sábado, 25 de mayo de 2024

Santísima Trinidad. Ciclo B

 


Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, misterio absoluto que supera la capacidad cognoscitiva del ser humano, y de toda criatura creada inteligente, si existe, o creable, porque es evidente que el conocimiento de Dios, Ser eterno, infinitamente perfecto, no cabe dentro del entendimiento creado. Es una verdad revelada que no se puede conocer ni antes ni después de la Revelación, pues es objeto de la fe.

El misterio, como todos sabemos, consiste en creer que en Dios hay tres personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, verdad que no contradice el conocimiento de la razón sino que lo supera. La fe no afirma que un ser es igual a tres o que tres es igual a uno, repugnancia matemática, sino que en un Ser, trascendente, eterno, hay tres personas realmente distintas.

Los conceptos humanos no son válidos para el conocimiento de Dios, que sólo puede ser conocido por el hombre a través de analogías, metáforas, comparaciones, que jamás explicarán la naturaleza de Dios y la realidad de Persona en Dios. En el Cielo veremos y comprenderemos el misterio de la Santísima Trinidad por medio de la visión intuitiva, que eleva la potencia natural del entendimiento humano para conocer y comprender las realidades divinas, que son verdades que, por sí mismas, superan la posibilidad del saber humano.

Pero es evidente que Dios en su Ser y obrar jamás puede ser conocido como es totalmente en sí mismo en la única naturaleza divina de trinidad de Personas. Sólo Dios puede ser conocido por sí mismo, porque la eternidad del Ser no cabe dentro de la inteligencia del ser creado.

De igual manera, las verdades de fe de la Iglesia Católica se saben, se creen y se viven, pero no se entienden. Pongamos un ejemplo, por aquello de que para muestra basta uno botón. En este momento, estamos celebrando la santa misa, que sabemos que es la repetición y actualización mística del sacrificio que Jesús ofreció al Padre en el calvario, como víctima y sacerdote en el altar de la cruz, para la redención de los pecados de todos los hombres. Sin embargo, la visión humana de la misa y su conocimiento no parece otra cosa que una ceremonia religiosa, una actuación sagrada o un sacramento ritual.

La fe, hermanos, es un conocimiento infalible, porque se basa en Dios, que no puede engañarse ni engañarnos, y es superior al conocimiento humano metafísico, porque pocas verdades de las ciencias humanas son ciertas, pues la mayoría son subjetivas, circunstanciales, variables, y dependen de muchos factores, de la cultura de los tiempos, lugares y personas, conforme al dicho popular de que "nada es verdad ni mentira, pues todo depende del cristal con que se mira".

La Santísima Trinidad es el fundamento de toda la fe de la Iglesia, que en síntesis está contenida en el credo que rezamos en la santa misa, creemos y vivimos a lo largo de nuestra vida cristiana, y nos enseña el magisterio perenne e infalible de la Iglesia: el conocimiento de Dios en su misma esencia trinitaria; la creación del universo, del hombre y su finalidad; la historia del pecado original; el objeto de la Redención; la naturaleza de la Iglesia Católica, Sacramento universal de salvación; la existencia de los sacramentos y su funcionalidad; los mandamientos que tenemos que cumplir; la necesidad y eficacia de la oración, etc.

Las acciones del misterio de la fe son trinitarias, comunes a cada una de las divinas Personas, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, pero se atribuye al Padre la Creación, al Hijo la Redención y al Espíritu Santo la santificación, aunque las tres divinas personas son creadoras, redentoras y santificadoras.

Y, por último, la Santísima Trinidad es el principio de la vida cristiana y de toda vida apostólica. En efecto, cuando rezamos en privado o en público invocamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para que nos asista en nuestras peticiones y santos deseos; cuando nos levantamos y nos acostamos lo hacemos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo con el fin de que nos acompañen en nuestra jornada y velen nuestro sueño; cuando bendecimos la mesa, invocamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para darle gracias por el alimento y pedirlo para quienes no lo tienen; cuando empezamos el trabajo, nos encomendamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo solicitando su asistencia en nuestras operaciones; y así en todos los actos de nuestra vida personal o comunitaria.

De igual manera, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo realizamos nuestro apostolado de la predicación de la Palabra de Dios, de la catequesis, o de cualquier acción apostólica, caritativa, incluso el ejercicio de la vida ordinaria. Y también en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo celebramos todos los sacramentos.

La acción sacramental es una acción trinitaria, pues se bautiza en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; se confirma en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; se perdonan los pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; se actualiza y representa el sacrificio de Jesús en la Eucaristía, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; los sacerdotes son consagrados por el Obispo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; el cristiano, gravemente enfermo, es ungido con la unción de los enfermos para hacer el viaje al Cielo, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y, por fin, cuando los novios dan su consentimiento para vivir en comunidad matrimonial de sacramento, lo hacen en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Además, en esta fiesta de la Santísima Trinidad, podemos considerar la dulce y consoladora verdad de la inhabitación de la Santísima trinidad dentro del alma del justo, verdad revelada en muchos textos del Nuevo Testamento. Es doctrina evangélica y verdad enseñada por el magisterio de la Iglesia que cuando el hombre está en gracia de Dios, es decir, libre de pecado mortal, existe en el alma una participación analógica del ser de Dios, la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, no de manera pasiva o extática, sino realizando sus acciones propias trinitarias, siendo objeto de adoración y de experiencias místicas muy variadas con la explosión de los dones del Espíritu Santo y sus frutos.

El alma en ese estado de gracia, en cierto sentido, se convierte en el cielo de la fe, con la esperanza de ser algún día cielo de la visión y gozo de Dios. Es como si el cielo de los ángeles y de los santos se trasladara al cielo del alma, con la potencia de vivir algún día en el Cielo en la visión y gozo pleno de la Santísima Trinidad.

sábado, 18 de mayo de 2024

Pentecostés. Ciclo B

 


Hoy celebramos la Solemnidad de Pentecostés, día en que el Espíritu Santo vino sobre los Apóstoles: el comienzo oficial de la Iglesia Católica.          

Sucedió este hecho cincuenta días después de resucitar Jesús y de manera espectacular, como nos refiere el Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hech 2,1-11). De repente, dentro de la casa donde se encontraban los discípulos reunidos, que probablemente era el Cenáculo, se oyó un ruido espantoso, como de un viento recio, y aparecieron unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Con estos símbolos de viento y lenguas de fuego se significaba la infusión del Espíritu Santo en cada uno de los Apóstoles. Entonces, se produjo milagrosamente el hecho de cada Apóstol hablaba en la lengua que el Espíritu Santo le sugería, de manera que todos los oyentes, que eran muchos y de distintas lenguas, les entendían en su propio idioma con la admiración y el espanto de todos.

Aprovechando esta fiesta singular, os voy a hablar brevemente de los dones del Espíritu Santo.

Para mejor entender este tema, me parece conveniente recordar lo que todos sabemos, el significado de don. 

Don, en general, es un regalo que una persona hace a otra por liberalidad, es decir porque quiere, y por benevolencia, es decir, con el fin de hacer bien a la persona que recibe gratuitamente el don. Se excluye, por tanto, toda obligación de justicia o recompensa por un trabajo que se hace.

Empezamos por decir que el Espíritu Santo, como Persona, es Dios, igual que el Padre y el Hijo, que son tres Personas distintas y solo Dios verdadero en la Santísima Trinidad, como sabemos por el catecismo elemental. Las tres divinas Personas realizan las mismas operaciones, pero a cada una de Ellas se le atribuye una acción específica diferente: al Padre  la Creación, al Hijo la Redención y al Espíritu Santo la santificación de la Iglesia. Pero las tres  Personas, como Dios, crean, redimen y santifican.

La liturgia llama al Espíritu Santo el don de Dios altísimo, como Persona en el seno íntimo de la Santísima Trinidad, que es Amor, el Dios Santificador, porque santifica o vivifica a todos los hombres, como si fuera el alma de la Iglesia, de manera parecida a como el alma vivifica el cuerpo. Por tanto, el Espíritu Santo es en sí mismo DON PERSONAL.

Del Espíritu Santo, como don en sí mismo personal, proceden todos los dones o bienes que existen, tanto en el orden natural como sobrenatural, que no son otra cosa que efectos totalmente gratuitos del infinito amor con que Dios nos ama trinitariamente. Por consiguiente, en sentido amplio, se puede decir que todo lo bueno que hemos recibido de Dios es don del Espíritu Santo. La Creación entera, el Universo, con todos los seres que existen, visibles e invisibles, son regalos de Dios Uno y Trino, dones físicos del Espíritu Santo. Pero en sentido teológico propio los dones que el Espíritu Santo nos regala son humanos, es decir se refieren al hombre. Se pueden clasificar en tres grupos:

- dones naturales  humanos, corporales y espirituales, no sobrenaturales, que el Espíritu Santo concede a los hombres en su propio ser, en el cuerpo y en el alma, como por ejemplo la belleza, la fortaleza, la salud, la buena voz, las distintas aptitudes para realizar bien cosas pronto y con eficacia, el talento, memoria, sentido del arte en todas sus dimensiones etc...

- dones sobrenaturales que son las gracias actuales que el Espíritu Santo regala a los hombres, de maneras muy diferentes y de modo misterioso,  que superando la capacidad del ser humano, no pertenecen al complejo sobrenatural de la gracia.

- y dones del Espíritu Santo en sentido propio que forman parte del complejo sobrenatural de la gracia.

Cuando recibimos el bautismo el Espíritu Santo nos infunde un organismo sobrenatural compuesto de gracia, fundamento de la vida espiritual, virtudes que son las potencias de operación sobrenatural y los dones del Espíritu Santo, como instrumentos de perfección o santidad.

De estos dones vamos a  hablar brevemente.

Existencia de los dones del Espíritu Santo

Por la simple razón humana no se puede conocer la existencia de los dones del Espíritu Santo, sino por revelación. Los Catecismos de todos los tiempos, incluido también el Catecismo de la Iglesia Católica de Juan Pablo II, enseñan que son siete: “don de sabiduría, don de entendimiento, don de consejo, don de fortaleza, don de ciencia, don de piedad y don de temor de Dios. Estos dones completan y llevan a la perfección las virtudes de quienes los reciben y hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud las inspiraciones divinas”, como nos dice el Catecismo de Juan Pablo II (Cat 1831).

El fundamento de estos dones está basado en el profeta Isaías: “Espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejero y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Dios (Is 11,2). Falta el don de piedad, que ha sido incorporado por la doctrina de la Iglesia y de los teólogos escolásticos.

El Espíritu Santo santifica con sus siete dones, pero también  con otros que la ciencia teológica no conoce, pues la infinita sabiduría y omnopotencia de Dios no se puede ceñir solamente a siete modos de santificar. Definamos cada uno de ellos, aunque no los expliquemos por razón del tiempo. 

  • El don de sabiduría  no consiste en saber muchas cosas de Dios, en dominar la sabiduría teológica, sino en saborear los misterios de Dios por fe o con consolaciones.
  • El  don de entendimiento hace que la inteligencia de quien lo posee se llene del Espíritu Santo y discurra siempre sobre las verdades de fe, de manera que, sin estudios especiales, penetre y explique los misterios de Dios.
  • El don de consejo comunica la ciencia de aconsejar bien en todos los problemas que se relacionan con la virtud, en orden a la santificación y la vida eterna,  incluso también en los asuntos humanos.
  • El don de fortaleza potencia al cristiano para defender la fe, vivirla y soportar todo tipo de pruebas y dificultades de la vida.
  • El don de piedad excita en la voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios, considerado como Padre, y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres, en cuanto hermanos nuestros e hijos de Dios Padre.
  • El don de temor de Dios regala al cristiano docilidad especial para someterse totalmente a la voluntad de Dios, cumpliendo los mandamientos, con temor al propio pecado, que puede merecer el castigo justo de Dios.

El Apóstol San Pablo, en la segunda lectura de la liturgia de hoy, nos dice que hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Por consiguiente, los dones del Espíritu Santo se conceden para el servicio de todos en funciones diferentes, es decir para el bien común de todos los miembros de la Iglesia, y no para uno mismo o en beneficio de unos cuantos.

Todos los cristianos, en virtud del sacramento del bautismo, como hemos dicho, poseemos todos los dones del Espíritu Santo, cuyo desarrollo depende de la medida del don que se nos regala y de la correspondencia que el cristiano lo secunda  con oración y obras buenas.

Los dones del Espíritu Santo son diferentes a los carismas, que son dones del Espíritu Santo también, pero que concede a unos cuantos en bien de la Iglesia, como son, por ejemplo,  las inspiraciones que los fundadores y otros cristianos reciben para fundar Institutos u obras de la Iglesia, a favor de algunos cristianos, no todos, para el bien de la Iglesia en general.

Pidamos al Espíritu Santo nos conceda la gracia de secundar con frutos los dones que hemos recibido del Espíritu Santo, con el fin de vivir en plenitud nuestra vocación cristiana, que es vocación de santidad. 

sábado, 11 de mayo de 2024

Ascensión del Señor. Pascua. Ciclo B

 




En la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hch 1,1-11) de la solemnidad de la Ascensión, que estamos celebrando, se nos dice que  mientras los Apóstoles miraban fijos al Cielo, viendo cómo Jesús se marchaba, una nube se lo quitó de la vista, y dos ángeles, en forma de hombres vestidos de blanco, se les aparecieron diciendo:

- Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse

 LOS CIELOS NUEVOS Y LA TIERRA NUEVA

 Está revelado y es doctrina de la Iglesia Católica que al fin de los tiempos, todas las cosas creadas del Universo serán transformadas en Cristo (Ef 1,10). La Creación entera se convertirá en “los nuevos cielos y la nueva Tierra”, de los que nos habla la Palabra de Dios (2 P 3,13;Apoc 21,1). Es decir vendrá el fin del mundo.

El Evangelio nos habla de este espectacular acontecimiento con imágenes vivas y espeluznantes que explican analógicamente la realidad de este suceso revelado, que ni siquiera se puede imaginar. ¿Cómo será? ¿Cuándo tendrá lugar? Nadie lo sabe, como nos dice el Evangelio:

“El sol se hará tinieblas, la luna no dará su esplendor, las estrellas caerán del Cielo, los astros se tambalearán... El día y la hora nadie los sabe, ni siquiera los ángeles del Cielo ni el Hijo, sólo y únicamente el Padre” (Mt 24,29-30.36)

Será, sin duda, ese singular acontecimiento un cambio radical y total del Cosmos y del mundo entero, cuya realidad deberá ser espantosa. Todos los astros: estrellas, planetas, satélites y demás cuerpos celestes que hay en el firmamento, que desconocemos y conocemos, sufrirán un cambio brusco en su ser y en su funcionamiento. Cesarán sus leyes físicas y serán sustituidas por otras metafísicas materiales de naturaleza desconocida, que el más sabio de los astrónomos no puede ni siquiera imaginar. La Tierra, el hermoso planeta azul en el que vivimos, santificado por la presencia de Jesús, en el que nació, vivió, murió y resucitó, sufrirá en sus entrañas una transformación espantosa en su constitución, en sus leyes y en su estructura exterior. La Tierra de entonces será sustancialmente la misma, pero perfeccionada al máximo, con características tal vez acomodadas para ser el habitáculo de los cuerpos gloriosos, como imaginan algunos teólogos. 

 Veamos lo que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica sobre este tema:

“La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo (2 P 3,13;Ap 21,1)...En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre... Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, “a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos”, participando en su glorificación en Jesucristo resucitado” (Cat 1046-1047).

“Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres” (GS,1)

LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

La creencia en la resurrección de los muertos forma parte integral de los artículos de la fe, como afirmamos en el Credo de la iglesia Católica que rezamos en la Santa Misa: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro” Nadie que se considere católico de manera consecuente puede negar la verdad revelada de que Cristo nos resucitará en el último día (Jn 6,39-40).

Cuando morimos, el alma se separa del cuerpo y es juzgada por Dios en juicio particular con sentencia eterna, que será confirmada públicamente delante de todos los hombres en el día del juicio universal, al final de los tiempos. Y el cuerpo, muerto para la vida, volverá a la tierra, de la que fue hecho, para esperar el día de la resurrección de los muertos.

Cuando llegue el último día, el fin del mundo, todos los muertos “resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Conc de Letrán IV: DS 801), transformado en  cuerpo de gloria (Flp 3,21), “en  cuerpo espiritual” (1 Co 15,44; Cat 999).

La resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:

“El Señor mismo, a la señal dada por la voz de un arcángel y al son de la trompeta de Dios, bajará del Cielo, y los muertos unidos a Cristo resucitarán (1 Ts 4,16; Cat  1001).

Nadie sabe el día en que este acontecimiento espectacular tendrá lugar, ni tampoco cómo, porque no ha sido revelado. Este hecho sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe” (Cat 1000).

Esta es la sustancia de la fe católica respecto del dogma de la resurrección de los muertos. Todas las demás explicaciones son teorías de teólogos que hacen sus propios discursos, más o menos fundados, sobre estas verdades innegables.

Santo Tomás de Aquino, y con él la mayoría de los teólogos, piensa que resucitará el mismo cuerpo que tenemos ahora con su propia materia, numéricamente la misma. “Para que resucite el mismo hombre numéricamente, no se requiere que todo cuanto estuvo materialmente en él durante la vida se tome de nuevo, sino solamente lo suficiente para completar su debida cantidad”.

El Catecismo de San Pío V que recoge las doctrinas del Concilio de Trento, dice que los cuerpos gloriosos gozarán de cuatro dotes principales:

 - impasibilidad” , “esto es una gracia y dote que hará que los cuerpos no puedan padecer ninguna molestia ni sentir dolor o incomodidad alguna; pues nada les podrá hacer daño, ni el rigor del frío, ni la fuerza del calor, ni el furor ni de las aguas”.

 -“Sutileza” o dote por el que el cuerpo glorioso “se sujetará completamente al imperio del alma, y le servirá y estará pronto a su arbitrio.

 -“Agilidad” “en virtud de la cual el cuerpo se verá libre de la carga que ahora le oprime; y tan fácilmente podrá moverse adonde quisiere el alma, que no será posible hallarse nada más veloz que su movimiento”.

El cuerpo glorioso podrá trasladarse a sitios remotísimos, atravesando distancias fabulosas con la velocidad del pensamiento. Sin embargo, este movimiento, aunque rapidísimo, no será instantáneo.

 - “Claridad”  por la que brillarán como el sol los cuerpos de los santos.

Será un resplandor supranatural con más luminosidad que la más brillante de las estrellas.

Al estar resucitado el cuerpo, los sentidos tendrán su propia gloria, de modo que cada uno podrá ejercer, si quiere, su propia función, en grado eminente con gozo accidental, pues la glorificación esencial consistirá en la visión, posesión y gozo de Dios totalmente y para siempre. Santo Tomás de Aquino llegó a decir que las cicatrices de las llagas de Cristo y las de los mártires resplandecerán en el Cielo como focos que proyectarán luz sin deslumbrar con brillo especial.



EL JUICIO FINAL

Transformadas todas las cosas, es decir, convertidas en los nuevos Cielos y la nueva Tierra, los vivos y muertos, justos y pecadores, resucitados, serán juzgados en un juicio universal para que toda la persona humana (cuerpo y alma) participe de la suerte eterna que haya merecido el día de su muerte en el juicio particular: Cielo o Infierno, pues el Purgatorio ya no existirá. Los que entonces vivan morirán y serán resucitados al momento, y los muertos anteriormente resucitarán también. Y, todos, sin saber cómo, compareceremos delante de Jesucristo para ser juzgados públicamente. No se conocen ni el lugar del juicio ni sus características. Será una confirmación de la sentencia definitiva del juicio particular, que será presenciada por todos los hombres. Todo sucederá en fracciones de segundos, sin sucesión de tiempo. Entonces resplandecerá claramente la infinita y bondadosa sabiduría de Dios, Creador y Redentor de todos los hombres y de todas las cosas. Luego, se clausurará el Reino de Cristo en la Tierra, que comenzó al principio del tiempo, preparado en el Antiguo Testamento, fundado por Jesucristo, consolidado con la venida del Espíritu Santo y continuado por la Iglesia hasta la Parusía. Y, por fin, Cristo Rey instaurará la Iglesia eterna, cuyo reino no tendrá fin.

Entonces, se revelarán todos los secretos de este mundo y misterios de los hombres y se comprobará con clarividencia que todo lo que sucedió en el tiempo fue según los designios de Dios y en conformidad con la libre elección del hombre. Conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia condujo todas las cosas a su último fin.

Este gran acontecimiento final del tiempo, lo describe así el Catecismo de la Iglesia Católica:

“La resurrección de todos los muertos, de los justos y de los pecadores” (Hech 24,15), precederá al juicio final. Este será la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5,28-29;Cat 1038).

“El juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena” (Cat 1039).

sábado, 4 de mayo de 2024

Sexto domingo de Pascua. Ciclo B

 


Dios es el Ser increado, eterno, Ser necesario que tiene en sí mismo la razón de existir y es la causa de todo lo creado. Por tanto, no cabe dentro del entendimiento humano, como no caben todas las aguas de los Océanos, mares y ríos que hay en la Tierra dentro de un dedal. Por tanto, no puede ser entendido por ninguna criatura racional, y menos ser definido. La definición más perfecta que conocemos sobre lo que es Dios nos la da el Apóstol San Juan en su primera carta, que hoy la liturgia de la Palabra del sexto domingo de Pascua nos refiere en la segunda lectura: Dios es Amor. Luego el amor, amor verdadero, auténtico, espiritual, divino, que procede de Dios es lo más grande que existe.

Dios ha demostrado su amor al hombre creándolo a su imagen y semejanza y redimiéndole del pecado por medio de su Hijo que padeció, murió y resucitó para hacerle partícipe de su vida divina eternamente en el Cielo. Y para que esta maravilla pudiera llevarse a cabo instituyó los sacramentos, medios de comunicación de la gracia que el cristiano necesita para ser salvado.

Cada sacramento es una gracia especial de Dios que produce el efecto que el que lo recibe necesita. El hombre que nace en pecado original, muerto a la vida sobrenatural de la gracia, en el Bautismo recibe el perdón de pecado original y de los pecados personales, si los tuviere,  y la sobrenaturaleza de la vida divina de la gracia, que es una participación de la misma naturaleza de Dios. En la Confirmación, el cristiano recibe la fortaleza del Espíritu Santo para vivir y defender su fe en medio de los múltiples peligros de la vida y tentaciones del enemigo. La Penitencia, sacramento de Reconciliación, perdona los pecados del hombre pecador y lo reconcilia con Dios y las Iglesia; la Eucaristía alimenta al hombre con el Cuerpo y la Sangre de Jesús para poder vivir en gracia y fortalecerse en sus debilidades espirituales; el Orden sacerdotal configura al cristiano en otro Cristo y le confiere poderes divinos para perdonar los pecados, consagrar el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús y para administrar la Unción de enfermos; y el matrimonio regala la gracia sacramental de Cristo a los que se unen en Cristo en una convivencia mutua cristiana de vida en orden a la procreación y educación de los hijos en familia cristiana.

Todos los sacramentos son pascuales en el sentido de que reciben toda su fuerza o gracia del misterio pascual de la Pasión y muerte del Señor. Pero de una manera especial, podríamos decir que la Unción de enfermos conforma al enfermo al misterio del dolor que Cristo padeció por nuestros pecados. En efecto, el enfermo se une a la pasión de Cristo y sufre con Él lo que faltaba a la pasión de Cristo en sus miembros. Cuando el enfermo sufre, con él sufre la Iglesia y se une al sufrimiento de Cristo con la esperanza de morir con Cristo y resucitar con Él.

La Unción de enfermos es un sacramento pascual no sólo porque lo estamos celebrando en tiempo de pascua, sino porque reproduce y actualiza el misterio pascual de la pasión y muerte del Señor, como sucede en cada uno de los sacramentos, con perspectiva a la Resurrección con Cristo. El Espíritu Santo por medio de este sacramento comunica la gracia sacramental al enfermo para pagar el débito de sus pecados, luchar contra las tentaciones y recibir el alivio y el consuelo  sufrir con Cristo.

La Unción de enfermos no ha de ser considerada como la extremaunción que se recibe en los últimos instantes de la vida, cuando ya la ciencia nada tiene que hacer y es inminente la muerte, sino una unción sobrenatural que recibe el enfermo, consciente de que se prepara jubilosamente para el encuentro con Cristo en la Tierra, que terminará en la resurrección eterna en el Cielo.