sábado, 23 de septiembre de 2023

Vigésimo quinto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 


He elegido un versículo de la primera lectura de la liturgia de la Palabra del domingo de hoy, veinticinco del tiempo ordinario, ciclo A, para pronunciar la homilía: “Los planes de Dios no son como los planes de los hombres”. Y es lógico que así sea, pues los planes de Dios son divinos y los planes del hombre son humanos, y entre los pensamientos de Dios y los pensamientos del hombre no hay posible correspondencia. Porque Dios es el ser eterno, que no tuvo principio ni tendrá fin, sabiduría infinita y perfección absoluta, y el hombre es un ser creado, limitado, sometido a errores y a imperfecciones.

¿Quién y cómo es Dios? ¿Qué es la eternidad?

Dios por ser eterno, lo es todo. Todo lo que es Dios no se puede ni siquiera imaginar. Dios es omnipotente, infinitamente sabio, absolutamente perfecto. Es desde el punto de vista de la razón y desde el punto de vista de la revelación un misterio para el hombre que solamente tiene conceptos humanos.

Sabemos por la simple razón que Dios es eterno, el Creador de todas las cosas y la causa de todas las causas, misterio absoluto; y por la fe sabemos también que Dios es un ser trinitario: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, uno en esencia y Trino en Personas. ¿Esto qué es?

Si Dios es en su ser un misterio para el hombre, lo es también en su modo de proceder y obrar, porque procedemos y obramos conforme somos. Las funciones vegetativas corresponden a un vegetal, las sensitivas a un animal, las humanas, corresponden a un hombre, las angélicas al ángel y las divinas corresponden a Dios. Por consiguiente, es una verdad contundente que los planes de Dios no pueden ser como los planes de los hombres, pues no podemos conocer cuál es la última voluntad de Dios en todas las cosas, qué es lo que Dios quiere y por qué.

La pobre razón humana, por elevada que sea en su entender, no lo puede concebir, ni siquiera imaginar. Lo sabremos cuando estemos en el Cielo; pero mientras tanto tendremos siempre una idea de Dios humana, vaga e imprecisa, porque el entendimiento del hombre conoce las cosas desde la perspectiva de lo material y valiéndose de los sentidos. Incluso nosotros, que somos cristianos, que estamos iluminados por la fe, no entendemos lo que creemos.

Los hombres tenemos unos planes que son humanos, pero Dios escribe derecho con “renglones torcidos”, decía Santa Teresa de Jesús. Y es lógico, porque la escritura del hombre es la expresión caligráfica de su pensamiento, que es equivocado muchas veces; y aunque el hombre acierte a decir verdad por escrito, es dentro de una concepción puramente humana, que no puede ajustarse, de ninguna manera, al juicio de Dios. Por lo tanto, no es extraño que nos preguntemos el por qué de las cosas que suceden en el mundo, que no tienen respuesta humana, y que son un misterio para la pobre y humilde razón: ¿Por qué Dios que es Padre, manda o permite tantos males para el hombre? ¿No es Dios infinitamente bueno? ¿Por qué quiere o permite tantos males? ¿No es Padre? ¿Por qué manda o no evita tantos males para los hombres, que somos sus hijos? ¿Por qué tantos dolores, tantas desgracias, tantos infortunios, tantos males como suceden siempre en el mundo?

Respondamos a estos interrogantes con la siguiente reflexión  teológica.

Dios es Creador que ha creado las cosas de la nada para el bien de los hombres. Sabemos esto por el simple Catecismo. Dios es también conservador de todo lo que ha creado por su providencia divina. Dicen los teólogos que la conservación de todas las cosas es una creación continuada, porque si Dios no estuviera presente en la creación que hizo al principio las cosas “no serían”.

El bien y el mal, desde la fe, son valores absolutos que hay que evaluar desde la perspectiva de la eternidad, de manera que es bueno lo que para Dios es bueno y malo lo que para Dios es malo. El bien absoluto es Dios y el mal lo que va contra Dios. Todos los demás bienes son limitados, caducos, transitorios, relativos; y muchos males humanos y terrenos tienen razón de bien último, como dice el refrán castellano: “No hay mal que por bien no venga”.

San Pablo, escribiendo a los romanos, dice que Dios concurre con todas las cosas para el bien del hombre. Lo cual quiere decir, hermanos, que todo lo que sucede, bien porque lo quiere Dios, o bien porque Dios lo permite, es bueno en sí mismo, o es malo aparentemente y en sentido humano, pero bueno en relación a su último fin. Todo lo que existe y sucede tiene su providencia amorosa.

Un día vamos por la calle, la plaza de Bilbao, por ejemplo, y vemos excavadoras que mueven tierra, peones con palas y carretillas, casetas, camiones que van y vienen. Y nos preguntamos ¿qué irán a hacer aquí? Y nos imaginamos muchas cosas, sin saber en concreto qué es lo que se va a hacer allí. Pero sí sabemos que en esa obra hay unos planos y un arquitecto superior que la dirige. Nadie conoce totalmente nada más que él todos los detalles de la construcción. Los peones, albañiles y obreros de la construcción conocen el plan en general, una residencia de la tercera edad, por ejemplo. Los arquitectos técnicos y maestros de obra saben algo más, pero nunca tanto como el que dirige la obra. Pero esos planos primeros van variando sobre la marcha, pues no hay ningún plan humano que no se cambie, porque el hombre es perfectible y se equivoca. Y hasta que las obras no se terminan, no la conocemos bien.

Los planes de Dios son inamovibles, intocables. Tal como Dios previó desde el principio la creación y la conservación de todas las cosas, se van a cumplir.

Pues, bien, hermanos, que no os sorprenda nada de lo que pasa, pues  nada existe por el azar ni por casualidad. Todas las cosas concurren para el amor que Dios tiene a los hombres. Por consiguiente, hermanos, cuando nos sucedan cosas y veamos realmente que son muy distintas a como nosotros las planificamos, pensemos que están bien hechas, pues cuando este mundo termine y todo sea transformado en Cristo Jesús, resucitado y glorioso, al fin de los tiempos, todo se verá, a la luz de la eternidad, bueno para la gloria de Dios y bien de los hombres.

Aceptemos todas las cosas que van sucediendo como venidas de Dios o permitidas por Dios para un “bien”. Esta es la primera conclusión que podemos sacar: aceptar con fe todos los acontecimientos de la vida, como procesos para el bien supremo y eterno, que es Dios visto, contemplado y gozado totalmente para siempre.

Por lo tanto, hermanos, pidamos a Dios que nos dé la fortaleza para aceptar todo aquellos que nosotros no podemos remediar, aceptarlo como bien o como para un bien, aunque humanamente sea un mal temporal. Y ofrecerlo todo al Señor con fe y esperanza para su gloria y bien de todos los hombres.

Repetimos para recalcar ideas: Todas las cosas que suceden en el tiempo tienen una perspectiva última y eterna, que es Dios, “Bien supremo”, que comprenderemos cuando estemos en el Cielo, respuesta que saciará todas nuestras ignorancias y dudas. Dios quiere o permite siempre la cruz personal, familiar o social como un bien supremo para el hombre, aunque no entendamos, pues los “planes de Dios no son como los planes de los hombres”.

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