El relato evangélico de la Transfiguración del Señor no fue una sugestión colectiva, causada por Jesús que tenía poderes parapsicológicos, como dicen algunos racionalistas; ni tampoco una visión apocalíptica de Pedro contada con pura fantasía literaria, como aseguran algunos agnósticos, que se empeñan en negar todo aquello que supera el conocimiento de la razón y el de los sentidos. Fue una visión sobrenatural captada por los ojos corporales, en la que los discípulos preferidos vieron ráfagas de la Persona divina de Jesús, encerrada en su cuerpo humano.
A partir de este celestial acontecimiento, empezaron a multiplicarse las alusiones constantes de Jesús a su pasión, muerte y resurrección.
Esta manifestación de la gloria de Dios en Jesucristo es considerada por todos los intérpretes del Evangelio como una prueba de la divinidad de Jesús, una preparación para sufrir y morir en la cruz, una revelación de lo que será al fin de los tiempos la vida gloriosa de los cuerpos resucitados en el Cielo, y un consuelo para que sus discípulos pudieran padecer y sufrir el martirio que les esperaba, con el recuerdo del gozo experimentado en el Tabor.
En el hecho evangélico real de la transfiguración se pueden considerar dos signos: el estado glorioso de los cuerpos gloriosos y el estado de contemplación mística.
Estado de los cuerpos gloriosos en el Cielo
La Transfiguración de Jesús en el monte Tabor es un símbolo imperfecto de lo que será el Cielo después de la resurrección de los muertos. Entonces todos los bienaventurados, que serán millones y millones, incontables, con toda su persona resucitada verán y gozarán eternamente de la infinita perfección de Cristo, Dios y hombre, resucitado y glorioso, como Rey y Redentor de todos los hombres y Dueño y Señor del Universo.
Estado de la contemplación mística
En este mundo hay personas que gozan en estado místico una especie de transfiguración en el alma con inefables gozos en el alma que no se pueden comparar con los de este mundo, y repercusiones extrañas en el cuerpo. Se siente a Dios en la profundidad del alma de manera que da la impresión de que alguien le está tocando a uno. Cuando “el tacto” de la gracia es intenso, parece que falta la respiración, los latidos del corazón se aceleran, y el corazón, como traspasado, necesita desahogo. Entonces, toda la persona se endiosa en un recogimiento profundo en el que los ruidos se oyen lejos, como música de fondo, sin perturbar la paz estática del alma; y la distracción, que algunas veces aparece, es como la mariposa atolondrada que revolotea alrededor de la bombilla, sin perturbar la luz. Es algo así como cuando a uno, por estar abstraído en la profunda pena que tiene dentro, no le afectan casi nada las cosas que están pasando. El alma está tan metida en Dios que, sin pensar en nada, sólo está gozando intensamente de su presencia, sin perder el sentido de la locación con la sensación del cuerpo adormecido. En ese “abobamiento” divino, el entendimiento, sin discurrir, recibe pacíficamente ilustraciones de conocimientos sobrenaturales, de teología superior, que no se aprenden en ningún libro ni con el más profundo estudio. A medida que la gracia es más intensa, mayor es el recogimiento y con más perfección se sienten los efectos divinos. Puede llegar a tal grado que la presencia divina, en cierto modo “tangible”, parece que toca suavemente el alma. No desaparece la sensación orgánica ni el oído pierde su audición. Quizás puede compararse al estado de quien ha sido operado, que oye con molestias las palabras, sin percibir lo que se está diciendo, ni exactamente lo que pasa; o como quien rendido por el sueño, escucha el sonido de la radio, sin percibir claramente el significado de las palabras o de la música, o como el susurro del canto de la “nana” que ayuda al bebé a dormirse mejor.
El estado elevado de éxtasis está reservado para contados santos, a quienes Dios regala una unión tan intensa con Él que parece que se paralizan las potencias del alma y quedan como ligadas en un estado de gozo en Dios indescriptible. El demonio puede producir efectos análogos en ciertas almas para tentarlas y la naturaleza en ciertas personas desequilibradas, fácilmente apreciadas como enfermedades psíquicas.
La soledad y el silencio son factores importantes para el recogimiento, pero cuando la contemplación es muy profunda se puede realizar la acción exterior con una vida normal. En esta situación sobrenatural se viven mejor los misterios de la fe y la vida cambia radicalmente. Si uno está obligado al trabajo ordinario, se tiene a Dios presente en la acción contemplativa y en la relación social; en ese estado, que suele ser llamado matrimonio místico, se aceptan con paz los sucesos de la vida, se obra sin apasionamientos, se superan fácilmente los disgustos, se suavizan las contrariedades, se controlan los nervios, se atemperan las pasiones, se dulcifican las palabras, y se actúa bajo la moción de un impulso interior que hace regular todos los actos.
Pocos contemplativos viven ese estado de unión con fervor permanente. Se dan en la oración y en la acción cambios de grados de intensidad, espacios de aridez, desgana e inapetencia espiritual. Las limitaciones personales y defectos de carácter, no del todo corregibles, permanecen como humillaciones muy provechosas que hacen sufrir increíblemente al contemplativo; y, al sentirse humillado, por no poder erradicar totalmente sus debilidades, como solución única se arroja a los brazos de la misericordia infinita de Dios Padre, comprendiendo las debilidades de todos los hombres. Si el místico tuviera la desgracia de cometer algún pecado importante, cosa que puede suceder, y, arrepentido, se confiesa, la gracia del perdón Dios le devuelve la gracia mística con igual o mayor intensidad que tenía antes del pecado, y sigue su vida normal, como si nada hubiera pasado. Así es el perdón de Dios para quien le ama con debilidades inevitables.
Cuando el alma se habitúa a la contemplación subida, y pasa a vivir en pura fe, cosa que suele suceder por permisión de Dios para mayor purificación, el contemplativo se siente como en una noche oscura, de la que habla San Juan de la Cruz. En ese estado, el alma mística sufre lo indecible por pensar y sentir que Dios está lejos, estando tan cerca como siempre o quizás más que nunca, pero de otra manera.
Para caminar hacia Dios y progresar en la vida espiritual, se va con más seguridad por el camino ascético de la fe que por el atajo de la mística de la contemplación.
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