz.
No hacer nada por no saber o no poder es una solución humana, explicable y no responsable, pero cristianamente se puede hacer mucho: rezar, sufrir y ofrecer. No hacer nada por no querer es actitud negativa y pecaminosa.
Rebelarse no
es una postura cristiana, pues con esa actitud no se consigue siempre lo que se
pretende, es inútil y se aumenta la cruz a cambio de nada.
Aceptar la cruz que
viene de parte de Dios o permitida por ÉL, es una postura fundamentalmente
cristiana; y cuando sea muy pesada ofrecerla en reparación de
los pecados propios o ajenos o por otras intenciones espirituales, como medio
de santificación personal y eclesial, pues el dolor redime y santifica. Con la
cruz aceptada, sufrida y ofrecida nos identificamos con Cristo y completamos lo
que faltó a su pasión en sus miembros.
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