Para vivir la
fe cristiana, por consiguiente, se necesitan prácticamente cuatro virtudes
morales, que son claves de la convivencia humana y cristiana: la humildad, la
comprensión, la paciencia caritativa y la unidad con el vínculo de la paz. Y la
razón suprema de estas virtudes esenciales es porque todos formamos un solo cuerpo vivificados por
un mismo Espíritu, tenemos una misma meta en la esperanza, un solo Señor, una
fe, un bautismo y un Dios Padre de todos, que lo trasciende todo, y lo penetra
todo, y lo invade todo.
Como es evidente, no es posible desarrollar tantas virtudes con tanto fundamento teológico en una breve homilía, porque hay tema para unos ejercicios espirituales o ciclo de conferencias evangélicas. Por eso, dejando sin tratar la comprensión, la paciencia y la unidad como vínculo de la paz, voy a fijar mi atención en la virtud de la humildad, como tema de esta homilía: la humildad.
¿Qué es la humildad?
La humildad
es la base de la santidad, el fundamento sobre el que se edifican las demás
virtudes, la piedra angular de la vida cristiana, el cimiento de la santidad.
De la misma manera que no se puede edificar en firme, si no hay cimentación,
así tampoco se puede edificar la santidad, si no hay humildad. Lo que es el
fundamento a la edificación es la humildad a la santidad. Si queremos un
edificio de rascacielos es necesario una profunda y consistente cimentación de
subsuelo. Si queremos un santo de planta baja, con poca cimentación basta. Así
pasa con la santidad. Si queremos un santo de un solo piso, con la humildad
común es suficiente, pero si queremos un santo de altura, de rascacielos, es
necesario una humildad de profundidad consistente. El Evangelio nos dice que el
que edifica sobre roca, el edificio se perpetúa; en cambio, el que edifica
sobre arena, el edificio se desmorona, porque las aguas socavan el edificio y
se hunde. De la misma manera, el que intenta edificar una santidad sin humildad
es como quien quiere edificar la santidad sobre la arena movediza de actos
piadosos; en cambio el que edifica sobre la roca de la humildad, se santifica.
San Agustín decía: El que quiera ser santo que sea humilde, el que quiera ser
más santo sea más humilde y el que quiera ser muy santo que sea muy humilde.
De entre las
distintas definiciones que los teólogos y santos nos han facilitado sobre la
humildad, a mí la que más me gusta y me parece la más práctica y acertada con
profundo sentido de sencillez teológica es la que nos ha dejado la doctora
mística de Avila, Santa Teresa de Jesús: “La humildad es andar en la verdad”.
Andar en la
verdad implica primero reconocer la realidad de lo que uno es y luego
consecuentemente proceder conforme a esa
realidad. ¿Qué es el hombre? En cuanto a su propio origen, un ser que ha
recibido de Dios todo lo que es: creación de la materia o barro en cuanto al cuerpo
y creación de la nada en cuanto al alma; un hombre creado por Dios a su imagen
y semejanza y, en cristiano, un hijo de Dios elevado al orden sobrenatural de
la gracia, que participa de la misma naturaleza divina; y en cuanto a su
realidad histórica pecado y obra meritoria personal de naturaleza o gracia. El
hombre, ser moralmente responsable, por ser libre, merece premio o castigo por
la obras que hace. Y, por tanto, en cuanto a su proceder es por su propia parte
propia pecado y obra buena por la gracia de Dios. Todo lo bueno que es lo ha
recibido en la naturaleza o en la gracia. Consecuentemente su ser es de Dios y
su buen obrar de la gracia divina, de modo sobrenatural o de modo natural. El
hombre con sus fuerzas naturales puede realizar obras, humanamente buenas, pero
con el concurso de la gracia de la naturaleza; y obras sobrenaturales, que
merecen cielo, con la fuerza de la gracia divina y su esfuerzo humano.
Por
consiguiente, si el hombre todo lo bueno que es, lo ha recibido, o es
personal, con la gracia de Dios, natural
o sobrenatural, de nada puede presumir sino de su debilidad y de su pecado. Al
reconocer su propia realidad, si es un ser inteligente debe andar en verdad,
conforme a lo que es. Por eso decía San Pablo: Yo solamente presumo de mis
debilidades. El hombre, cuando en la oración se ve delante de Dios, se siente
avergonzado de su proceder y no se atreve a compararse con nadie, porque
reconoce la infinita y eterna realidad del Ser de Dios en relación con su ser
creado y limitado; y al comprobar la suma y eterna perfección de Dios,
contrastada con su miseria y pecado, se
humilla, y no se atreve a compararse con los hombres. No hay cosa que más
contradiga la verdad que creerse uno lo
que no es, y compararse con los demás. Así nos lo enseña Jesús en la pedagógica
parábola del publicano y el fariseo.
El fariseo,
hombre piadoso en sus costumbres y soberbio en su corazón, fue condenado
porque en la oración se veía mejor que
los demás hombres, que eran injustos, ladrones y adúlteros; y, por supuesto, se
creí delante de Dios mejor que el pecador que escondido entre la gente y en el
último lugar del templo, con los ojos bajos se golpeaba el pecho diciendo:
Señor, ten piedad de mí, que soy un pobre pecador. Éste, el publicano, salió
del templo justificado y el fariseo, en cambio, condenado, porque el que se
humilla será ensalzado y el que se justifica condenado.
Por último,
secundando el precepto de San Pablo: Sed
humildes, estudiemos en la oración la realidad de nuestro ser, la debilidad
o la malicia de nuestro obrar, agradezcamos a Dios los dones que de Él hemos
recibido, pidamos perdón al Padre de las misericordias por nuestros pecados y
miserias, seamos comprensivos con todos los hombres, y jamás nos comparemos con
nadie, pues somos estructuralmente la nada con el pecado, y por la gracia de
Dios somos virtuosamente lo que somos.