sábado, 13 de abril de 2024

Tercer domingo de Pascua. Ciclo B

 


En la primera lectura de la liturgia de la Palabra de hoy, tercer domingo de Pascua,  el libro de los Hechos de los Apóstoles nos cuenta el milagro que hizo Pedro en la puerta Hermosa del templo. Sucedió de esta manera.

Un día subían Pedro y Juan al templo de Jerusalén a la oración de media tarde, y vieron traer a un lisiado de nacimiento que lo colocaron a la puerta del templo, como todos los días, para que pidiera limosna a los que entraban. Al ver entrar en el templo a Pedro y Juan, les pidió limosna. Pedro, con Juan a su lado, se le quedó mirando y le dijo:

- Míranos.

El lisiado clavó sus ojos en los de ellos, esperando que le darían algo. Entonces Pedro le dijo:  

 - Plata y oro no tengo, lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesús Mesías, el Nazareno, echa a andar. Y agarrándolo de la mano derecha, lo incorporó; y el lisiado se puso en pie de un salto, echó a andar y entró con ellos en el templo por su pie, dando brincos y alabando a Dios.

La gente al ver este milagro, comprobó que el lisiado era el mismo que pedía limosna en la puerta Hermosa del templo, y quedó desconcertada y estupefacta ante lo sucedido. Pedro al ver a tanta multitud, dijo:

- El milagro que habéis visto, no lo hecho yo por mi propio poder, sino por el poder de Jesús de Nazaret a quien vosotros matasteis y Dios lo resucitó. Sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo. Esto ocurrió para que se cumplieran las Escrituras. Por tanto: “arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados” (Hech 3,1-19).

Este último versículo me va a servir de tema para hablaros hoy brevemente del sacramento de la Penitencia, que también es conocido con el nombre de Sacramento de conversión, porque en él se realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión, la vuelta al Padre del que el hombre se había alejado por el pecado (Cat 1423).

La primera conversión del cristiano tuvo lugar en el sacramento del bautismo, que convierte el hombre, nacido en pecado, en hijo de Dios renacido en gracia. El bautismo borra el pecado original y todos los pecados personales, pero no quita la concupiscencia que permanece en el bautizado, es decir, la inclinación al pecado contra el que hay que luchar, utilizando constantemente la penitencia interior o conversión del corazón, expresada con gestos y obras de penitencia (Cat 1430). La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, que comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia (Cat 1431).

Son muchas las expresiones de penitencia que se pueden hacer, pero las principales recomendadas por la Sagrada Escritura y los Santos Padre se pueden reducir a tres: ayuno, oración y limosna.

En la práctica el ayuno se debe ejercitar principalmente en la mortificación en las comidas, en la convivencia de la vida ordinaria en familia, en el trabajo y en la sociedad, aprovechando las pequeñas mortificaciones que surgen sobre la marcha.

La penitencia de la  oración consiste en no dejarla nunca, aunque no se tenga gana, nada se sienta, parezca que se pierda el tiempo, con el método que a cada uno mejor le vaya. Se recomienda la lectura o meditación de la Sagrada Escritura, la oración de la liturgia de las Horas, el rezo del padre nuestro, del avemaría, de la salve y de otras oraciones; y se aconseja el estilo de comunicarse con Dios que cada uno tenga, sabiendo por fe que Dios siempre nos escucha y nos concede lo que más necesitamos en orden a la vida eterna.

La penitencia de la limosna se ha de hacer dando a los pobres limosnas, encauzadas y dirigidas por la Iglesia o Centros benéficos, para pedir gracias al Señor, agradecer favores o en reparación de los pecados cometidos.

La segunda conversión se realiza en el sacramento de la Penitencia, porque convierte el pecador muerto a la vida de la gracia por el pecado grave o mortal en hijo de Dios por la gracia; o al pecador en estado de pecados veniales  en hijo de Dios restaurado de sus culpas. La Penitencia reconcilia al pecador  con Dios y con la Iglesia, si está en pecado grave, o lo perfecciona, si lo recibe en estado de gracia, es decir, sin pecados mortales.

Tres actos son necesarios para recibir el perdón de los pecados por parte del penitente: la contrición, confesión de los pecados y satisfacción.

La contrición puede ser perfecta, dolor de haber ofendido a Dios que brota del amor de Dios amado sobre todas; o imperfecta que nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador (Cat 1452-1453).

La confesión de los pecados mortales es esencial para recibir el perdón de Dios. Sin ser estrictamente necesaria la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (Cat 1458).

 

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