sábado, 27 de mayo de 2023
Pentecostés. Pascua. Ciclo A
sábado, 20 de mayo de 2023
Ascención del Señor. Pascua. Ciclo A
La Santísima Trinidad, en consenso común eterno de la única divinidad en trinidad de Personas, decretó crear el mundo como morada del hombre para hacerle partícipe de su suerte divina; y creó a Adán, el primer hombre, de la nada: el cuerpo de la materia y el alma inmortal en estado original de santidad y justicia, en términos del Concilio de Trento, es decir, en GRACIA SOBRENATURAL y con unos privilegiados dones preternaturales: inmunidad de la concupiscencia o inclinación al pecado, impasibilidad o ausencia de dolor e inmortalidad.
Por un misterio insondable, que no se puede concebir, el hombre, tentado por Satanás, desobedeció libremente el mandato de Dios y cometió el llamado pecado original que se transmitió a todos los hombres. Entonces Dios castigó la desobediencia de Adán, desposeyéndole de la gracia integral y de los dones preternaturales que graciosamente le había concedido, quedando el hombre reducido a un estado puramente natural. La Palabra de Dios lo describe en la Biblia con la figura poética del paraíso terrenal en los capítulos 1,2 y 3.
En el mismo momento en que pecó Adán, la Santísima Trinidad acordó que por amor al hombre, el Hijo de Dios encarnaría en las entrañas Purísimas de una mujer única, que lo concebiría humanamente por obra y gracia del Espíritu Santo. Esta mujer sería creada de modo excepcional Inmaculada, es decir, sin pecado original, porque estaría destinada a ser la Madre de Dios y juntamente con su Hijo, Redentor, Corredentora del género humano.
En efecto, cuando en los planes divinos llegó la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios encarnó virginalmente en el seno de su Madre, Santa María, como estaba previsto, y empezó inicialmente la redención de los hombres. Después de nueve meses de gestación, como cualquier otro ser humano, nació Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, en Nazaret, y empezó la Historia de la Salvación. Vivió en esa pequeña ciudad casi treinta años, oculto, realizando la salvación de los hombres mediante una vida sencilla de familia, dedicado a la oración y al trabajo, en entera obediencia a sus padres. Una vez que cumplió su misión redentora en la más larga etapa de su vida oculta, empezó la vida pública de predicación del Evangelio, la Buena Noticia, realizó milagros, como pruebas evidentes de su divinidad y de su misión en el mundo, e instituyó la Iglesia, como Sacramento universal de salvación. Y, por fin, instituida la Eucaristía y el Sacerdocio, empezó la dolorosa e ignominiosa pasión, que terminó con la muerte en la cruz. Al tercer día resucitó, como lo había anunciado repetidas veces en su vida apostólica. Confió a sus Apóstoles realizar en el mundo la misma misión que Él había recibido del Padre, y luego, subió a los Cielos para seguir desde allí gobernando la Iglesia ministerialmente hasta el fin de los tiempos. Entonces resucitaremos todos los muertos con nuestros propios cuerpos, y Jesús volverá otra vez a la Tierra, revestido de gloria y majestad, y juzgará a todos los hombres, clausurando la Iglesia y convirtiéndola para los salvados en el Reino eterno de Amor, Paz y gozo de la visión eterna del misterio de la Salvación.
San Pablo dice que completamos lo que faltó a la pasión de Cristo. ¿Cómo se entiende este aserto? ¿No nos redimió Jesucristo a todos y a cada uno de los hombres totalmente y de todos los pecados? ¿Cómo se puede decir que faltó algo a la Redención de Cristo?.
Efectivamente, Jesucristo realizó total y en toda su plenitud la redención de todos los pecados de los hombres de manera genérica y universal, pero su aplicación tiene que hacerse individualmente, pues se salva cada uno si quiere, y en virtud de los méritos divinos de Jesús. En este sentido se dice que completamos lo que faltó a la Pasión de Cristo, en cuanto que su aplicación depende individualmente de cada hombre que tiene que redimirse, como miembro de su Cuerpo Místico, viviendo el estilo de la Redención en sus tres etapas principales: vida oculta, vida pública y vida de pasión, muerte y resurrección.
Por tanto, cada hombre tiene que vivir su propia vida personal en el ejercicio de la vida ordinaria de oración y trabajo, en obediencia a la Ley de Dios y en plena conformidad con la voluntad divina, de cualquier manera que se presente. Además debe hacer que su vida pública sea una copia de la vida pública de Jesús, que pasó por este mundo haciendo el bien, en pacífica convivencia con los hombres, sufriendo los sinsabores que conlleva la convivencia social, pruebas de todo tipo, enemistases y persecuciones, al estilo de Cristo. Y como complemento de la redención, lo mismo que Jesús, cada hombre tiene que sufrir la propia y personal pasión, que culmine en la muerte, semilla de la resurrección gloriosa, como premio eterno para gozar de Dios en el Cielo.
Por tanto, cuando hacemos cosas que no tienen prensa, que el mundo no valora, vivimos silenciosamente en el escondite de la salvación de la vida oculta, estamos aplicando la redención de la vida oculta de Jesús; cuando en Sociedad realizamos el trabajo, cualquiera que sea, grandioso o insignificante, con publicidad notoria o desconocida, con aplauso de la gente o con desprecio, reproducimos la vida pública de Jesús en nosotros; cuando padecemos dolores en nuestro propio cuerpo o en nuestra alma, sufrimos alteraciones nerviosas o desequilibrios, personalizamos la pasión de Cristo en nosotros. Y, por fin, cuando nos llegue la última hora de nuestra vida y nos sobrevenga la muerte, moriremos con Cristo con quien hemos vivido para resucitar con Él ahora en el alma, y después, al fin de los tiempos con nuestros propios cuerpos resucitados y gloriosos para cantar eternamente las misericordias del Señor.
De manera breve y en pocas palabras hemos tratado de explicar el sentido teológico que celebramos hoy, solemnidad litúrgica del día de la Ascensión de Cristo a los Cielos.
domingo, 14 de mayo de 2023
San Isidro. Ciclo A
Celebramos en Madrid la fiesta de nuestro
patrono titular, San Isidro Labrador, uno de los santos imitables que nos
ofrece la Iglesia con el fin de que no digamos que la santidad es una exclusiva
de hombres elegidos, de hombres perfectos.
Tenemos la idea falsa y equivocada de que los santos son hombres privilegiados; hombres que existen de cuando en cuando en cada época, una especie de casta privilegiada de hijos de Dios, pero no hombres comunes. Y no es así.
La santidad, hermanos, es un estado común para cualquier cristiano. Si bien, hay que explicar qué se entiende por santidad y cómo es la santidad de cada uno de los hombres.
La santidad es un estado de perfección, un estado evangélico, un estado de unión con Dios. Pero ese estado es diferente en cada uno de los hombres, en cada uno de los cristianos, porque se acomoda a la manera de ser de cada uno. Podíamos decir y hay que entender el sentido que yo doy a esta frase, que la santidad es personal. No quiere decir que es personal en el sentido de que cada uno la vive según quiere, a su libre albedrío, o que cada persona la interpreta a su aire y la vive a su manera; sino que, cuando digo que es personal quiero decir que cada persona la apropia y la vive según el carisma de la gracia del Espíritu Santo que ha recibido.
En la Iglesia hay santos doctores, hombres, ilustres, como San Agustín, Santo Tomás de Aquino, San Alberto Magno, hombres privilegiados de gran talento, que vivieron la espiritualidad o la santidad según su propia persona creada por Dios; y así fueron santos doctores de la Iglesia.
Hay otros santos que son o fueron misioneros, apóstoles, como San Francisco Javier, o de gran altura intelectual y humana como Santa Teresa de Jesús. Y estos santos, tanto en la función apostólica, como en la mística, vivieron la santidad según su persona, cultivando los distintos carismas que recibieron de Dios Padre.
Otros, sin embargo, fueron o son santos más al alcance del pueblo, como sucede en San Isidro Labrador.
¿Cómo fue santo San Isidro Labrador?
Pues como nos dice la Iglesia en la oración de la Liturgia de la Misa que estamos celebrando: siendo un santo sencillo, un santo humilde y un santo de vida interior; que realizó su plan de santificación en su persona con un trabajo humilde y sencillo, un trabajo santificador y apostólico.
Como veis, hermanos, no fue un santo del otro mundo, un santo ilustre. Probablemente ni sabía leer ni escribir; o sabría leer y escribir, como correspondía a la cultura de finales del siglo XI. Y, sin embargo, la Iglesia ha puesto sus ojos en este santo para nombrarle Patrón de Madrid, Capital de España. Porque para ser santo, hermanos, no hace falta ser inteligentes, ni tener un celo apostólico extraordinario. Basta con amar y servir a Dios en estado de gracia, correspondiendo con esfuerzo generoso a las gracias que Dios regala a cada uno.
San Isidro no fue un gran catequista, ni un doctor de la Iglesia, ni un gran apóstol, ni misionero que ejerció la caridad en los hospitales, con los enfermos, con los pobres; sino fue un hombre común, humilde en cuanto a su persona, humilde en cuanto a su oficio, labrador, que trabajó las tierras del Manzanares. Pero un santo que trabajó con sencillez y humildad, escondido en Dios con Cristo, haciendo que su humilde oficio fuera medio de sustento, de santificación y apostolado.
De esto se deduce, hermanos, que también nosotros tenemos que ser santos: no santos según fueron otros, sino santos según tenemos que ser nosotros. Hay una confusión en la que no tenemos que caer: ser imitadores personales de los santos, ser como ellos. Me explico. Tengo que imitar las virtudes de los santos, acopladas a mi persona, pero no ser santo de la misma manera que ellos. Yo tengo que imitar al santo que a mí me gusta, cuya vida he leído muchas veces y que me entusiasma en sus virtudes, con la referencia última de Jesucristo según el Evangelio. No debemos imitar los actos de los santos, sino las “actitudes” de los santos.
No hay mejor modelo de santo que Jesucristo, Santo de los santos; y después la Virgen. Imitemos las virtudes de Jesús y de María en nuestros actos, y no queramos imitar al pie de la letra sus actos, cosa que es imposible, como hizo San Isidro Labrador.
La actitud y virtud que nosotros tenemos que copiar de San Isidro Labrador, es la actitud de humildad, aunque tengamos valores.
La humildad, hermanos, no es una propiedad de campesinos, no es una propiedad de personas que están dedicadas al servicio doméstico, es una virtud necesaria para todos los santos, aunque realicen oficios de alta y soberana dignidad humana o eclesiástica. La “humildad”, hermanos, consiste en saber “que todo lo recibimos de Dios” y mirar a todos los hermanos como a hijos de Dios, y “captar la voluntad de Dios”, en la gracia que se nos manifiesta, y ser humilde y consecuente. Humilde en actos, porque todos los actos, aunque sean sublimes y extraordinarios tienen que ser humildes.
No hay persona en este mundo que realice actos más importantes que el Papa. Cuando el Papa beatifica o canoniza a un cristiano, que es el acto más sublime que hace un Pontífice; o cuando pronuncia un dogma, lo tiene que hacer con sencillez y humildad.
Por tanto, la sencillez es aplicable a cualquier estilo, a cualquier manera de ser.
Cada uno tiene que ser único; cada uno tiene que ser cada cual; pero imitando las actitudes evangélicas, imitando las actitudes de los santos, que son, más o menos cuatro, que se destacan principalmente en la figura de San Isidro Labrador: humildad, sencillez, vida interior y trabajo.
Una actitud de humildad siempre, en todo momento.
San Pablo dice que veamos a los demás superiores a nosotros mismos.
No quiere esto decir que nos reconozcamos inferiores a los demás, sino que seamos humildes en reconocer que todo lo hemos recibido de Dios; y que otros son mejores que nosotros en algunas o muchas cosas. Cada uno tiene la gracia que ha recibido del Espíritu Santo, y todo lo bueno procede de Dios.
Una actitud de sencillez
La sencillez en la manera de ser, la sencillez en el silencio, la sencillez en la prudencia, la sencillez en no presumir de nada más que de nuestro pecado, de nuestra debilidad. Seamos sencillos, como San Isidro Labrador, siendo virtuosamente nosotros mismos, y no artificialmente otros.
Una actitud de vida interior
En la oración colecta que hemos dirigido al Padre, hemos dicho que era un hombre que estaba escondido en Dios con Cristo.
La vida interior no significa solamente que cumplamos nuestras obligaciones piadosas: rezar por la mañana, hacer una visita al Santísimo, confesar con relativa frecuencia, comulgar diariamente o cada domingo. No significa eso. No es una piedad estructurada con rezos.
La vida interior consiste en una continua comunicación con Dios, de tal manera que estando hablando con Él en el corazón veamos que todas las cosas suceden porque Dios quiere o permite, sin querer, por una Providencia amorosa, que solamente entenderemos en el Cielo.
Una actitud de trabajo santificador y apostólico
Y por último, hermanos, que nuestro trabajo, cualquiera que sea: trabajo de oficina, de casa, en el hogar, en el estudio, que sea un trabajo santificador y apostólico. Santificador porque el trabajo es un medio de santificación, y apostólico, pues no solamente hacemos apostolado cuando damos catequesis, visitamos a los enfermos, socorremos a los pobres, realizamos actos apostólicos, sino también cuando ofrecemos y aplicamos el trabajo que tenemos que hacer, pues cualquier trabajo es cristiano, cualquier trabajo es evangélico, santificador y apostólico.
sábado, 13 de mayo de 2023
Sexto domingo de Pascua. Ciclo A
sábado, 6 de mayo de 2023
Quinto domingo de Pascua. Ciclo a
- Señor no sabemos a dónde vas; ¿cómo vamos a saber el camino?
Jesús le dijo:
-Yo soy el camino, la verdad y la vida.
Después siguió con su discurso en el que les habló de la fe, les prometió la venida del Espíritu Santo, les explico el misterio de la Iglesia con la alegoría de la Vid y los sarmientos, instituyó el mandamiento nuevo el amor, les anunció la persecución por parte del mundo y les habló de otros temas.
Los Apóstoles grabaron en su
memoria estas palabras lapidarias, sin entender el sentido místico que
teológicamente encerraban. Necesitaban el trato personal con Cristo resucitado,
el tiempo, las contrariedades de la vida, la persecución y la pasión y muerte,
para descubrir el significado trascendente de Cristo, como Camino, Verdad y Vida.
Cristo es el Camino, no un camino más, sino el camino, con artículo determinado, único, exclusivo, sin el cual no hay manera de llegar al Padre.
El que busca a Dios con sincero corazón,
guiado por la luz de la recta conciencia en el bien obrar; y el que de buena fe
vive en la verdad de su religión, que a él le parece la verdadera, se encuentra
con Cristo místico, aunque no conozca al Cristo histórico, ni al Cristo
teológico de la Iglesia Católica.
Todo el que obra el mal se
aparta del Camino que conduce al Padre; y todo el que hace el bien en su
conciencia o buena fe, aunque no sea expresamente por Cristo, se sitúa dentro
del Camino, que es Cristo. El Espíritu Santo actúa en el hombre de conciencia
recta y de buena fe, haciendo que camine de la mano del Cristo desconocido, o
conocido de otra manera, y llegue al Padre por la vía misteriosa de la gracia
de la misericordia divina.
Con más facilidad llega al Padre
el católico que conoce a Cristo y le sigue conducido por la Iglesia; y, mejor
aún todavía, si comprometido con su fe vive identificado con Cristo, activado
con fuerza del Espíritu Santo.
La fe es condición indispensable
para entrar en camino, y seguir por él, aunque sea con miserias, pasos
inseguros, tropiezos y caídas. La gracia del Espíritu Santo, que nos acompaña
siempre, fortalece nuestra debilidad y repara nuestras averías espirituales.
El camino se hace autopista para
el fervoroso católico que camina con Cristo, correspondiendo a la gracia del
Espíritu Santo con amor y dolor, aceptándose a sí mismo y aceptando las
diversas circunstancias de la vida en el ejercicio de buenas y santas obras.
Cuando se camina con fe, de
bracero con Cristo, nuestro caminar es firme y seguro, y nuestro encuentro con
el Padre es constante, porque el Espíritu Santo hace que hagamos juntos un
camino trinitario. Si además de caminar en peregrinación trinitaria, hacemos el
viaje al Padre escondidos en Dios con Cristo, en familiaridad de oración fervorosa,
reforzados por la fuerza sacramentaria y avalada por la operatividad de santas
obras, llegamos al Padre por el atajo de Jesucristo, el Camino.
Existe además un camino singular para el católico que emprende hacia el Padre un vuelo espacial: la consagración de la vida a Cristo con la vivencia o profesión de los consejos evangélicos. Entonces, “cristificado”, respira a tope la atmósfera divina de la Santísima Trinidad, en el espacio sobrenatural de la gracia divina con el Padre y el Espíritu Santo, y llega al Padre con seguridad y rapidez.
Cristo es la Verdad, el Ser eternamente existente, el que Es en suma perfección siempre, que satisface en plenitud las aspiraciones de la sabiduría del entendimiento humano, el Amor que sacia el hambre del corazón humano, insatisfecho en la Tierra por el alimento de cosas y personas que perecen y pasan. Cristo es el mismo de siempre: el de ayer, el de hoy, y el de mañana, el Dios eterno, Creador y Señor de todas las cosas, el Padre de todos los hombres, y, a la vez, justo juez, Dios mismo, el Dios profundo, misterio insondable de la Santísima Trinidad.
Cristo es la Vida, el principio eterno del vivir (Jn 1,4), que nos comunica por la gracia la participación analógica de la Vida de Dios Uno y Trino, del Amor eterno, la realidad trascendente que supera todo conocimiento, fuerza para sufrir, luchar contra el mal, creer y esperar contra toda esperanza, potencia sobrenatural para merecer cielo, semilla de la visión y gozo de Dios eternamente. De Cristo procede la diversidad múltiple de la vivencia de la gracia en todos los seres, ángeles, bienaventurados y hombres, de manera tan compleja y distinta.
Este misterio es explicado por Cristo en el Evangelio en la alegoría de la Vid y los sarmientos (Jn 15,1-5). Cristo es la Vid y nosotros los sarmientos. Si vivimos unidos a Él, la savia de la gracia hace que produzcamos frutos (Jn 1,5).
La Vid es el Cuerpo místico de la Iglesia, cuya cabeza es Cristo (Col 1,18). De Él procede la vida que se extiende a todos hombres de forma que sólo conoce la sabiduría eterna de Dios.
Cristo es el Camino de la Verdad, pues todas las demás personas o cosas son pequeñas verdades o pequeñas o grandes mentiras que llevan a un mundo falsificado. Todo lo que no es de Cristo o Cristo es senda que con mucho trabajo o difícilmente conduce al Padre, camino tortuoso por el que uno caminando pierde la ruta, desviación de la meta. Cristo es la Verdad del camino de la Vida, y todo lo que no es Él es vida simulada, falsa, enfermedad o muerte. Cristo es la Vida del verdadero camino, pues gracias a Él tiene sentido el misterio de la vida que tantos misterios ofrece a los que no tienen fe.