LOS CIELOS NUEVOS Y LA TIERRA NUEVA
El Evangelio nos habla de este espectacular acontecimiento con imágenes vivas y espeluznantes que explican analógicamente la realidad de este suceso revelado, que ni siquiera se puede imaginar. ¿Cómo será? ¿Cuándo tendrá lugar? Nadie lo sabe, como nos dice el Evangelio:
“El sol se hará tinieblas, la luna no dará su esplendor, las estrellas caerán del Cielo, los astros se tambalearán... El día y la hora nadie los sabe, ni siquiera los ángeles del Cielo ni el Hijo, sólo y únicamente el Padre” (Mt 24,29-30.36)
Será, sin duda, ese singular acontecimiento un cambio radical y total del Cosmos y del mundo entero, cuya realidad deberá ser espantosa. Todos los astros: estrellas, planetas, satélites y demás cuerpos celestes que hay en el firmamento, que desconocemos y conocemos, sufrirán un cambio brusco en su ser y en su funcionamiento. Cesarán sus leyes físicas y serán sustituidas por otras metafísicas materiales de naturaleza desconocida, que el más sabio de los astrónomos no puede ni siquiera imaginar. La Tierra, el hermoso planeta azul en el que vivimos, santificado por la presencia de Jesús, en el que nació, vivió, murió y resucitó, sufrirá en sus entrañas una transformación espantosa en su constitución, en sus leyes y en su estructura exterior. La Tierra de entonces será sustancialmente la misma, pero perfeccionada al máximo, con características tal vez acomodadas para ser el habitáculo de los cuerpos gloriosos, como imaginan algunos teólogos.
“La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo (2 P 3,13;Ap 21,1)...En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre... Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, “a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos”, participando en su glorificación en Jesucristo resucitado” (Cat 1046-1047).
“Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres” (GS,1)
LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS
La creencia en la resurrección de los muertos forma parte integral de los artículos de la fe, como afirmamos en el Credo de la iglesia Católica que rezamos en la Santa Misa: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro” Nadie que se considere católico de manera consecuente puede negar la verdad revelada de que Cristo nos resucitará en el último día (Jn 6,39-40).
Cuando morimos, el alma se separa del cuerpo y es juzgada por Dios en juicio particular con sentencia eterna, que será confirmada públicamente delante de todos los hombres en el día del juicio universal, al final de los tiempos. Y el cuerpo, muerto para la vida, volverá a la tierra, de la que fue hecho, para esperar el día de la resurrección de los muertos.
Cuando llegue el último día, el fin del mundo, todos los muertos “resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Conc de Letrán IV: DS 801), transformado en cuerpo de gloria (Flp 3,21), “en cuerpo espiritual” (1 Co 15,44; Cat 999).
La
resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
“El Señor mismo, a la señal dada por la voz de un
arcángel y al son de la trompeta de Dios, bajará del Cielo, y los muertos
unidos a Cristo resucitarán (1 Ts 4,16; Cat
1001).
Nadie sabe el día en que este acontecimiento espectacular tendrá lugar, ni tampoco cómo, porque no ha sido revelado. Este hecho sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe” (Cat 1000).
Esta es la sustancia de la fe católica respecto del dogma de la resurrección de los muertos. Todas las demás explicaciones son teorías de teólogos que hacen sus propios discursos, más o menos fundados, sobre estas verdades innegables.
Santo Tomás de Aquino, y con él la mayoría de los teólogos, piensa que resucitará el mismo cuerpo que tenemos ahora con su propia materia, numéricamente la misma. “Para que resucite el mismo hombre numéricamente, no se requiere que todo cuanto estuvo materialmente en él durante la vida se tome de nuevo, sino solamente lo suficiente para completar su debida cantidad”.
El Catecismo de San Pío V que recoge las doctrinas del
Concilio de Trento, dice que los cuerpos gloriosos gozarán de cuatro dotes
principales:
El cuerpo glorioso podrá trasladarse a sitios remotísimos, atravesando distancias fabulosas con la velocidad del pensamiento. Sin embargo, este movimiento, aunque rapidísimo, no será instantáneo.
Será un resplandor supranatural con más luminosidad que la más brillante de las estrellas.
Al estar resucitado el cuerpo, los sentidos tendrán su propia gloria, de modo que cada uno podrá ejercer, si quiere, su propia función, en grado eminente con gozo accidental, pues la glorificación esencial consistirá en la visión, posesión y gozo de Dios totalmente y para siempre. Santo Tomás de Aquino llegó a decir que las cicatrices de las llagas de Cristo y las de los mártires resplandecerán en el Cielo como focos que proyectarán luz sin deslumbrar con brillo especial.
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