Por la simple
lectura del Evangelio, y más si se medita, se observa que Jesús tenía con San
Pedro una íntima amistad. Como sucede en el ambiente familiar, aparecen en el
Evangelio palabras extrañas y comportamientos que se explican solamente en
círculos de gran amistad. Se puede decir que presenció todos o casi todos los
milagros de Jesús.
Estudiando la simpática y atractiva figura de Pedro,
a mí se me ocurre concebir su personalidad, más o menos, de la siguiente
manera, basándome en las escenas evangélicas interpretadas por mi imaginación.
Era hombre de estatura mediana y de fuerte complexión física. Cuando en tiempo caluroso faenaba en el mar, ligero de ropa, se podía apreciar en sus brazos una musculatura rígida, conseguida por la gimnasia obligada de tirar tantas y tantas veces las redes al mar y subirlas a la barca cargadas de peces. Por estar casi siempre al sol en contacto con las aguas marítimas, en su rostro curtido se acusaban arrugas prematuras que le daban un aspecto de envejecimiento, no teniendo muchos más de treinta años. Tenía unos ojos grandes, de color oscuro indefinido, ligeramente hundidos en sus profundas órbitas. Su larga y negra cabellera, salpicada de algunas canas incipientes, y su descuidada barba cerrada daban a su interesante persona una singular prestancia.
Con su mirada viva y penetrante filmaba todo lo que
veía grabando en el cerebro la especie de todas las cosas. Era tan fisonomista
que le bastaba una sola mirada para quedarse con la cara de las personas para
siempre. Tenía tan privilegiada memoria que se le quedaba grabada en ella toda
cosa que oía o leía. No era un genio, ni un sabio, ni tampoco un teólogo, como
San Juan, sino un hombre de mucha inteligencia práctica, conocedor de la vida
real, líder por naturaleza y con cualidades excepcionales para el gobierno. No
profundizaba más en el conocimiento de la verdad porque se dejaba llevar de la
pereza innata. Por su perspicacia cazaba al vuelo el error, sin mayor esfuerzo.
Tenía una voluntad de hierro para el trabajo sin que nada se le pusiera por
barrera. Perseveraba en su empeño con constancia hasta conseguir todo lo que se
proponía. En el trato con la gente era educado, atento y amable, con cualidades
temperamentales que infundían veneración
y respeto. En ambiente familiar, en cambio, se mostraba abierto y comunicativo,
pero siempre con un trasfondo de seriedad.
Poseía una intuición tan aguda para el gobierno que
veía la solución de los problemas en el mismo momento que surgían. Por su
temperamento nervioso, inquieto, no podía estarse quieto ni un momento, pues
necesitaba estar haciendo siempre alguna cosa. Diseñaba en su cabeza inquieta
borradores de objetivos pastorales prácticos, con perspectivas de futuro, que
ponía en práctica casi al momento, porque era muy seguro y certero en sus
últimas decisiones. Conciliaba la precipitada actividad apostólica con el
temple pacífico de la paciencia. Conseguía empresas ministeriales con éxito por
el sentido realista que tenía sobre las cosas, el tesón de su voluntad
inquebrantable, el esfuerzo constante de su trabajo, y el carisma de líder
indiscutible con el que había nacido. Parecía que todo se lo daban hecho.
Generalmente vivía absorto en su mundo interior y, a la vez, ocupado totalmente
en las cosas que tenía que hacer. Por esta razón se le escapaban detalles de
educación y formas sociales, perdonables en él por su incondicional entrega.
No se prestaba al timo porque conocía la picaresca
de la vida, pero, sin embargo, por su bondad natural se dejaba llevar del
corazón al ejercer la caridad, padeciendo
algunas veces el engaño.
Era de carácter impulsivo, temperamental, de arrebatos momentáneos que parecían contradictorios. En la Santa Cena, en la institución de la Eucaristía, cuando Jesús anunció a sus discípulos que todos le fallarían esa mima noche, él repuso al Señor que aunque todos lo hicieran, él no lo haría jamás (Mt 26,31); y luego huyó por miedo, como los demás. En el huerto de los Olivos, valiente, como un soldado aguerrido en plena lucha, con su espada cortó de un tajo la oreja de Malco para defender al Maestro; y negó al Maestro tres veces, como ninguno. No llegó al conocimiento de sí mismo hasta que el pecado le enseñó su tremenda debilidad natural, oculta bajo sus excepciones cualidades. El pecado, misterio de maldad, según el Concilio de Trento, es una ofensa a Dios que no se puede entender, y también un medio de conocimiento propio, comprensión para los pecados de los demás y ocasión para saborear la infinita misericordia de Dios. Por lo que se puede decir, que siendo una desgracia, es también una “gracia”.
Por su inquieto carácter y capacidad creativa, salía
airoso de todos los objetivos que se proponía, por lo que, sin pretenderlo,
humillaba a sus compañeros, haciéndoles sufrir inconscientemente, sin querer.
Debido a las excepcionales dotes que poseía, ocasionaba envidias, inevitables,
en la comunidad apostólica y social, y con ellas acomplejaba, en contra de su
voluntad, a los que con él compartían la misma vida,
Cuando Jesús hacía una pregunta al grupo de los
apóstoles, él se constituía, por propia cuenta, en portavoz del Colegio
apostólico, sin haber sido nombrado por nadie; y esto no por arrogarse el
poder, sino por su temperamento espontáneo e irreflexivo.
Se notaba a la legua que no era un conferenciante,
ni un charlatán, ni un orador de campanillas, sino un fervoroso apóstol que
predicaba en estilo llano y sencillo, sin elocuencia, el mensaje que creía y
vivía. Lograba mantener la atención de los oyentes, convencer y conseguir que
la Palabra de Dios se metiera suavemente dentro de los corazones de los
oyentes. Poseía dotes especiales de persuasión y una imaginación tan viva que conseguía
hacer vivir los hechos que contaba, como si los que los escuchaban los hubieran
presenciado. Se llevaba de calle a la gente porque era expresivo y comunicador
con palabras, actitudes y gestos.
Siendo muy humano y sensato, manso y humilde como un cordero, era autoritario en el modo de proceder. Y, como todo ser humano y santo, tenía sus cualidades o virtudes y defectos que voy a imaginar.
Cualidades o virtudes
Me parece que sus principales virtudes eran las siguientes:
- Amor apasionado
a Jesús hasta el incondicional seguimiento; perfecta caridad hasta el
punto de amar a todos sin apasionarse por nadie, perdonarlo todo y no
guardar en su corazón de oro rencor ni resentimiento.
- Caritativa
comprensión y firmeza dentro de la misericordiosa justicia.
- Sinceridad
para decir siempre la verdad con prudente caridad, porque aborrecía las
medias tintas y las “componendas”.
- Sencillez,
como la de un niño inocente, que no conoce dobles intenciones, paréntesis
rebuscados, ni puntos suspensivos, cargados de misterios fingidos.
- Generosidad
y desprendimiento, capaz de darlo todo y quedarse sin nada.
- Abnegación
para el trabajo incansable, sin regatear esfuerzo en la entrega a los
demás;
Por estas y otras muchas excelentes virtudes
inspiraba confianza y seguridad a todos los que estaban a su lado.
Defectos
Era un apóstol, santo por los cuatro costados, pero con algunos defectos temperamentales y morales, entre los que destacamos los que yo me imagino:
- Demasiada
seguridad natural en sí mismo con autosuficiencia y confianza exagerada en
sus propias fuerzas.
- Energía
de carácter con prontos temperamentales en las decisiones.
- Precipitación
en realizar muchas obras, sin el debido sosiego.
En su destacada personalidad se daban alternativamente cualidades y defectos contrapuestos:
Contraste de
cualidades y defectos
- Valentía
en actos reflejos y miedo en momentos de reflexión.
- Fortaleza
instintiva y debilidad inconsciente.
- Soberbia
psicológica y profunda humildad virtuosa.
- Espontaneidad
infantil y reflexión madura.
- Precipitación
y sensatez.
- Prisas
temperamentales para hacer cosas y paciencia para esperar;
- Audacia
y timidez.
- Actividad
exuberante y pasividad perezosa.
- Amabilidad
educada por fuera y vergüenza superada por dentro.
- Frialdad
o indiferencia aparente y tremendamente apasionado en el corazón por
dentro.
- Dureza
de carácter y piadosamente humano y comprensivo.
Luchaba por vencer sus pasiones, superándose a sí
mismo en el camino de la perfección evangélica.
En el momento de fervoroso entusiasmo de la Santa Cena estaba ilusamente
seguro de sí mismo hasta el punto de dar la vida por Cristo en cualquier
momento, si fuera preciso, confiando en fuerzas humanas que no tenía (Jn 13,37-38; Jn 13,37-38; Mt 26,72); y
luego, ante la acusación de una simple criada del palacio del Sumo Sacerdote y
otros testigos negó al Maestro muchas
veces en tres ocasiones diferentes (Mt
26,72
Así es como yo imagino a San Pedro, el Apóstol de
Jesucristo, primer Papa de la Historia de la Iglesia.
El santo es un hombre perfectible que se hace perfecto
con la gracia de Dios y su esfuerzo personal en la lucha de la vida. La
santidad es una empresa limitada entre Dios y el cristiano en la que Dios pone
el capital de la gracia y el hombre el trabajo. Los defectos temperamentales no
siempre obstruyen la circulación de la gracia sino que reconocidos, trabajados
por ser superados y confesados, se convierten
en méritos. Algunos están tan arraigados en la constitución de la
naturaleza del hombre que no se pueden extirpar del todo en la vida, pero no
son evaluados por Dios, como ofensas, sino como premios por la lucha que se
mantiene por conseguir la santidad.
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