sábado, 26 de agosto de 2023

Vigésimo primer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 


Como respuesta a la primera lectura, todos juntos hemos proclamado a Dios Padre: ¡Señor, tu misericordia es eterna!.

Vamos a hacer unas breves reflexiones en torno a esta frase que no se puede entender sin fe, porque realmente Dios es infinitamente misericordioso como nos dice la Palabra de Dios, pero humanamente no lo parece siempre.

Misericordia es una palabra compuesta de dos palabras, latinas: miserum y cor, que quieren decir miseria y corazón. Misericordia, por tanto, significa tener un corazón que se compadece de las miserias de los hombres, propias de uno mismo o de los demás; y no implica tratar de solucionarlas porque no siempre esto está en las manos del hombre.

Realmente si analizamos la misericordia de Dios respecto a las miserias de los hombres, parece que lo razonable sería que, Dios, bueno y misericordioso, se apiadara de nuestros males y los remediara, porque todo lo puede. Sin embargo, no siempre es así, por tanto, juzgando las cosas como humanamente nos parece, Dios no parece misericordioso. Vamos a explicar este misterio con argumento de fe.

Es evidente que en el mundo hay miserias materiales en la Tierra, catástrofes naturales, como por ejemplo volcanes, aluviones, inundaciones, terremotos, huracanes, que causan muchas importantes y graves miserias en los hombres y para los hombres. Estas miserias provienen de la Naturaleza y la Naturaleza está creada y gobernada por Dios. ¿De quién dependen estas miserias? ¿Dónde está la misericordia de Dios para los hombres que padecen estas miserias?. 

Hay otro tipo de miserias, que los hombres padecen en el cuerpo, como por ejemplo, dolores, enfermedades físicas, hambre. ¿Por qué tantos niños nacen con  enfermedades, y tantísimos padecen hambre en el mundo? Podemos preguntarnos como se pregunta la gente que no tiene fe: ¿Dónde está la misericordia de Dios para con sus hijos, a quienes manda o permite tantos males? 

Es verdad que directamente muchas desgracias humanas: hambre, esclavitud, violencia, secuestros, terrorismo… Dependen de la mala administración de los poderes públicos y de la malicia de los hombres, pero hay males corporales que sólo dependen de Dios, como es la enfermedad  y la muerte natural. Se puede decir, ¿no es Dios, Padre Todopoderoso? ¿Por qué permite o quiere tantas miserias? ¿Cómo se concilia Dios misericordioso, que decimos que es Padre, con las miserias que padecen los hombres, que somos sus hijos? 

Es verdad que Dios deja a los hombres que obren según su libertad, que puede ser mala en muchos hombres perversos. Pero podemos preguntarnos ¿Dónde está la misericordia de Dios para tantas desgracias humanas, que dependen de ÉL, que puede remediarlas, y no las remedia, y  tantas y tantas otras desgracias graves e importantes, que dependen de los hombres, puede impedirlas, y no lo hace?. 

Hay otro tipo de males que podemos decir del espíritu, enfermedades psíquicas. ¡Cuántas personas nacen psiquicamente desequilibradas! ¡Cuántas personas contraen enfermedades psiquiátricas en el decurso de la vida por causas conocidas o desconocidas¡ ¡Cuántos matrimonios rotos, hijos y padres en desequilibrio mental! ¡Cuántos casos, podríamos contar cada uno de nosotros, de personas que sufren sin remedio por distintos e inexplicables motivos!. Por eso no es extraño que nos preguntemos: ¿Dónde está la misericordia de Dios, que es Padre, para millares de personas que viven angustiadas sufriendo hasta la locura? Eso se preguntan los que  no tienen fe, pero también nosotros que la tenemos nos hacemos los mismos interrogantes, aunque con la conformidad de que Dios obra siempre el bien, sabiendo que es un bien misterioso con apariencia de mal. 

¡Y qué decimos de tantas miserias de pecados que existen en el mundo!. No hay nada más que echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar la malicia de los hombres. ¡Cuántos y cuántos pecados y de cuántas clases! ¿No decimos que la misericordia de Dios es eterna? ¿Por qué permite que existan tantos y tan malos hombres en el mundo, si puede quitarles la vida? ¿Por qué no lo hace? 

A todos estos interrogantes que se formula el hombre, el Concilio Vaticano II dice en sus documento Gaudium et spes que la respuesta está en la fe en Cristo, que, siendo Dios, si hizo hombre, vivió, padeció, murió y resucitó para salvar a los hombres de la muerte eterna. Expliquemos un poco esto. 

Dios es padre, y quiere el bien supremo y último de todos los hombres, que es la salvación eterna, en el cielo, visión eterna de Dios y gozo para siempre. Pero el bien supremo necesita muchas veces males temporales como medio, necesarios para conseguir la felicidad eterna. Porque el mal temporal tiene razón de bien eterno. 

Dios no quiere ni permite males en sí mismos, males por males, sino males de los que nos vienen  bienes, como dice el refrán castellano: “No hay mal que por bien no venga”. A los ojos de Dios, ¿qué es el mal, que es el bien?. El mal es el que nos perjudica para nuestra salvación, que tiene su última razón en sí mismo y en su fin supremo, pero no es mal el que tiene razón de medio temporal, circunstancial, pero en su fin es un bien, porque nos conduce a la salvación eterna; y el bien es aquel que en su propia naturaleza nos induce a la salvación que es el bien eterno al que aspira al hombre. El bien y el mal, en sentido teológico, no están establecidos por la razón humana, ni por el consenso de los filósofos del tiempo, ni por votación de acuerdo de mayoría de votos de un parlamento democrático. 

El bien y el mal están insinuados en la conciencia del hombre con dos principios generales, que constituyen la ley moral natural: hacer el bien y evitar el mal. Están explicados por los diez mandamientos de la ley de Dios, ley divina, y resumidos por Cristo en el Evangelio, ley evangélica: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Y el modo con que hay que entender la ley natural, la ley divina y la ley evangélica está enseñado por el magisterio auténtico y perenne de la Iglesia. 

La misericordia de Dios es eterna, hemos proclamado en el salmo responsorial. ¿Cómo decimos que es eterna, si el mal es temporal y circunstancial? La misericordia no existió siempre ni existirá siempre. ¿Por qué se dice que es eterna?. 

La misericordia de Dios empezó con el pecado del hombre y terminará con el pecado del hombre al fin de los tiempos. Cuando el mundo se acabe, ya no existirán en el mundo pecado ni misericordia, sino gozo supremo en el cielo, que es el fruto de la misericordia convertida en gozo de Dios para siempre. La misericordia tiene un doble sentido: misericordia, mientras exista la miseria, y misericordia cuando se haya convertido en gloria de Cielo. Luego es eterna. Por eso dice la  Sagrada Escritura: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”. 

En consecuencia Dios tiene misericordia no remediando los males que manda o permite, porque no son males absolutos, sino relativos, y el quererlos o permitirlos es signo de misericordia divina, que no se conoce, pero que es, y no la misericordia humana, que no es misericordia, sino un mal que ni siquiera se vislumbra. Y la misericordia divina es eterna, porque en el mal Dios está queriendo el bien último y el mal eternamente queda convertido en gracia gloriosa. El cielo es, en definitiva, la misericordia de Dios que tuvo en el tiempo la apariencia de un mal temporal y la misericordia, hecha visión y gozo de Dios, eternamente. 

Hermanos, pidamos al Señor, especialmente por todos los que padecen miserias, desgracias tremendas, para que el Dios, dador de todo bien, les haga entender lo que significa que la misericordia de Dios es eterna.

 

sábado, 19 de agosto de 2023

Vigésimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 


El Evangelio de hoy me ofrece una oportunidad para hablar de la oración, bajo dos puntos de vista diferentes: objeto de la oración y condiciones indispensables para su eficacia.

El objeto esencial de la oración está contenido en la oración del padrenuestro que Jesús nos enseñó, y las condiciones principales están expuestas en el relato de la Cananea, quien con su persistente oración, molesta para todos, su fe en Jesús, su confianza en Él y su humildad profunda, hasta el extremo, consiguió de Jesús el milagro de curar a su hija de la posesión diabólica.

OBJETO DE LA ORACIÓN

El objeto de la oración está detallado en las siete peticiones del padrenuestro, que vamos a enumerar ahora y después explicar brevemente: la santificación del nombre de Dios, la venida de su Reino a los hombres, el cumplimiento de la voluntad de Dios, el pan nuestro de cada día, el perdón de las ofensas, la vivencia en gracia o no caer en la tentación y la liberación de todo mal.

  “Santificado sea tu nombre” 

El fin último del hombre en la tierra es dar gloria a Dios, no porque Dios necesite la gloria que el hombre le tiene que dar, como criatura, imposible metafísico y absurdo teológico, ya que Dios es infinitamente perfecto y no puede estar necesitado de nadie ni de nada. Consiste en bendecir siempre y en todo momento su nombre para que sea conocido y amado por todos los hombres en la tierra, bien supremo que repercute en la felicidad del hombre. Cuanto más se empeñe el hombre en alabarle y bendecirle, más se beneficia del amor de Dios.

  “Venga a nosotros tu Reino”

Cumplida la misión del hombre en la Tierra que es glorificar a Dios, bien supremo para su felicidad eterna, tenemos que pedir que el Reino de los Cielos se establezca en la Iglesia, que es el Reino de Dios fundado por Cristo en su fase temporal: reino eterno y universal, el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz, como pedimos a Dios en la fiesta de Cristo Rey. Estas propiedades esenciales para el Reino temporal de la Iglesia, al fin de los tiempos serán eternas en su plenitud en visión y gozo en el Reino eterno de los Cielos.

3ª “Hágase tu voluntad  en la tierra como en el cielo”.

Después de pedir a Dios la santificación de su nombre y la venida de su reino a la tierra, debemos pedir que se cumpla siempre la voluntad de Dios en la tierra como en el Cielo, perfección máxima de la felicidad temporal y eterna del hombre. Lo que Dios quiere, según sus planes divinos, es lo mejor para los hombres. Por tanto, debemos aceptar la voluntad divina de cualquier manera que se manifieste, como lo mejor que puede suceder, ajustando a ella la voluntad propia.

Estas tres primeras gracias de la primera parte del padrenuestro son necesarias para la oración y eficaces en su cumplimiento.

4ª “El pan nuestro de cada día, dánosle hoy”.

En esta petición del pan nuestro de cada día están incluidas todas las cosas humanas que son necesarias para vivir: el alimento, la bebida, el vestido, la vivienda, el trabajo, la salud, la vida... Pero los bienes materiales, físicos, humanos y espirituales, como la riqueza, la salud, el talento, la fuerza de voluntad, vida sana y larga, cualidades y otros bienes son bienes para el hombre, si le conducen a Dios, y males si le separan de Él.

Por tanto, debemos utilizarlos con la regla de oro del tanto cuanto a Dios nos conduzcan y desecharlos tanto cuanto de Él nos aparten, porque no son bienes absolutos, sino medios relativos para la salvación o condenación eterna, pues lo mismo pueden servirnos para amar más a Dios y ser felices en la vida y en la eternidad, que pueden ser ocasiones para pecar, apartarnos de Dios y condenarnos.

Está bien y podemos pedir a Dios todas las cosas que nos gusten,  aunque nos parezcan caprichosas, pero subordinándolas siempre a la voluntad divina, pues si las cosas que pedimos son para nuestro bien, incluso humano y caprichoso, nos las concederá. Dios, como buen Padre, disfruta, diríamos, con los juguetes que nos regala y nos hacen felices.

En sentido absoluto y sobrenatural el único bien supremo que existe es la gracia de Dios, porque nos mantiene unidos a Él y nos produce la vida eterna; y el único mal que existe es el pecado, que nos separa de Dios y nos puede reportar la condenación eterna. Todos los demás bienes son relativos a la salvación o condenación eterna.

5ª:“Perdona nuestras ofensas como también perdonamos a los que nos ofenden”.

Debemos pedir también a Dios el perdón de nuestros pecados mortales, con los que rompemos la amistad con Él, y de los veniales, con los que la enfriamos. Pero sabiendo que recibiremos el perdón de Dios condicionado al modo y medida con que nosotros perdonemos las ofensas a quienes nos han ofendido.

6ª “No nos dejes caer en la tentación”.

Una petición necesaria para el hombre es pedir a Dios la gracia permanente, la gracia de no caer en la tentación, es decir no pecar. No nos enseña el Señor a pedir no tener tentaciones, aunque podemos pedir no tenerlas, sino la gracia para superarlas y no pecar. Dios no nos prueba por encima de nuestras fuerzas.

“Líbranos de todo mal”.

Son muchos los males que nos acosan, pero el principal de ellos es el pecado. Debemos pedir a Dios nos libre de todos los males, tanto materiales, como corporales o espirituales. Y, por nuestra parte, dejar nuestra vida en las manos del Padre, que quiere el mejor bien para los que le aman.

CUALIDADES PARA LA EFICACIA DE LA ORACIÓN

La oración es eficaz cuando se cumplen las siguientes condiciones:

1ª Petición de gracias  necesarias para la vida eterna:

- Las tres primeras peticiones del padrenuestro son necesarias para la salvación eterna: Que el nombre de Dios sea bendito, que venga su reino a los hombres y que se cumpla siempre y en todo su santísima voluntad.

- La gracia de la salvación y los medios necesarios para conseguirla, como son las virtudes, y otros que, siendo por su naturaleza indiferentes, conducen al hombre a su salvación eterna.

2ª Oración personal

El que pide para sí mismo la salvación y las gracias necesarias para conseguirla, las recibe, en virtud de la eficacia de la oración, porque son necesarias y las pide personalmente. Sin embargo, si las pide para otros, se pueden conseguir, si Dios quiere, no en virtud de la eficacia de la oración personal de quien las pide, sino por la misericordia infinita de Dios para quienes no las pide,  pues Dios puede hacer el milagro de que quieran otros lo que no le han pedido.

3ª Las gracias humanas, materiales, físicas y espirituales se conceden según el beneplácito de Dios

Dios, como buen Padre, escucha nuestras peticiones, no necesarias de modo absoluto, cambiándolas por las que debiéramos pedir y no sabemos. San Pablo nos dice que el “Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene” (Rm 8,26-27). Hace como las madres cuando sus hijos pequeños les piden un cuchillo, por ejemplo, para jugar, y les dan otra cosa que no les pueda hacer daño, aunque lloren, pataleen y se enfaden.

4ª Fe y confianza en Dios

Hay que pedir al Señor con fe absoluta y confianza, como la Cananea, las cosas que queramos, sabiendo que nos va a conceder las que necesitamos, que no siempre son las que pedimos, porque Dios escucha siempre nuestras oraciones a favor de nuestra salvación eterna.

5ª Con perseverancia

La Cananea pidió con insistencia a Jesús la curación de su hija, cosa que quería, porque era un bien para ella y para su hija, porque según los planes divinos el milagro contribuyó para aumentar la fe en Jesús y su amor total e incondicional.

6ª Con profunda humildad

Pidamos a Dios lo que queramos, con profunda humildad, esperando que nuestra oración nos sirva para nuestra salvación eterna: la vivencia de la gracia, el perdón de nuestros pecados, perdonando a los que nos ofenden, como Dios nos perdona, y todo lo que queramos, temporal, humano, físico, material, espiritual, pidiendo que todo nos valga para la salvación eterna y se cumpla siempre y en todo momento lo que el Señor nos enseñó en la oración del padrenuestro: que se que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo.

lunes, 14 de agosto de 2023

Asunción de María a los Cielos. Ciclo A

 


Hoy celebramos con gran alegría la fiesta de la Asunción de María en cuerpo y alma a los Cielos, un gran misterio de la Virgen, que es como el colofón de todos sus privilegios.

Todos sabemos que María fue concebida sin pecado y en la plenitud de la gracia, es decir, que en el mismo momento en que ella fue concebida ya en el seno de su madre, y antes de nacer, por un privilegio de excepción, nació sin pecado original, con el que nacemos todos, heredado de nuestros primeros padres, Adán y Eva.

Además de este privilegio de la Inmaculada Concepción, María recibió otros dos importantes: uno que es real y verdaderamente Madre de Dios, la Madre de Jesucristo, que es Dios, el fundamento de todos los privilegios; y otro que fue Madre Virgen en cuanto al modo, pues concibió por obra y gracia del Espíritu Santo y no por obra de varón, como conciben todas las mujeres de la Tierra.

A María Santísima no le correspondía la muerte, porque la muerte es castigo del pecado, y Ella no pecó. Sin embargo, murió y resucitó para que haya un paralelismo entre Jesucristo y María. Así como Jesucristo, por ser Dios, no tuvo pecado, porque realmente el pecado es incompatible con Dios, y sin embargo murió para redimirnos, de la misma manera, María Santísima, por ser Inmaculada, no debería estar sometida a la muerte, castigo del pecado, que nunca tuvo. Pero por ser juntamente con Cristo Corredentora, debió morir. Murió y resucitó para corredimir con Cristo los pecados de todos los hombres.

Jesucristo podría haber redimido al hombre sin morir, y, por supuesto, sin padecer, e incluso sin nacer. Desde el Cielo, Dios pudiera haber dicho a Adán y Eva: Os perdono. Y no tenía por qué haberse hecho hombre, ni tenía por qué haber predicado el Evangelio, ni sufrir, ni morir. Pero para dar sentido a todos los dolores del hombre, y para mayor amor, Dios, en la Persona divina de su Hijo, Jesús, asumió toda la naturaleza humana, menos el pecado, y así dio sentido a la vida humana en todas sus dimensiones.

Nació como cualquier ser humano, vivió como cualquier niño, estuvo en Nazaret viviendo la vida oculta, como cualquier hombre dedicado al trabajo, padeció y murió para resucitar. Y por esto, hermanos, tienen sentido, desde el punto de vista de la fe, la vida, el dolor y la muerte.

María Santísima, que no tenia por qué morir. Murió igual que Jesucristo para ser corredentora con Cristo de los pecados del hombre, para dar un sentido espiritual y transcendente a nuestra muerte, que nos asusta y no disgusta, aunque no es un "coco”, sino una necesidad para resucitar.

El Papa Pío XII en el documento de definición dogmática sobre la Inmaculada Concepción no dice nada sobre su muerte, sino que afirma que después de su vida terrestre fue asunta a los Cielos en cuerpo y alma. Sin embargo, la tradición de la Iglesia, principalmente de Oriente hasta nuestros días, cree que María Santísima murió, hecho reflejado en la liturgia y en diversas representaciones.

En la parroquia nuestra al final de la Iglesia, junto a la capilla de las Vírgenes, tenemos este misterio representado: la muerte o dormición de María en una urna de cristal, y encima la Asunción en cuerpo y alma a los Cielos.

María Santísima, aunque ya en la tierra era Madre de todos los hombres, desde que está en el Cielo lo es en mayor plenitud gloriosa, porque es también Madre de los santos en visión y gozo de Dios, siendo también Reina de ángeles y de toda la Creación.

En el Cielo tenemos a nuestra Madre, a la que debemos imitar en su vida sencilla y humana y acudir a Ella para pedirle todas las gracias que necesitemos.

Si nos fijamos en el Evangelio, comprobamos lo que hizo María durante el tiempo de su vida, que no sabemos cuánto tiempo duró: nada importante, si es que se puede decir que no es nada importante el servicio doméstico. Pero no es así, pues el hacer cualquier cosa por amor a Dios, por pequeña e insignificante que sea, en estado de gracia, tiene precio de Cielo. Por tanto, hermanos, nuestro trabajo ordinario de ama de casa, de oficina, del taller; y nuestro trabajo extraordinario, hecho ordinario, tiene un valor infinito de gloria eterna.

Hermanos, podemos santificarnos con el trabajo de cada día, porque Jesucristo, Dios, con su trabajo dio valor sobrenatural al nuestro. Y porque María trabajó y sufrió, también nuestra vida, trabajo y dolor tienen explicación de valor eterno.

Pidamos a nuestra Madre, que está en el Cielo, que la imitemos en la tierra, y que con nuestra vida, trabajos, sufrimientos y gozos merezcamos gozar con Ella del Cielo, siendo eternamente hijos glorificados de la Madre de Dios, que pienso será también Madre de la gloria del Cielo que esperamos gozar.

sábado, 12 de agosto de 2023

Décimo noveno domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 


Anochecía. El Sol, perdiendo la fuerza de su calor, se escondía por el horizonte grisáceo, despidiendo destellos de luz rojiza. Nubes aborregadas, traspasadas por rayos esporádicos, presagiaban lluvia y tormenta. El medio ambiente, húmedo y caluroso acogía a la noche con señales de alerta. Los discípulos embarcados se alejaban lentamente de la playa, visiblemente preocupados, rumbo a Betsaida. Cuando la barca había recorrido la mitad del camino, se desató un fuerte viento, en forma de huracán, que empezó a azotar las aguas creando montañas de olas encrespadas, que chocaban unas con otras en furiosa pelea. La barca cabalgaba descompasadamente amenazando hundimiento, sin que los esfuerzos de los recios pescadores, hechos a la mar, pudieran hacerse con ella. Los discípulos se miraron unos a otros asustados por el fuerte temporal, que parecía se los iba a tragar a todos de un bocado.

Jesús, desde lo alto de la montaña, sin perder el estado elevado de su profunda contemplación divina, observaba el crítico momento en que se encontraban sus amigos. Y compadecido del inminente peligro, decidió ir hacia ellos andando sobre las aguas. San Marcos nos dice que “viendo con qué fatiga remaban, porque tenían viento contrario, fue de madrugada en dirección a ellos andando por el lago” (Mc 6,48).

Uno de los discípulos fijó sus ojos en el mar en dirección a Betsaida para ver si por aquella parte venía la calma, y observó a lo lejos un objeto no identificado, que aparecía y desaparecía entre las olas, avanzado rápidamente hacia la barca. Y, muerto de miedo, dio un fuerte grito diciendo:

 -¡Un fantasma, un fantasma!

 Los marinos judíos, como otros pueblos orientales, especialmente Egipto, creían a pie "juntillas" en los fantasmas marítimos.

Ante la aparición fantástica, todos contagiados por el mismo terror, alborotados, prorrumpieron en gritos de espanto:

-¡Un fantasma, un fantasma!

 Jesús se acercó a sus discípulos lentamente haciendo ademán de pasar de largo. De repente, se detuvo; y a unos cuantos metros de distancia, dijo con tono familiarmente cariñoso:

- “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” (Mt 14,27).

 Entonces acaeció una singular escena que sólo cuenta Mateo. Pedro para disipar  sus dudas sobre el posible fantasma y estar seguro de que realmente era Jesús dijo:

 - “Señor, si  eres Tú, mándame acercarme a ti andando sobre el agua” (Mt 14,28).

Estudiada objetivamente esta frase, tal como suena, y justificando con todo respeto la intención personal de Pedro, que sin duda fue santa, parece una petición milagrosa, desproporcionada a las circunstancias, “egoísta” y defectuosa en la fe: Demuéstrame que eres Tú, para que todos salgamos de dudas, haciéndome a mí solo el milagro de ir a Ti, sin hundirme en las aguas; a los demás, déjalos en la barca.         

La petición más oportuna y consecuente para ese momento hubiera sido, por  ejemplo, esta u otra parecida: 

“Señor, si eres Tú, ven con nosotros, ayúdanos, calma la tempestad, échanos una mano...” Y nunca: demuéstranos que eres Tú haciendo que yo camine sobre las aguas, para que todos creamos en Ti.           

Jesús escuchó la oración de Pedro y le dijo:

-Ven 

Entonces Pedro dio un salto desde la barca a las aguas y, empujado por la fuerza del amor y la profunda fe, echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús, como si por un camino de tierra firme se tratara. De repente, al verse solo en medio de tumultuosas olas, fuertemente sacudidas por la fuerza del viento, sintió pánico, le falló la fe y empezó a hundirse lentamente en las aguas. Y fuera de sí, desencajado y aterrado, gritó con tono expresivamente patético: 

- ¡Sálvame, Señor! 

Jesús extendió en seguida la mano, lo agarró y le dijo:

- "¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?” (Mt 14,31).

Cesó súbitamente el viento y las coléricas pasiones del mar quedaron amansadas. Y todos los discípulos, locos de alegría por tener de nuevo al Maestro con ellos en la barca, hicieron de ella un santuario, se postraron ante Él y le adoraron diciendo:

- “Realmente eres el Hijo de Dios” (Mt 14,33). 

Después, Jesús y sus doce discípulos, surcando las aguas pacificas del lago, recorrieron en poco tiempo el camino que les faltaba para llegar a la ribera occidental de Genesaret, Betsaida, situada a unos tres kilómetros de Cafarnaún.

No debemos importunar al Señor pidiendo gracias inconsecuentes que no necesitamos. Él no escucha muchas veces las gracias que le pedimos, porque Él sabe, y nosotros no, que no son realmente necesarias para la vida eterna, según su santísima voluntad. Pedimos, por ejemplo, el milagro de la salud, y no se nos concede, porque tal vez la enfermedad puede ser el único medio o el mejor para nuestra conversión, la de otros o para un bien desconocido, que sólo sabe Dios. La crucifixión de Dimas, el buen ladrón, el mejor de los ladrones porque supo robar el corazón de Jesús, sirvió precisamente para que él se arrepintiera de sus pecados y ganara el Cielo en un instante.

No nos ama el Señor más cuando nos concede aquello que nos gusta, nos interesa, mejor se ajusta a nuestros caprichos o necesidades, que cuando nos manda la cruz dolorosa, que por ningún motivo queremos. Nos quiere de igual manera, y más quizás, aunque la carne se revuelva contra el espíritu y nos parezca que el dolor no tiene sentido de parte de un Dios que es Padre. Es natural que nos guste más el gozo del amor, siempre deseado, que el sufrimiento del dolor que se rechaza por naturaleza. El amor al dolor, por el dolor, es una filosofía excéntrica. Sólo tiene sentido como medio para un bien, expresión del amor o motivos religiosos. Por eso Jesús, hombre Dios, padeció y murió en la cruz para redimirnos del pecado por amor.

No tengáis miedo, confiad en Él, porque Dios nos ama siempre de todas formas, y mucho, aunque no nos lo parezca. Y nos ama a cada uno tanto cuanto un Dios puede amar y como si cada uno fuera la única persona del mundo, objeto exclusivo de su amor infinito. No tengáis miedo, tened fe, que Dios nunca nos abandona, aunque parezca que no nos hace caso.

sábado, 5 de agosto de 2023

Transfiguración del Señor. Ciclo A



El relato evangélico de la Transfiguración del Señor no fue una sugestión colectiva, causada por Jesús que tenía poderes parapsicológicos, como dicen algunos racionalistas; ni tampoco una visión apocalíptica de Pedro contada con pura fantasía literaria, como aseguran algunos agnósticos, que se empeñan en negar todo aquello que supera el conocimiento de la razón y el de los sentidos. Fue una visión sobrenatural captada por los ojos corporales, en la que los discípulos preferidos vieron ráfagas de la Persona divina de Jesús, encerrada en su cuerpo humano.

A partir de este celestial acontecimiento, empezaron a multiplicarse las alusiones constantes de Jesús a su pasión, muerte y resurrección.

Esta manifestación de la gloria de Dios en Jesucristo es considerada por todos los intérpretes del Evangelio como una prueba de la divinidad de Jesús, una preparación para sufrir y morir en la cruz, una revelación de lo que será al fin de los tiempos la vida gloriosa de los cuerpos resucitados en el Cielo, y un consuelo para que sus discípulos pudieran padecer y sufrir el martirio que les esperaba, con el recuerdo del gozo experimentado en el Tabor.

En el hecho evangélico real de la transfiguración se pueden considerar dos signos: el estado glorioso de los cuerpos gloriosos y el estado de contemplación mística.

Estado de los cuerpos gloriosos en el Cielo

La Transfiguración de Jesús en el monte Tabor es un símbolo imperfecto de lo que será el Cielo después de la resurrección de los muertos. Entonces todos los bienaventurados, que serán millones y millones, incontables, con toda su persona resucitada verán y gozarán eternamente de la infinita perfección de Cristo, Dios y hombre, resucitado y glorioso, como Rey y Redentor de todos los hombres y Dueño y Señor del Universo.

Estado de la contemplación mística

En este mundo hay personas que gozan en estado místico una especie de transfiguración en el alma con inefables gozos en el alma que no se pueden comparar con los de este mundo, y repercusiones extrañas en el cuerpo. Se siente a Dios en la profundidad del alma de manera que da la impresión de que alguien le está tocando a uno. Cuando “el tacto” de la gracia es intenso, parece que falta la respiración, los latidos del corazón se aceleran, y el corazón, como traspasado, necesita desahogo. Entonces, toda la persona se endiosa en un recogimiento profundo en el que los ruidos se oyen lejos, como música de fondo, sin perturbar la paz estática del alma; y la distracción, que algunas veces aparece, es como la mariposa atolondrada que revolotea alrededor de la bombilla, sin perturbar la luz. Es algo así como cuando a uno, por estar abstraído en la profunda pena que tiene dentro, no le afectan casi nada las cosas que están pasando. El alma está tan metida en Dios que, sin pensar en nada, sólo está gozando intensamente de su presencia, sin perder el sentido de la locación con la sensación del cuerpo adormecido. En ese “abobamiento” divino, el entendimiento, sin discurrir, recibe pacíficamente ilustraciones de conocimientos sobrenaturales, de teología superior, que no se aprenden en ningún libro ni con el más profundo estudio. A medida que la gracia es más intensa, mayor es el recogimiento y con más perfección se sienten los efectos divinos. Puede llegar a tal grado que la presencia divina, en cierto modo “tangible”, parece que toca suavemente el alma. No desaparece la sensación orgánica ni el oído pierde su audición. Quizás puede compararse al estado de quien ha sido operado, que oye con molestias las palabras, sin percibir lo que se está diciendo, ni exactamente lo que pasa; o como quien rendido por el sueño, escucha el sonido de la radio, sin percibir claramente el significado de las palabras o de la música, o como el susurro del canto de la “nana” que ayuda al bebé a dormirse mejor.

El estado elevado de éxtasis está reservado para contados santos, a quienes Dios regala una unión tan intensa con Él que parece que se paralizan las potencias del alma y quedan como ligadas en un estado de gozo en Dios indescriptible. El demonio puede producir efectos análogos en ciertas almas para tentarlas y la naturaleza en ciertas personas desequilibradas, fácilmente apreciadas como enfermedades psíquicas.

La soledad y el silencio son factores importantes para el recogimiento, pero cuando la contemplación es muy profunda se puede realizar la acción exterior con una vida normal. En esta situación sobrenatural se viven mejor los misterios de la fe y la vida cambia radicalmente. Si uno está obligado al trabajo ordinario, se tiene a Dios presente en la acción contemplativa y en la relación social; en ese estado, que suele ser llamado matrimonio místico, se aceptan con paz los sucesos de la vida, se obra sin apasionamientos, se superan fácilmente los disgustos, se suavizan las contrariedades, se controlan los nervios, se atemperan las pasiones, se dulcifican las palabras, y se actúa bajo la moción de un impulso interior que hace regular todos los actos.

Pocos contemplativos viven ese estado de unión con fervor permanente. Se dan en la oración y en la acción cambios de grados de intensidad, espacios de aridez, desgana e inapetencia espiritual. Las limitaciones personales y defectos de carácter, no del todo corregibles, permanecen como humillaciones muy provechosas que hacen sufrir increíblemente al contemplativo; y, al sentirse humillado, por no poder erradicar totalmente sus debilidades, como solución única se arroja a los brazos de la misericordia infinita de Dios Padre, comprendiendo las debilidades de todos los hombres. Si el místico tuviera la desgracia de cometer algún pecado importante, cosa que puede suceder, y, arrepentido, se confiesa, la gracia del perdón Dios le devuelve la gracia mística con igual o mayor intensidad que tenía antes del pecado, y sigue su vida normal, como si nada hubiera pasado. Así es el perdón de Dios para quien le ama con debilidades inevitables.

Cuando el alma se habitúa a la contemplación subida, y pasa a vivir en pura fe, cosa que suele suceder por permisión de Dios para mayor purificación, el contemplativo se siente como en una noche oscura, de la que habla San Juan de la Cruz. En ese estado, el alma mística sufre lo indecible por pensar y sentir que Dios está lejos, estando tan cerca como siempre o quizás más que nunca, pero de otra manera.

Para caminar hacia Dios y progresar en la vida espiritual, se va con más seguridad por el camino ascético de la fe que por el atajo de la mística de la contemplación.













Décimo octavo domingo. Tiempo ordinario. ciclo A

 


Al simple cristiano de a pie, que quiera seguir a Cristo y amarle, el texto de la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de hoy, que San Pablo escribió a los romanos, le puede asombrar, asustar y hasta acomplejar, pues en él se expresa el amor que el apóstol tuvo a Cristo tan elevado y admirable, que no está al alcance de cualquiera. ¿Quién es capaz de amar a Cristo como San Pablo? Nada ni nadie le podían apartar del amor a Cristo: “ni la aflicción, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni cualquier peligro, ni la espada, ni la muerte, ni la vida, ni ninguna criatura, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podían apartarle del amor a Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”.

En cambio, nosotros, pobres cristianos, amamos a Cristo, humanamente,  en medio de luchas constantes con las pasiones, debilidades, pecados, miserias, con  pobreza de corazón, apegados a las personas y a las cosas. Y al comparar nuestro amor raquítico a Cristo con el heroico que le tuvo San Pablo, nos sentimos acomplejados, desanimados, sin ganas de seguir adelante, queriendo dejarlo todo y tirarlo por la borda. 

Porque las personas que no nos gustan y las cosas adversas nos afligen hasta el extremo de la angustia y depresión; porque tenemos miedo a ser señalados como cristianos en nuestro propio ambiente, tan mundano, en el que no se aprecia ser cristiano e incluso es motivo de persecución; porque nos gusta el dinero y rechazamos la pobreza, nos descontrolamos ante las contrariedades, nos derrumbamos ante las enfermedades, y tememos perder la vida; porque nos asusta el presente, tan lleno de vicios y pecados, nos da pánico el futuro, tan incierto, y temblamos ante la vida y la muerte; porque nos atraen las criaturas, nos apegamos a ellas y vivimos esclavos de las cosas, con ansias de poder y dominio. Por eso, admirando el estilo del amor que San Pablo tenía a Cristo, nos desfondamos y nos dan ganas de plantarnos y dejarnos llevar de la corriente de los tiempos, pues nos da la sensación que hacemos el paripé de ser cristiano y amar a Cristo.

Quizás podremos superar este desánimo o tentación haciendo unas reflexiones sobre el amor a Cristo. 

El hombre nace con deficiencias e imperfecciones en el ser, en el modo de pensar, querer y obrar, por culpa del pecado original. Ninguno es exactamente igual a los otros, de manera que cada persona es única en el ser y en el obrar. Por tanto, piensa, quiere y ama como es, con las imperfecciones en el ser y en el obrar y con la personalidad con que ha nacido y va adquiriendo con la educación a distintos niveles. 

Estos factores son determinantes para evaluar los actos personales del hombre, porque nadie piensa igual, obra por los mismos motivos, tiene la misma sensibilidad y ama de la misma manera. 

En el mundo, como hemos comprobado en nuestros estudios y constatamos en la Sociedad, hay hombres inteligentes con evaluación de suspenso, aprobado, notable, sobresaliente, matricula de honor, y hasta sabios que penetran los conocimientos de la ciencia hasta una profundidad que parece increíble. Y de la misma manera hay personas que son diferentes en el modo de amar en grados muy distintos y motivaciones diversas. Y por eso, hay santos que amaron y aman a Cristo con un corazón humano común, y santos que amaron a Cristo como San Pablo, con una locura cuerda que supera el común de los mortales, debido a que fue una excepcional persona, que habiendo perseguido a Cristo, se convirtió llegando a ser uno de los apóstoles más enamorados de Él con apasionamiento temperamental, dispuesto a sufrir por Él todos los padecimientos de este mundo. 

Así nos lo explica el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores de Cristo, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén” (Hch 9,1-2). 

Para sembrar la esperanza y la paz a los muchos cristianos desconcertados ante la vida de santos eminentes, excepcionales, heroicos, vamos a explicar los principios generales de la santidad, para que cada uno, secundando la gracia que ha recibido del Espíritu Santo, sea santo según la vocación que ha recibido de Dios. 

La santidad consiste en la unión permanente con Dios, que se manifiesta en la vivencia de la gracia santificante, como principio radical. Se consigue con el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios, de manera que el incumplimiento de uno de ellos en materia grave, rompe la amistad con Dios y pierde la gracia, que puede recuperar con el sacramento de la Confesión, que reconcilia al pecador con Dios, le devuelve la gracia perdida y le reconcilia con la Iglesia. Esta es, digamos, la santidad esencial y primaria. 

Además del cumplimiento de la Ley, el cristiano perfecciona su santidad elemental aceptando la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste, aunque sea con disgusto, a regañadientes, rebeldías, contrariedades, aunque en el cumplimiento la deteriore con imperfecciones. El cristiano no debe limitarse a ser fiel cumplidor de la Ley, sino que la debe cumplir con exigencias de vivencia evangélica, asimilando en su propia vida el Evangelio en la copia de las virtudes cristianas, vividas con entrega y amor. 

En conclusión es santo el que vive en gracia de Dios, acepta como gracias las cruces que le sobrevienen en la vida, con resignación al menos, o  conformidad con la voluntad de Dios o con la alegría espiritual, conciliable con la pena y el sufrimiento humano. Como cada hombre es diferente, cada santo es también distinto en grado, según la gracia de su propia vocación que ha recibido del Espíritu Santo para la santidad, y la correspondencia a ella y a las múltiples gracias que secunde con su esfuerzo personal en las obras.

Cada cristiano tiene que ser tan santo como Dios le pide y debe según los dones que del Espíritu Santo ha recibido. De modo que podríamos decir que hay santos de tercera división, que son aquellos que viven siempre en gracia, cumpliendo los mandamientos de la ley de Dios, de la Santa Madre Iglesia, y las obligaciones propias de estado y el trabajo. Santos de segunda división que son aquellos que además ejercitan las virtudes cristianas de modo eminente; y santos de primera división que son aquellos que además viven la gracia de Dios de modo heroico. Sé tú tan santo como debes y puedes, y que los demás sean como Dios quiere y ellos pueden.