sábado, 27 de abril de 2024

Quinto domingo de Pascua. Ciclo B

 


Dice un refrán castellano, que es de sentido común,  que obras son amores y no buenas razones. El amor no se dice, se demuestra, se expresa, como nos dice el apóstol San Juan en la segunda lectura de la liturgia de la Palabra del V domingo de Pascua que estamos celebrando: No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad.  El amor va a ser el tema de la homilía de hoy.

¿Qué es el amor?

La palabra amor es, sin duda, una de las palabras más usadas por todos los hombres en el lenguaje popular, artístico, literario, poético, humano, religioso y místico, pero con sentido muy diferente. Para una gran mayoría del vulgo paganizado amor se identifica con egoísmo, pasión, sexualidad; y es un error, porque el que en el amor busca su propio interés, no ama, se ama, y amar es más darse y dar que recibir. El egoísmo bien entendido, como bien integral de la persona, pasión y sexualidad son factores complementarios del amor, pero no sólo y exclusivamente amor.

El amor artístico, literario, poético es una vocación, un instinto, un gusto más que amor en sí mismo, porque amar es sentir una atracción hacia una persona y expresarla principalmente con obras, y no de palabra solamente.

El amor humano, verdadero, auténtico, es un sentimiento profundo que nace en el corazón, de manera instintiva y misteriosa, se siente  se vive, se escribe, se poetiza, se canta, tiene diversas maneras de expresión, pero difícilmente se define. En el amor de pareja es entrega, sacrificio, recompensa, mutua intercomunicación de bienes, comunicación de vida, pues el que ama y no se siente amado, ama solitariamente con amor idílico, poético, platónico. El amor al hombre por el hombre, fundado en sus valores o en sus debilidades es un amor filantrópico; y por razones políticas, económicas o sociales es un amor político, personal más que altruista, más o menos interesado.

El amor religioso, cristiano, es espiritual, tiene su fundamento en una ideología, amor al prójimo por amor a Dios o a Cristo. No es necesario que sea mutuo ni sentido, pues el motivo supremo por el que se ama es Dios. El cristiano debe amar al hermano, aunque no sienta amor hacia él, experimente cierta repugnancia, sea o no amado por él, incluso odiado, porque el amor cristiano consiste en amar a Dios y en Dios al hermano.

El amor cristiano, evangélico, es único, amor a  Dios, pero tiene dos expresiones distintas: amor a Dios en sí mismo y amor al prójimo por Dios. No existe amor verdadero a Dios sin amor al prójimo, pues quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano o le odia, miente, pues ese amor es enfermizo, esquizofrénico, psicopático, y en en mejor de los casos gusto personal, hobby. El amor a Dios es inseparable del amor al prójimo. De la misma manera el que ama al prójimo y prescinde del amor a Dios, ama humanamente, pero no cristianamente. Entre los dos extremos: amor a Dios sin amor al prójimo o amor al prójimo sin amor a Dios, es preferible amor al prójimo sin amor a Dios, pues el amor al prójimo, en algún sentido y de alguna manera es amor cristiano.

El amor a Dios consiste en el cumplimiento de la ley y en la aceptación de la voluntad divina que se manifiesta de muchas maneras y a través de múltiples acontecimientos, adversos o gozosos.

La ley que los cristianos tenemos que cumplir es el decálogo o los diez mandamientos revelados por Dios y entregados a Moisés en el monte Sinaí, que como todos sabemos por el catecismo se reducen a dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo.

Como somos hombres,  pecadores, el amor cristiano no es perfecto, sino defectuoso, con mezclas de ambigüedades, debilidades, egoísmos

¿Cuáles son las obras con las que tenemos que amar al prójimo?

En primer lugar, cumpliendo la justicia con caridad respecto de los deberes que tenemos con quienes nos obliga la ley o el compromiso libre que se haga. Pero no basta con esto, no podemos conformarnos con ser legalistas, como los buenos hombres, cumplidores rigurosos de la ley, es necesario además demostrar que somos cristianos, haciendo todo el bien que se pueda por amor a Dios, empleando mi tiempo libre en hacer obras buenas a favor de la Iglesia o en obras de caridad o apostolado.

En hacer el bien tiene que haber cierta jerarquía, primero la obligación y después la devoción, primero la justicia con caridad y no la caridad sin justicia. 

sábado, 20 de abril de 2024

Cuarto domingo de Pascua. Ciclo B

 

¿Quién es el buen pastor?

A esta pregunta muchos o todos habéis respondido mentalmente, tal vez: Jesucristo. Y es verdad, Jesucristo es el buen Pastor; es, no fue, no en pasado, sino en presente también, porque Cristo no es como un personaje más de la Historia que vivió entre los hombres, hizo grandes obras y dejó su memoria en recuerdos escritos, como puede ser el caso de San Juan de la Cruz, por decir un ejemplo.

Cristo es un personaje actualizado que está vivo siempre entre los hombres, en la Iglesia. En su tiempo predicó personalmente el Evangelio, realizó milagros o signos de su divinidad, fundó la Iglesia, instituyó los Sacramentos y después de sufrir una pasión inimaginable murió por todos los hombres en la cruz y resucitó, cumpliendo de esta manera su palabra de que el buen pastor da la vida por sus ovejas.

Realizada la misión de Redentor que le encomendó el Padre en la Tierra, ascendió a los Cielos y en unión con Él y la fuerza del Espíritu Santo, desde allí sigue siendo el Buen Pastor ministerialmente por medio de la Iglesia.

El Papa, Vicario de Cristo, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles, gobiernan la Iglesia.

El Papa es el buen Pastor en toda la Iglesia universal; y los Obispos son pastores propios en las diócesis, puestos por el Espíritu Santo, que el Papa les ha encomendado. Y todos, coordinados entre sí, unidos al Papa y bajo su obediencia, gobiernan la Iglesia en nombre de Cristo.

Pero como el obispo no puede estar presente en todas las partes de la Diócesis, nombra un delegado suyo, conocido con el nombre de párroco, que ayudado por vicarios parroquiales o coadjutores en parroquias importantes, como es la nuestra, bajo su obediencia gobierna una parcela de la Diócesis, llamada Parroquia, que el Obispo le ha encomendado.

En tareas apostólicas diocesanas, extraparroquiales, el Obispo nombra delegados para que, en su nombre y bajo su obediencia, atiendan las distintas necesidades eclesiales que se presenten en cada momento y en cada diócesis.

Luego también ahora como entonces, en sentido propio, Cristo es el buen pastor de la Iglesia que él fundó.

sábado, 13 de abril de 2024

Tercer domingo de Pascua. Ciclo B

 


En la primera lectura de la liturgia de la Palabra de hoy, tercer domingo de Pascua,  el libro de los Hechos de los Apóstoles nos cuenta el milagro que hizo Pedro en la puerta Hermosa del templo. Sucedió de esta manera.

Un día subían Pedro y Juan al templo de Jerusalén a la oración de media tarde, y vieron traer a un lisiado de nacimiento que lo colocaron a la puerta del templo, como todos los días, para que pidiera limosna a los que entraban. Al ver entrar en el templo a Pedro y Juan, les pidió limosna. Pedro, con Juan a su lado, se le quedó mirando y le dijo:

- Míranos.

El lisiado clavó sus ojos en los de ellos, esperando que le darían algo. Entonces Pedro le dijo:  

 - Plata y oro no tengo, lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesús Mesías, el Nazareno, echa a andar. Y agarrándolo de la mano derecha, lo incorporó; y el lisiado se puso en pie de un salto, echó a andar y entró con ellos en el templo por su pie, dando brincos y alabando a Dios.

La gente al ver este milagro, comprobó que el lisiado era el mismo que pedía limosna en la puerta Hermosa del templo, y quedó desconcertada y estupefacta ante lo sucedido. Pedro al ver a tanta multitud, dijo:

- El milagro que habéis visto, no lo hecho yo por mi propio poder, sino por el poder de Jesús de Nazaret a quien vosotros matasteis y Dios lo resucitó. Sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo. Esto ocurrió para que se cumplieran las Escrituras. Por tanto: “arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados” (Hech 3,1-19).

Este último versículo me va a servir de tema para hablaros hoy brevemente del sacramento de la Penitencia, que también es conocido con el nombre de Sacramento de conversión, porque en él se realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión, la vuelta al Padre del que el hombre se había alejado por el pecado (Cat 1423).

La primera conversión del cristiano tuvo lugar en el sacramento del bautismo, que convierte el hombre, nacido en pecado, en hijo de Dios renacido en gracia. El bautismo borra el pecado original y todos los pecados personales, pero no quita la concupiscencia que permanece en el bautizado, es decir, la inclinación al pecado contra el que hay que luchar, utilizando constantemente la penitencia interior o conversión del corazón, expresada con gestos y obras de penitencia (Cat 1430). La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, que comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia (Cat 1431).

Son muchas las expresiones de penitencia que se pueden hacer, pero las principales recomendadas por la Sagrada Escritura y los Santos Padre se pueden reducir a tres: ayuno, oración y limosna.

En la práctica el ayuno se debe ejercitar principalmente en la mortificación en las comidas, en la convivencia de la vida ordinaria en familia, en el trabajo y en la sociedad, aprovechando las pequeñas mortificaciones que surgen sobre la marcha.

La penitencia de la  oración consiste en no dejarla nunca, aunque no se tenga gana, nada se sienta, parezca que se pierda el tiempo, con el método que a cada uno mejor le vaya. Se recomienda la lectura o meditación de la Sagrada Escritura, la oración de la liturgia de las Horas, el rezo del padre nuestro, del avemaría, de la salve y de otras oraciones; y se aconseja el estilo de comunicarse con Dios que cada uno tenga, sabiendo por fe que Dios siempre nos escucha y nos concede lo que más necesitamos en orden a la vida eterna.

La penitencia de la limosna se ha de hacer dando a los pobres limosnas, encauzadas y dirigidas por la Iglesia o Centros benéficos, para pedir gracias al Señor, agradecer favores o en reparación de los pecados cometidos.

La segunda conversión se realiza en el sacramento de la Penitencia, porque convierte el pecador muerto a la vida de la gracia por el pecado grave o mortal en hijo de Dios por la gracia; o al pecador en estado de pecados veniales  en hijo de Dios restaurado de sus culpas. La Penitencia reconcilia al pecador  con Dios y con la Iglesia, si está en pecado grave, o lo perfecciona, si lo recibe en estado de gracia, es decir, sin pecados mortales.

Tres actos son necesarios para recibir el perdón de los pecados por parte del penitente: la contrición, confesión de los pecados y satisfacción.

La contrición puede ser perfecta, dolor de haber ofendido a Dios que brota del amor de Dios amado sobre todas; o imperfecta que nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador (Cat 1452-1453).

La confesión de los pecados mortales es esencial para recibir el perdón de Dios. Sin ser estrictamente necesaria la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (Cat 1458).

 

sábado, 6 de abril de 2024

Segundo domingo de Pascua. Ciclo B

 


Son muchas las ideas que se pueden sacar de la liturgia de la Palabra para alimentar la fe de los fieles. Yo para pronunciar la homilía de hoy elijo tres: dos de la primera lectura: comunión de fe y comunión en el intercambio de bienes; y una del Evangelio: el Sacramento del perdón. 


Primera lectura (Hch 4,32-35)           

Los cristianos de la primera Comunidad de Jerusalén pensaban y sentían lo mismo; y lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, de manera que ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían y entregaban el dinero a disposición de los Apóstoles, nos dice la primera lectura de la liturgia de la Palabra de hoy.

Este texto nos enseña dos cosas importantes que todos tenemos que copiar para vivir en plenitud nuestra vocación cristiana: Comunión en la fe y comunión en el intercambio de bienes materiales.

COMUNIÓN EN LA FE

El catecismo de la Iglesia Católica resume la fe en cuatro partes principales: símbolo de la fe, sacramentos de la fe, vida de la fe en el cumplimiento de los mandamientos, oración en la vida de la Iglesia. Dicho de otra manera, como se hacía antes en los antiguos catecismos: verdades que tenemos que creer, mandamientos que tenemos que cumplir, sacramentos que tenemos que vivir y oraciones que tenemos que rezar.

- La profesión de fe bautismal: la fe en un solo Dios Padre todopoderoso, el Creador; en Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor y Salvador; y en el Espíritu Santo y en la Iglesia Católica.

- Los sacramentos de la fe: la salvación de Dios hecha presente en la liturgia de la Iglesia, principalmente en los siete sacramentos.

- La vida de fe: en el cumplimiento de los mandamientos;

- La oración en la vida de fe: la importancia de la oración en la vida de la Iglesia, principalmente la oración del padrenuestro.

La fe que hay que creer y vivir se encuentra enseñada y explicada en el Catecismo de la Iglesia Católica del Papa Juan Pablo II, y no en libros publicados sin censura eclesiástica, en doctrinas arbitrarias de teólogos, en revistas y periódicos profanos y eclesiásticos.

COMUNIÓN EN EL INTERCAMBIO DE BIENES MATERIALES 

Los cristianos tenemos que compartir con todos nuestros hermanos creyentes nuestra fe y nuestros bienes.  Ayudar a la Iglesia en sus necesidades no es un consejo de la Santa Madre Iglesia,  sino un  precepto, que  se puede cumplir dando generosamente dinero en las colectas que hace la Iglesia, echando unas pesetas en los cepillos, encendiendo unas velas en los lampadarios, haciendo una suscripción periódica para la financiación de la Iglesia, dando donativos voluntarios a la Iglesia, aportando una cantidad de dinero con motivo de recibir sacramentos u otros servicios.  

En una consagración de mayor perfección evangélica de vida consagrada se vive el voto de pobreza teniendo todas las cosas en común, al estilo de las primeras comunidades de la Iglesia, como medio de santificación y testimonio de desprendimiento y despego de las cosas de este mundo. 

Tercera lectura (Jn 20,19-31) 

El Evangelio de hoy nos habla de la institución del sacramento de la Penitencia, que nos regaló el Padre por medio de Jesús. Dios nos ama porque somos hijos suyos y además nos ama perdonándonos nuestros pecados. El perdón, por consiguiente, es el amor de Dios multiplicado por dos. 

Nos habla también de la incredulidad del apóstol Tomás en la resurrección de Jesús. Para creer, necesitaba ver en las manos crucificadas de Jesús la señal de los clavos y meter el dedo en sus llagas y la mano en su costado. Y Jesús, comprensivo y bondadoso, le reprende cariñosamente apareciéndose otra vez a sus discípulos, estando Tomás presente y le dijo: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.

Tomás avergonzado de su falta de fe dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Y terminó Jesús diciendo:
- ¿Por qué me has visto has creído? Dichoso los que crean sin haber visto.

El sacramento de la penitencia que nos perdona los pecados es un de los siete sacramentos instituidos por Jesucristo. Es necesario confesarse  para recibir cualquier otro sacramento, por ejemplo el sacramento de la Unción de enfermos, si no se está en estado de gracia. Digamos unas palabras sobre este sacramento.

La Unción de enfermos es uno de los siete sacramentos instituidos por Jesucristo y ha sido administrado, desde tiempos antiguos, en la Tradición de la Iglesia.

No es el sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida, sacramento de moribundos solamente, ni un sacramento que se administra cuando la medicina no tiene nada que hacer con los enfermos. Es el sacramento de la enfermedad, sacramento de vida para los que se encuentran seriamente afectados por la enfermedad. No es, de ningún modo, el anuncio de la muerte porque la medicina no tiene ya nada que hacer.