En cambio, nosotros, pobres cristianos, amamos a Cristo, humanamente, en medio de luchas constantes con las pasiones, debilidades, pecados, miserias, con pobreza de corazón, apegados a las personas y a las cosas. Y al comparar nuestro amor raquítico a Cristo con el heroico que le tuvo San Pablo, nos sentimos acomplejados, desanimados, sin ganas de seguir adelante, queriendo dejarlo todo y tirarlo por la borda.
Porque las personas que no nos gustan y las
cosas adversas nos afligen hasta el extremo de la angustia y depresión; porque
tenemos miedo a ser señalados como cristianos en nuestro propio ambiente, tan
mundano, en el que no se aprecia ser cristiano e incluso es motivo de
persecución; porque nos gusta el dinero y rechazamos la pobreza, nos
descontrolamos ante las contrariedades, nos derrumbamos ante las enfermedades,
y tememos perder la vida; porque nos asusta el presente, tan lleno de vicios y
pecados, nos da pánico el futuro, tan incierto, y temblamos ante la vida y la
muerte; porque nos atraen las criaturas, nos apegamos a ellas y vivimos
esclavos de las cosas, con ansias de poder y dominio. Por eso, admirando el
estilo del amor que San Pablo tenía a Cristo, nos desfondamos y nos dan ganas
de plantarnos y dejarnos llevar de la corriente de los tiempos, pues nos da la
sensación que hacemos el paripé de ser cristiano y amar a Cristo.
Quizás podremos superar este desánimo o tentación haciendo unas reflexiones sobre el amor a Cristo.
El hombre nace con deficiencias e imperfecciones en el ser, en el modo de pensar, querer y obrar, por culpa del pecado original. Ninguno es exactamente igual a los otros, de manera que cada persona es única en el ser y en el obrar. Por tanto, piensa, quiere y ama como es, con las imperfecciones en el ser y en el obrar y con la personalidad con que ha nacido y va adquiriendo con la educación a distintos niveles.
Estos factores son determinantes para evaluar los actos personales del hombre, porque nadie piensa igual, obra por los mismos motivos, tiene la misma sensibilidad y ama de la misma manera.
En el mundo, como hemos comprobado en nuestros estudios y constatamos en la Sociedad, hay hombres inteligentes con evaluación de suspenso, aprobado, notable, sobresaliente, matricula de honor, y hasta sabios que penetran los conocimientos de la ciencia hasta una profundidad que parece increíble. Y de la misma manera hay personas que son diferentes en el modo de amar en grados muy distintos y motivaciones diversas. Y por eso, hay santos que amaron y aman a Cristo con un corazón humano común, y santos que amaron a Cristo como San Pablo, con una locura cuerda que supera el común de los mortales, debido a que fue una excepcional persona, que habiendo perseguido a Cristo, se convirtió llegando a ser uno de los apóstoles más enamorados de Él con apasionamiento temperamental, dispuesto a sufrir por Él todos los padecimientos de este mundo.
Así nos lo explica el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores de Cristo, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén” (Hch 9,1-2).
Para sembrar la esperanza y la paz a los muchos cristianos desconcertados ante la vida de santos eminentes, excepcionales, heroicos, vamos a explicar los principios generales de la santidad, para que cada uno, secundando la gracia que ha recibido del Espíritu Santo, sea santo según la vocación que ha recibido de Dios.
La santidad consiste en la unión permanente con Dios, que se manifiesta en la vivencia de la gracia santificante, como principio radical. Se consigue con el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios, de manera que el incumplimiento de uno de ellos en materia grave, rompe la amistad con Dios y pierde la gracia, que puede recuperar con el sacramento de la Confesión, que reconcilia al pecador con Dios, le devuelve la gracia perdida y le reconcilia con la Iglesia. Esta es, digamos, la santidad esencial y primaria.
Además del cumplimiento de la Ley, el cristiano perfecciona su santidad elemental aceptando la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste, aunque sea con disgusto, a regañadientes, rebeldías, contrariedades, aunque en el cumplimiento la deteriore con imperfecciones. El cristiano no debe limitarse a ser fiel cumplidor de la Ley, sino que la debe cumplir con exigencias de vivencia evangélica, asimilando en su propia vida el Evangelio en la copia de las virtudes cristianas, vividas con entrega y amor.
En conclusión es santo el que vive en gracia
de Dios, acepta como gracias las cruces que le sobrevienen en la vida, con
resignación al menos, o conformidad con
la voluntad de Dios o con la alegría espiritual, conciliable con la pena y el
sufrimiento humano. Como cada hombre es diferente, cada santo es también
distinto en grado, según la gracia de su propia vocación que ha recibido del
Espíritu Santo para la santidad, y la correspondencia a ella y a las múltiples
gracias que secunde con su esfuerzo personal en las obras.
Cada cristiano tiene que ser tan santo como Dios le pide y debe según los dones que del Espíritu Santo ha recibido. De modo que podríamos decir que hay santos de tercera división, que son aquellos que viven siempre en gracia, cumpliendo los mandamientos de la ley de Dios, de la Santa Madre Iglesia, y las obligaciones propias de estado y el trabajo. Santos de segunda división que son aquellos que además ejercitan las virtudes cristianas de modo eminente; y santos de primera división que son aquellos que además viven la gracia de Dios de modo heroico. Sé tú tan santo como debes y puedes, y que los demás sean como Dios quiere y ellos pueden.
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