sábado, 2 de septiembre de 2023

Vigésimo segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 


San Pedro era un personaje con una personalidad  destacada de tal manera que sobresalía sobre todos los compañeros por su manera de ser y obrar, sin que nada hiciera. Por eso Jesús, por su providencia divina, le concedió la autoridad jurídica, sobrenatural, para ser el fundamento  de su Iglesia, empresa sobrenatural que supera todo conocimiento.

Por la simple lectura del Evangelio, y más si se medita, se observa que Jesús tenía con San Pedro una íntima amistad. Como sucede en el ambiente familiar, aparecen en el Evangelio palabras extrañas y comportamientos que se explican solamente en círculos de gran amistad. Se puede decir que presenció todos o casi todos los milagros de Jesús.

Estudiando la simpática y atractiva figura de Pedro, a mí se me ocurre concebir su personalidad, más o menos, de la siguiente manera, basándome en las escenas evangélicas interpretadas por mi imaginación.

Era hombre de estatura mediana y de fuerte complexión física. Cuando en tiempo caluroso faenaba en el mar, ligero de ropa, se podía apreciar en sus brazos una musculatura rígida, conseguida por la gimnasia obligada de tirar tantas y tantas veces  las redes al mar y subirlas a la barca cargadas de peces. Por estar casi siempre al sol en contacto con las aguas marítimas, en su rostro curtido se acusaban arrugas prematuras que le daban un aspecto de envejecimiento, no teniendo muchos más de treinta años. Tenía unos ojos grandes, de color oscuro indefinido, ligeramente hundidos en sus profundas órbitas. Su larga y negra cabellera, salpicada de algunas canas incipientes, y su descuidada barba cerrada daban a su interesante persona una singular prestancia.

Con su mirada viva y penetrante filmaba todo lo que veía grabando en el cerebro la especie de todas las cosas. Era tan fisonomista que le bastaba una sola mirada para quedarse con la cara de las personas para siempre. Tenía tan privilegiada memoria que se le quedaba grabada en ella toda cosa que oía o leía. No era un genio, ni un sabio, ni tampoco un teólogo, como San Juan, sino un hombre de mucha inteligencia práctica, conocedor de la vida real, líder por naturaleza y con cualidades excepcionales para el gobierno. No profundizaba más en el conocimiento de la verdad porque se dejaba llevar de la pereza innata. Por su perspicacia cazaba al vuelo el error, sin mayor esfuerzo. Tenía una voluntad de hierro para el trabajo sin que nada se le pusiera por barrera. Perseveraba en su empeño con constancia hasta conseguir todo lo que se proponía. En el trato con la gente era educado, atento y amable, con cualidades temperamentales que infundían  veneración y respeto. En ambiente familiar, en cambio, se mostraba abierto y comunicativo, pero siempre con un trasfondo de seriedad.

Poseía una intuición tan aguda para el gobierno que veía la solución de los problemas en el mismo momento que surgían. Por su temperamento nervioso, inquieto, no podía estarse quieto ni un momento, pues necesitaba estar haciendo siempre alguna cosa. Diseñaba en su cabeza inquieta borradores de objetivos pastorales prácticos, con perspectivas de futuro, que ponía en práctica casi al momento, porque era muy seguro y certero en sus últimas decisiones. Conciliaba la precipitada actividad apostólica con el temple pacífico de la paciencia. Conseguía empresas ministeriales con éxito por el sentido realista que tenía sobre las cosas, el tesón de su voluntad inquebrantable, el esfuerzo constante de su trabajo, y el carisma de líder indiscutible con el que había nacido. Parecía que todo se lo daban hecho. Generalmente vivía absorto en su mundo interior y, a la vez, ocupado totalmente en las cosas que tenía que hacer. Por esta razón se le escapaban detalles de educación y formas sociales, perdonables en él por su incondicional entrega.

No se prestaba al timo porque conocía la picaresca de la vida, pero, sin embargo, por su bondad natural se dejaba llevar del corazón al ejercer la caridad, padeciendo  algunas veces el engaño.

Era de carácter impulsivo, temperamental, de arrebatos momentáneos que parecían contradictorios. En la Santa Cena, en la institución de la Eucaristía, cuando Jesús anunció a sus discípulos que todos le fallarían esa mima noche, él repuso al Señor que aunque todos lo hicieran, él no lo haría jamás (Mt 26,31); y luego huyó por miedo, como los demás. En el huerto de los Olivos, valiente, como un soldado aguerrido en plena lucha, con su espada cortó de un tajo la oreja de Malco para defender al Maestro; y negó al Maestro tres  veces, como ninguno. No llegó al conocimiento de sí mismo hasta que el pecado le enseñó su tremenda debilidad natural, oculta bajo sus excepciones cualidades. El pecado, misterio de maldad, según el Concilio de Trento, es una ofensa a Dios que no se puede entender, y  también un medio de conocimiento propio, comprensión para los pecados de los demás y ocasión para saborear la infinita misericordia de Dios. Por lo que se puede decir, que siendo una desgracia,  es también una “gracia”.  

Por su inquieto carácter y capacidad creativa, salía airoso de todos los objetivos que se proponía, por lo que, sin pretenderlo, humillaba a sus compañeros, haciéndoles sufrir inconscientemente, sin querer. Debido a las excepcionales dotes que poseía, ocasionaba envidias, inevitables, en la comunidad apostólica y social, y con ellas acomplejaba, en contra de su voluntad, a los que con él compartían la misma vida,

Cuando Jesús hacía una pregunta al grupo de los apóstoles, él se constituía, por propia cuenta, en portavoz del Colegio apostólico, sin haber sido nombrado por nadie; y esto no por arrogarse el poder, sino por su temperamento espontáneo e irreflexivo.

Se notaba a la legua que no era un conferenciante, ni un charlatán, ni un orador de campanillas, sino un fervoroso apóstol que predicaba en estilo llano y sencillo, sin elocuencia, el mensaje que creía y vivía. Lograba mantener la atención de los oyentes, convencer y conseguir que la Palabra de Dios se metiera suavemente dentro de los corazones de los oyentes. Poseía dotes especiales de persuasión y una imaginación tan viva que conseguía hacer vivir los hechos que contaba, como si los que los escuchaban los hubieran presenciado. Se llevaba de calle a la gente porque era expresivo y comunicador con palabras, actitudes y gestos.

Siendo muy humano y sensato, manso y humilde como un cordero, era autoritario en el modo de proceder. Y, como todo ser humano y santo, tenía sus cualidades o virtudes y defectos que voy a imaginar. 

Cualidades o virtudes 

Me parece que sus principales virtudes eran las siguientes: 

  • Amor apasionado a Jesús hasta el incondicional seguimiento; perfecta caridad hasta el punto de amar a todos sin apasionarse por nadie, perdonarlo todo y no guardar en su corazón de oro rencor ni resentimiento.
  • Caritativa comprensión y firmeza dentro de la misericordiosa justicia.
  • Sinceridad para decir siempre la verdad con prudente caridad, porque aborrecía las medias tintas y las “componendas”.
  • Sencillez, como la de un niño inocente, que no conoce dobles intenciones, paréntesis rebuscados, ni puntos suspensivos, cargados de misterios fingidos.
  • Generosidad y desprendimiento, capaz de darlo todo y quedarse sin nada.
  • Abnegación para el trabajo incansable, sin regatear esfuerzo en la entrega a los demás; 

Por estas y otras muchas excelentes virtudes inspiraba confianza y seguridad a todos los que estaban a su lado. 

Defectos 

Era un apóstol, santo por los cuatro costados, pero con algunos defectos temperamentales y morales, entre los que destacamos los que yo me imagino: 

  • Demasiada seguridad natural en sí mismo con autosuficiencia y confianza exagerada en sus propias fuerzas.
  • Energía de carácter con prontos temperamentales en las decisiones.
  • Precipitación en realizar muchas obras, sin el debido sosiego. 

En su destacada personalidad se daban alternativamente cualidades y defectos contrapuestos: 

Contraste de cualidades y defectos 

  • Valentía en actos reflejos y miedo en momentos de reflexión.
  • Fortaleza instintiva y debilidad inconsciente.
  • Soberbia psicológica y profunda humildad virtuosa.
  • Espontaneidad infantil y reflexión madura.
  • Precipitación y sensatez.
  • Prisas temperamentales para hacer cosas y paciencia para esperar;
  • Audacia y timidez.
  • Actividad exuberante y pasividad perezosa.
  • Amabilidad educada por fuera y vergüenza superada por dentro.
  • Frialdad o indiferencia aparente y tremendamente apasionado en el corazón por dentro.
  • Dureza de carácter y piadosamente humano y comprensivo. 

Luchaba por vencer sus pasiones, superándose a sí mismo en el camino de la perfección evangélica.  En el momento de fervoroso entusiasmo de la Santa Cena estaba ilusamente seguro de sí mismo hasta el punto de dar la vida por Cristo en cualquier momento, si fuera preciso, confiando en fuerzas humanas que no tenía (Jn 13,37-38; Jn 13,37-38; Mt 26,72); y luego, ante la acusación de una simple criada del palacio del Sumo Sacerdote y otros testigos negó al Maestro  muchas veces en tres ocasiones diferentes (Mt 26,72

Así es como yo imagino a San Pedro, el Apóstol de Jesucristo, primer Papa de la Historia de la Iglesia.

El santo es un hombre perfectible que se hace perfecto con la gracia de Dios y su esfuerzo personal en la lucha de la vida. La santidad es una empresa limitada entre Dios y el cristiano en la que Dios pone el capital de la gracia y el hombre el trabajo. Los defectos temperamentales no siempre obstruyen la circulación de la gracia sino que reconocidos, trabajados por ser superados y confesados, se convierten  en méritos. Algunos están tan arraigados en la constitución de la naturaleza del hombre que no se pueden extirpar del todo en la vida, pero no son evaluados por Dios, como ofensas, sino como premios por la lucha que se mantiene por conseguir la santidad.

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