sábado, 6 de mayo de 2023

Quinto domingo de Pascua. Ciclo a

             


Jesús en la última cena, después de instituir la Eucaristía pronunció a sus discípulos un sermón de despedida en el que les anunció que se iba al Padre,  a prepararles una morada entre las muchas que hay allí, y les rogó que siguieran el camino. Entonces Tomás no entendió el sentido de las palabras que estaba utilizando que le parecían extrañas y simbólicas, como me imagino que los pasó a todos los demás discípulos; y para aclarar los conceptos confusos que le iban viniendo a la cabeza, preguntó a Jesús:

- Señor no sabemos a dónde vas; ¿cómo vamos a saber el camino?

Jesús le dijo:

-Yo soy el camino, la verdad y la vida.

Después siguió con su discurso en el que les habló de la fe, les prometió la venida del Espíritu Santo, les explico el misterio de la Iglesia con la alegoría de la Vid y los sarmientos, instituyó el mandamiento nuevo el amor, les anunció la persecución por parte del mundo y les habló de otros temas.

Los Apóstoles grabaron en su memoria estas palabras lapidarias, sin entender el sentido místico que teológicamente encerraban. Necesitaban el trato personal con Cristo resucitado, el tiempo, las contrariedades de la vida, la persecución y la pasión y muerte, para descubrir el significado trascendente de Cristo, como Camino, Verdad y Vida.

Cristo es el Camino, no un camino más, sino el camino, con artículo determinado, único, exclusivo, sin el cual no hay manera de llegar al Padre.

El que busca a Dios con sincero corazón, guiado por la luz de la recta conciencia en el bien obrar; y el que de buena fe vive en la verdad de su religión, que a él le parece la verdadera, se encuentra con Cristo místico, aunque no conozca al Cristo histórico, ni al Cristo teológico de la Iglesia Católica.

Todo el que obra el mal se aparta del Camino que conduce al Padre; y todo el que hace el bien en su conciencia o buena fe, aunque no sea expresamente por Cristo, se sitúa dentro del Camino, que es Cristo. El Espíritu Santo actúa en el hombre de conciencia recta y de buena fe, haciendo que camine de la mano del Cristo desconocido, o conocido de otra manera, y llegue al Padre por la vía misteriosa de la gracia de la misericordia divina.

Con más facilidad llega al Padre el católico que conoce a Cristo y le sigue conducido por la Iglesia; y, mejor aún todavía, si comprometido con su fe vive identificado con Cristo, activado con fuerza del Espíritu Santo.

La fe es condición indispensable para entrar en camino, y seguir por él, aunque sea con miserias, pasos inseguros, tropiezos y caídas. La gracia del Espíritu Santo, que nos acompaña siempre, fortalece nuestra debilidad y repara nuestras averías espirituales.

El camino se hace autopista para el fervoroso católico que camina con Cristo, correspondiendo a la gracia del Espíritu Santo con amor y dolor, aceptándose a sí mismo y aceptando las diversas circunstancias de la vida en el ejercicio de buenas y santas obras.

Cuando se camina con fe, de bracero con Cristo, nuestro caminar es firme y seguro, y nuestro encuentro con el Padre es constante, porque el Espíritu Santo hace que hagamos juntos un camino trinitario. Si además de caminar en peregrinación trinitaria, hacemos el viaje al Padre escondidos en Dios con Cristo, en familiaridad de oración fervorosa, reforzados por la fuerza sacramentaria y avalada por la operatividad de santas obras, llegamos al Padre por el atajo de Jesucristo, el Camino.

Existe además un camino singular para el católico que emprende hacia el Padre un vuelo espacial: la consagración de la vida a Cristo con la vivencia o profesión de los consejos evangélicos.  Entonces, “cristificado”, respira a tope la atmósfera divina de la Santísima Trinidad, en el espacio sobrenatural de la gracia divina con el Padre y  el Espíritu Santo, y llega al Padre con seguridad y rapidez.

Cristo es la Verdad, el Ser eternamente existente, el que Es en suma perfección siempre,  que satisface en plenitud las aspiraciones de la sabiduría del entendimiento humano, el  Amor que sacia el hambre del corazón humano, insatisfecho en la Tierra por el alimento de cosas y personas que perecen y  pasan. Cristo es el mismo de siempre: el de ayer, el de hoy, y el de mañana, el Dios eterno, Creador y Señor de todas las cosas, el Padre de todos los hombres, y, a la vez, justo juez, Dios mismo, el Dios profundo, misterio insondable de la Santísima Trinidad.

Cristo es la Vida, el principio eterno del vivir (Jn 1,4), que nos comunica por la gracia la participación analógica de la Vida de Dios Uno y Trino, del Amor eterno, la realidad trascendente que supera todo conocimiento, fuerza para sufrir, luchar contra el mal, creer y esperar contra toda esperanza, potencia sobrenatural para merecer cielo, semilla de la visión y gozo de Dios eternamente. De Cristo procede la diversidad múltiple de la vivencia de la gracia en todos los seres, ángeles, bienaventurados y hombres, de manera tan compleja y distinta.

Este misterio es explicado por Cristo en el Evangelio en la alegoría de la Vid y los sarmientos (Jn 15,1-5). Cristo es la Vid y nosotros los sarmientos. Si vivimos unidos a Él, la savia de la gracia hace que produzcamos frutos (Jn 1,5).

La Vid es el Cuerpo místico de la Iglesia, cuya cabeza es Cristo (Col 1,18). De Él procede la vida que se extiende a todos hombres de forma que sólo conoce la sabiduría eterna de Dios.   

Cristo es el Camino de la Verdad, pues todas las demás personas o cosas  son pequeñas verdades o pequeñas o grandes mentiras que llevan a un mundo  falsificado. Todo lo que no es de Cristo o Cristo es senda que con mucho trabajo o difícilmente conduce al Padre, camino tortuoso por el que uno caminando pierde la ruta,  desviación de la meta. Cristo es la Verdad del camino de la Vida, y todo lo que no es Él es vida simulada, falsa, enfermedad o muerte. Cristo es la Vida del verdadero camino,  pues gracias a Él tiene sentido el misterio de la vida que tantos misterios ofrece a los que no tienen fe.

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