sábado, 27 de julio de 2024

Décimo séptimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 




La segunda lectura de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando hoy , original del Espíritu Santo y escrita por el Apóstol San Pablo a los Efesios es una programación espiritual que exige la vocación cristiana a la que por el bautismo hemos sido llamados. Así nos los dice textualmente la Palabra de Dios: “Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados: Sed siempre humildes, sed comprensivos; sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la Paz”.

Para vivir la fe cristiana, por consiguiente, se necesitan prácticamente cuatro virtudes morales, que son claves de la convivencia humana y cristiana: la humildad, la comprensión, la paciencia caritativa y la unidad con el vínculo de la paz. Y la razón suprema de estas virtudes esenciales es porque  todos formamos un solo cuerpo vivificados por un mismo Espíritu, tenemos una misma meta en la esperanza, un solo Señor, una fe, un bautismo y un Dios Padre de todos, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo.

Como es evidente, no es posible desarrollar tantas virtudes con tanto fundamento teológico en una breve homilía, porque hay tema para unos ejercicios espirituales o ciclo de conferencias evangélicas. Por eso, dejando sin tratar la comprensión, la paciencia y la unidad como vínculo de la paz, voy a fijar mi atención en la virtud de la humildad, como tema de esta homilía: la humildad. 

¿Qué es la humildad?

La humildad es la base de la santidad, el fundamento sobre el que se edifican las demás virtudes, la piedra angular de la vida cristiana, el cimiento de la santidad. De la misma manera que no se puede edificar en firme, si no hay cimentación, así tampoco se puede edificar la santidad, si no hay humildad. Lo que es el fundamento a la edificación es la humildad a la santidad. Si queremos un edificio de rascacielos es necesario una profunda y consistente cimentación de subsuelo. Si queremos un santo de planta baja, con poca cimentación basta. Así pasa con la santidad. Si queremos un santo de un solo piso, con la humildad común es suficiente, pero si queremos un santo de altura, de rascacielos, es necesario una humildad de profundidad consistente. El Evangelio nos dice que el que edifica sobre roca, el edificio se perpetúa; en cambio, el que edifica sobre arena, el edificio se desmorona, porque las aguas socavan el edificio y se hunde. De la misma manera, el que intenta edificar una santidad sin humildad es como quien quiere edificar la santidad sobre la arena movediza de actos piadosos; en cambio el que edifica sobre la roca de la humildad, se santifica. San Agustín decía: El que quiera ser santo que sea humilde, el que quiera ser más santo sea más humilde y el que quiera ser muy santo que sea muy humilde.

De entre las distintas definiciones que los teólogos y santos nos han facilitado sobre la humildad, a mí la que más me gusta y me parece la más práctica y acertada con profundo sentido de sencillez teológica es la que nos ha dejado la doctora mística de Avila, Santa Teresa de Jesús: “La humildad es andar en la verdad”.

Andar en la verdad implica primero reconocer la realidad de lo que uno es y luego consecuentemente proceder conforme  a esa realidad. ¿Qué es el hombre? En cuanto a su propio origen, un ser que ha recibido de Dios todo lo que es: creación de la materia o barro en cuanto al cuerpo y creación de la nada en cuanto al alma; un hombre creado por Dios a su imagen y semejanza y, en cristiano, un hijo de Dios elevado al orden sobrenatural de la gracia, que participa de la misma naturaleza divina; y en cuanto a su realidad histórica pecado y obra meritoria personal de naturaleza o gracia. El hombre, ser moralmente responsable, por ser libre, merece premio o castigo por la obras que hace. Y, por tanto, en cuanto a su proceder es por su propia parte propia pecado y obra buena por la gracia de Dios. Todo lo bueno que es lo ha recibido en la naturaleza o en la gracia. Consecuentemente su ser es de Dios y su buen obrar de la gracia divina, de modo sobrenatural o de modo natural. El hombre con sus fuerzas naturales puede realizar obras, humanamente buenas, pero con el concurso de la gracia de la naturaleza; y obras sobrenaturales, que merecen cielo, con la fuerza de la gracia divina  y su esfuerzo humano.

Por consiguiente, si el hombre todo lo bueno que es, lo ha recibido, o es personal,  con la gracia de Dios, natural o sobrenatural, de nada puede presumir sino de su debilidad y de su pecado. Al reconocer su propia realidad, si es un ser inteligente debe andar en verdad, conforme a lo que es. Por eso decía San Pablo: Yo solamente presumo de mis debilidades. El hombre, cuando en la oración se ve delante de Dios, se siente avergonzado de su proceder y no se atreve a compararse con nadie, porque reconoce la infinita y eterna realidad del Ser de Dios en relación con su ser creado y limitado; y al comprobar la suma y eterna perfección de Dios, contrastada con su miseria y pecado,  se humilla, y no se atreve a compararse con los hombres. No hay cosa que más contradiga  la verdad que creerse uno lo que no es, y compararse con los demás. Así nos lo enseña Jesús en la pedagógica parábola del publicano y el fariseo.

El fariseo, hombre piadoso en sus costumbres y soberbio en su corazón, fue condenado porque  en la oración se veía mejor que los demás hombres, que eran injustos, ladrones y adúlteros; y, por supuesto, se creí delante de Dios mejor que el pecador que escondido entre la gente y en el último lugar del templo, con los ojos bajos se golpeaba el pecho diciendo: Señor, ten piedad de mí, que soy un pobre pecador. Éste, el publicano, salió del templo justificado y el fariseo, en cambio, condenado, porque el que se humilla será ensalzado y el que se justifica condenado.

Por último, secundando el precepto de San Pablo: Sed humildes, estudiemos en la oración la realidad de nuestro ser, la debilidad o la malicia de nuestro obrar, agradezcamos a Dios los dones que de Él hemos recibido, pidamos perdón al Padre de las misericordias por nuestros pecados y miserias, seamos comprensivos con todos los hombres, y jamás nos comparemos con nadie, pues somos estructuralmente la nada con el pecado, y por la gracia de Dios somos virtuosamente lo que somos.

 

sábado, 20 de julio de 2024

Décimo sexto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 


En la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de hoy, domingo décimo sexto del tiempo ordinario, el Apóstol San Pablo escribiendo a los Efesios nos dice que Cristo es nuestra paz. ¿Qué quiere decir esta frase? ¿En qué sentido Cristo es nuestra paz? Es solamente la paz de los cristianos, de los que tenemos fe, de los que vivimos los compromisos del bautismo consecuentemente. Para responder a estas preguntas conviene recordar, aunque no sea nada más que a grandes rasgos, las creencias del pueblo judío.

Desde hacía siglos el pueblo de Israel creía que Dios había revelado a los patriarcas y profetas la venida de un Mesías que los iba a salvar de las distintas esclavitudes que padeció por culpa de los pueblos extraños, que lo tenían esclavizado constantemente con guerras y tremendas injusticias en su propio país y en otros países. Así aparece en la Biblia, historia de Israel. Pensemos, por ejemplo, en la esclavitud inhumana que padeció en Egipto, de la que fue liberado prodigiosamente por Moisés de la tiranía de los faraones: la salida de Egipto, el paso por el mar rojo, la travesía del desierto, la alianza de Dios con su pueblo en el monte Sinaí con la entrega de las tablas de la Ley o decálogo y, por fin, la toma de posesión de Palestina, tierra fecunda en frutos, en la que abundaría leche y miel, expresión que significaba la riqueza en que viviría el pueblo de Israel  En el Antiguo Testamento se profetizaba un Mesías, profeta religioso, sociopolítico y rey que establecería un reino de paz y justicia.

En tiempos inmediatos a la venida de Jesús, los judíos crecieron en la firme creencia de que el Mesías vendría a redimir a su pueblo de la esclavitud humana, sociológica y política que padecía bajo la tiranía de Roma. Las agobiantes y opresoras circunstancias en que vivía el pueblo judío hacían concebir esta idea de redención puramente humana.

Sin embargo, la redención anunciada en el Antiguo Testamento globalmente era universal y total, radicada principalmente en la liberación del pecado y de todos los males de este mundo, por medio del Mesías, concebido y profetizado por Isaías “despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores, soportaba nuestros dolores, azotado, herido de Dios y humillado. Yahveh descargó sobre él  la culpa de los hombres. Se puso su sepultura entre los malvados, como indefenso se entregó a la muerte" (Isaías c. 53).

Estas profecías sobre el pueblo de Dios fueron interpretadas por los rabinos o maestros de la ley, que entonces había muchos y de distintas escuelas, en muchos sentidos y con apreciaciones religiosas y sociopolíticas en distintas épocas. San Pablo en la carta a los Efesios nos dice que “a él le fue revelado el misterio que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora a sus santos apóstoles y profetas “que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio” (Ef 3,6). Pero nunca el misterio de la salvación universal fue conocido con la precisión teológica de hoy, después de la evolución del dogma y del conocimiento de la fe de veinte siglos.

Los judíos estaban convencidos de que Israel era el único pueblo de la Tierra amado y bendecido por Dios, al que había prometido la venida del Mesías, redentor o liberador de la esclavitud de su pueblo. Los demás pueblos eran gentiles, es decir, extraños a la promesa divina y enemigos de Israel. Por consiguiente había dos pueblos: el pueblo judío y pueblo gentil, separados por un muro: el odio. Jesús fue la paz que por su sangre y la cruz ha hecho de los dos  un solo pueblo, que es la Iglesia universal, a la que pertenecen todos los hombres, de una o de otra manera, y todos los pueblos de la Tierra. 

Esta enseñanza del Apóstol San Pablo nos tiene que hacer reflexionar que Cristo es la paz para todos los pueblos y todos los hombres, de una o de otra manera:

· para los cristianos practicantes que cumplimos los mandamientos y vivimos más o menos la fe de la Iglesia con nuestros compromisos personales, familiares y sociales, vividos de muchas formas diferentes;

· para los cristianos pecadores que viven atrapados por los vicios, esclavos del pecado en sus múltiples formas;

· para los cristianos alejados de la Iglesia que no son consecuentes con su fe y, sin negar a Dios, viven materializados y contemporizando con el mundo en ideas, modas y costumbres;

· para los creyentes pertenecientes a distintas iglesias, no cristianas, que inculpablemente por muchas razones históricas y culturales no conocen a Cristo;

· para los no creyentes, agnósticos y ateos para quienes Dios no existe o viven como si no existiera, de espaldas a la ley moral católica, zarandeados por las pasiones y obsesionados por el triple poder de la autoridad, del dinero y de la sexualidad;

· para los que no conocen a Dios o lo confunden con ídolos, que viven  a expensas de las injusticias humanas, familiares y sociales, víctimas del poder, y engañados por sus propias convicciones y a capricho de sus instintos bajos y pasiones. 

Para un cristiano, consecuente con su fe, Cristo debe ser la paz para todos los hombres, de cualquier país, color, religión, cultura e ideología, que pertenecen a un solo pueblo, de diversas maneras, que sólo pueden ser evaluadas por la sabiduría increada de Dios, Padre de todos los hombres, infinitamente misericordioso.

Trabajemos con todas las fuerzas de nuestra alma en la oración y en la acción para que la Iglesia se extienda por todo el mundo, conforme al mandato de Jesús: “Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizadlos para consagrárselos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a guardar todo los que os he mandado; mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20). Pero tengamos la comprensión humana y cristiana para con todos los hombres, que son hijos de Dios, como nosotros, a quienes ama como a nosotros, y a quienes también ha redimido Jesucristo con su sangre divina, como a nosotros, que pertenecen a la Iglesia, único pueblo de Dios, como nosotros, aunque de manera distinta, sacramento universal de salvación, como nos enseña el Concilio Vaticano II.

 

sábado, 13 de julio de 2024

Décimo quinto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

 


El salmo responsorial con que hemos acogido y aclamado la Palabra de Dios nos va a servir para pronunciar la homilía de hoy:”Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”. 

El hombre, considerado en sí mismo, es un misterio: un ser perfecto e imperfecto, al mismo tiempo, creado por Dios e hijo de Dios.  Por una parte, es la obra más perfecta de la creación, microcosmos, pequeño mundo, porque es una síntesis de toda la creación. Tiene algo del reino mineral la materia;  del reino vegetal,  vida desarrollo y muerte; del reino animal, los sentidos; del reino angélico el espíritu; y de Dios una participación analógica y real de su misma naturaleza divina. Pero, por otra parte, el hombre está plagado de defectos en su manera de ser y obrar: en su entendimiento, que ha inventado lo que los sabios de otros tiempos ni siquiera se podían imaginar, y tiene capacidad para descubrir Dios sabe qué, existe la equivocación y la maldad de discurrir el modo satánico de hacer el mal; en su voluntad, con la que es capaz de amar y dar la vida por causas nobles, existe la malicia de hacer daño, el odio, la venganza; y en su cuerpo, maravilla que no puede ser entendida totalmente por los hombres ni reproducida, hay enfermedad, desajustes orgánicos,  dolor y muerte. El hombre, en definitiva, es el rey de la creación y el esclavo de sus pasiones y de las cosas. ¿Cómo se explica que el hombre, sea tan perfecto e imperfecto, siendo creado por Dios e hijo suyo? ¡Misterio! La fe católica nos dice que todo ocurre para bien de los hombres, que los males materiales y físicos de este mundo son males relativos, y no absolutos, y medios para un fin último, superior y eterno que es Dios, visto y gozado eternamente en el Cielo. 

Además de ser el hombre “un dios con minúscula” con defectos en su ser, en su obrar es pecador. Basta para comprobar esta realidad, echar una mirada a nuestro alrededor para observar cuánta maldad, cuánta injusticia, cuántos odios, venganzas, crímenes, robos, guerras y maldades de todo tipo hay en este mundo.   La moral católica está por los suelos. Hoy nada o casi nada es pecado, porque hay tanto libertinaje y tanta permisividad en la Sociedad que muchos actos prohibidos por la ley de Dios se pueden hacer, sin que sean pecados para el mundo. Está permitido el aborto,  el adulterio, la convivencia en pareja, la homosexualidad pecaminosa, la blasfemia,  el desnudismo, la inmoralidad, el desenfreno de la juventud, la falta de respeto de los niños a los mayores, la indisciplina y desobediencia... Sólo es pecado lo que es delito, aquello que atenta contra la justicia, lo que lesiona los derechos humanos. Los mandamientos de la ley de Dios, explicación de la ley moral natural, se reducen solamente al quinto y al séptimo: no matar y no robar.

Y en cuanto a los cristianos, ya no existen prácticamente los mandamientos de la Santa Madre Iglesia. Muchos no oyen misa los domingos y días de precepto, porque dicen que no es  obligación grave y no es pecado grave. Se puede oír misa cualquier día de la semana o cuando  apetece. La confesión es un sacramento no necesario para comulgar. La gente comulga y no se confiesa, porque como decía hace muchos años el Papa Pablo VI se ha perdido la conciencia de pecado. ¿Quiénes son los que ayudan a la Iglesia en sus necesidades? Muy pocos. Los cristianos no se responsabilizan de esta obligación. Se limitan a echar unas monedas en las colectas, como quien socorre a una Madre y no como quien la debe ayudar. ¿Quiénes guardan la ley del ayuno y de la abstinencia, como manda la Santa Madre Iglesia? 

¡Cuántos pecados cometemos también los que nos llamamos cristianos practicantes, los que fundamentalmente cumplimos la ley de Dios y de la Iglesia!

Somos egoístas, buscamos nuestro interés personal o el de nuestras familias, sin contemplar el bien de los demás. No socorremos a los pobres, y declinamos esta obligación a la administración y a la política. Mentimos y engañamos a nuestros familiares y amigos por cualquier motivo, en provecho nuestro. Somos soberbios, iracundos, rencorosos,  sexuales. 

Ante esta triste perspectiva de realidad social descristianizada ¿qué pensar, qué decir?

El hombre es pecador porque el pecado original dejó en su naturaleza la concupiscencia que le inclina al pecado; y él, llevado de su libertad, es capaz de hacer el mal que quiere. Pero ¿qué mal quiere? ¿Quién quiere pecar? ¿Quién ofende a Dios?

Me resulta difícil responder a estas tres preguntas: 

¿Qué mal quiere? 

El hombre busca siempre el bien personal por instinto, pues nadie puede querer el mal para sí mismo, y en la búsqueda de su propio bien, el mal que hace muchas veces, aunque moralmente sea un mal objetivo en la estimación social, en la apreciación de la ética y en la moral de la fe, puede ser para su conciencia un bien psicológico, subjetivo, humano. En definitiva, como “nadie tira piedras a su tejado”, el hombre cuando hace el mal a otros, aunque sea por el motivo que sea, por odio o envidia, por ejemplo,  pretende muchas veces un bien psicológico. ¿Quiere el mal para otros? Ciertamente hay hombres malos en el mundo, pero sólo Dios, que juzga con verdad y justicia el corazón del hombre, sabe quiénes son malos, cuánto y cómo. 

¿Quién quiere pecar? 

El pecado es la transgresión de la ley de Dios libre y voluntariamente o una desobediencia voluntaria a la ley de Dios, de manera consciente y libre. Hay muchos hombres que cometen actos contrarios a la ley de Dios, sin plantearse el problema de que sean pecados. ¿Pecan? Solamente Dios lo sabe. Otros, que también los hay, pecan a sabiendas con intención de ofender a Dios por odio ¿Qué pecado cometen?  En teoría y bajo un criterio moral humano, parece que pecan sí. Pero a los ojos de Dios, no sabemos, porque puede suceder que el hombre obre así por alguna anomalía psíquica importante, que le impida realizar actos humanos, de manera consciente y libre. Y entonces ¿qué pecado puede cometer el desequilibrado? Solamente la omnipotente sabiduría de Dios, que es Padre, infinitamente misericordioso, puede juzgar y castigar la malicia del hijo. Me pregunto: ¿Quién es el hombre, en sus cabales, que quiere pecar? No lo sé. Hay tantas taras en el ser humano, tantas circunstancias atenuantes o excusasteis en su obrar, que me atrevo a decir que hay pocos hombres que pecan responsablemente. 

¿Quién ofende a Dios? 

¿EL pobre hombre, hecho de barro, herido por el pecado, que actúa con una naturaleza viciada y desajustada, atizado por la concupiscencia,  y presionado por  circunstancias diversas que le oprimen y le descontrolan, ofende a Dios realmente? Supongo que sí, pero no sé cuánto ni cómo. ¿Se siente Dios ofendido con todos los actos de los hombres, llamados pecados? Supongo que sí, pero no sé cuándo, pues es muy difícil, imposible, evaluar la malicia de cada hombre, pecador, y condenarlo, sin conocer con profundidad su ser y sus circunstancias en el obrar. ¿Quién ofende a Dios? Es un misterio, una exclusiva de la misericordia de Dios, que es infinita, que juzga el corazón de cada hombre, y no sus actos, como Padre de cada hijo y con corazón de madre. 

Pidamos al Señor que nos muestre su misericordia, que es mayor que la malicia de todos los hombres juntos,  sabiendo que es nuestro Padre que nos ha creado para el Cielo y redimido con la sangre divina de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Trabajemos por erradicar de nuestro corazón el pecado, luchando con todas nuestras fuerzas por ser cada día mejores; y pidamos al Padre de las misericordias la petición que todos hemos hecho antes en el salmo responsorial, como respuesta a la primera lectura de la liturgia de la Palabra de Dios: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”.

 

miércoles, 3 de julio de 2024

Décimo cuarto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 


En el salmo responsorial de este domingo el pueblo ha aclamado a la Palabra de Dios diciendo: Misericordia, Señor, misericordia, súplica  que  me va a servir de tema para  la homilía. 

Misericordia

La misericordia  proviene etimológicamente de dos palabras latinas: miserum cor, corazón misericordioso.  Esta palabra  tiene dos acepciones distintas: virtud  y atributo divino. Como virtud es una inclinación a comprender las miserias humanas, compadecerse de ellas y tratar de corregirlas en lo posible; y como atributo divino es una parte de la Bondad infinita de Dios que perdona los pecados arrepentidos de los hombres y se compadece de sus miserias. Voy  a tratar brevemente  el atributo divino de la misericordia divina sobre todos los males que hay en el mundo y pecados que cometen los hombres. 

Males en el mundo

Es una realidad histórica y evidente que en el mundo han existido siempre, existen y existirán  pecados y males de todo tipo hasta el fin del mundo, como consecuencia del misterio del pecado original, según enseña la Iglesia Católica. Enumero los principales males sociales:

El ateísmo

Observamos que muchos hombres  no creen teóricamente en  Dios o viven en un ateísmo práctico, como si no existiera, sin preocuparse ni ocuparse del problema trascendental de la salvación eterna; y luchan por vivir lo mejor posible tranquilamente como si nada hubiera después de la muerte.

Incumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios

Es un hecho que no necesita argumentación que solamente los cristianos comprometidos cumplen o tratan de cumplir los mandamientos con fallos humanos comprensibles, y que  los cristianos bautizados en su mayoría, no practicantes, cumplen los mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia arbitrariamente o con ocasiones sociales. Los no creyentes cumplen los mandamientos humanos de honrar padre y madre, no matar, no robar, según estén legalizados, porque los demás mandamientos son obligaciones para los creyentes.

La política

Desgraciadamente hoy los gobiernos de todo el mundo politizan la ley moral y religiosa,  y la legislan según  se acuerde en el Parlamento democrático  por mayoría absoluta o  a capricho de los gobernantes monárquicos o dictadores de turno. Valgan algunos ejemplos: el aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual, divorcio exprés, pareja heterosexual y homosexual,  la  libertad absoluta en la moral personal, familiar y social que no quebrante el derecho civil establecido.

Varios males

Existen en el mundo por muchas causas  variados males, como por ejemplo:

- atentados, robos, secuestros, persecuciones, violaciones, injusticias, prostitución, odios,  venganzas, celos, rencillas, rencores, suicidios, crímenes, guerras personales, familiares, sociales, populares, nacionales, internacionales y mundiales por egoísmo, dinero, poder, ambición,  nacionalismos o pasiones;

- persecución a la Iglesia católica abierta o solapadamente; y otros que no es necesario enumerar porque son conocidos por todos. 

Soluciones

¿Qué podemos hacer ante tantos males?

En primer lugar,  pensar que no todos los males que hacen los hombres son pecados en la presencia de Dios, sino males personales, familiares y sociales o pecados materiales, no formales. Porque existen en general muchas causas excusantes para que estos males no sean pecados en la presencia de Dios: incapacidad intelectual, psicológica, psíquica, ignorancia, equivocación que impiden que sean ofensas  a Dios, aunque sean pecados en la ciencia humana de la Moral Católica, en la estimación social, y punibles en la legislación penal; y en particular  pensar que los pecados de las personas cabales son personalmente únicos por la diversa capacidad intelectual de cada persona en conocer la Verdad, su cultura humana, moral y condicionantes: pasión tentación, ofuscación, desequilibrio mental y psicológico y otras muchas patologías. Los juicios de Dios no son como los de los hombres, nos dice la Sagrada Escritura. Sucede  frecuentemente que los hombres se ofenden entre sí, llevando cada uno su razón subjetiva, y a Dios lo le ofende ninguno, porque delante de Él todos pueden llevar razón. A mí me parece que no es tan fácil, como muchos piensan, cometer un pecado mortal que merezca el infierno eterno, que existe, pero sólo Dios sabe quién lo merece.

Los políticos cristianos, creyentes y de buenas costumbres deben hacer lo que puedan: mucho, bastante, poco o algo, pero jamás podrán erradicar todos los males del mundo, que  en su totalidad no tienen solución.

Los cristianos comunes de a pie, no podemos hacer otra cosa que orar y hacer lo que buenamente podamos,  cumpliendo la Ley de la Iglesia en toda su plenitud, y buscando la gloria de Dios, que es un quehacer místico en bien de todo el mundo. 

Los hombres religiosos, no cristianos, deben procurar la paz mundial, viviendo su fe con miras a Dios y al bien común.

Y los hombres  de buena voluntad, prácticamente irreligiosos,  tienen que empeñarse en hacer el bien en su recta conciencia en la construcción de una Sociedad  universalmente fraterna de amor, paz y justicia.

Los cristianos de profunda fe, después de haber agotado todos los esfuerzos humanos, debemos hacer el bien en oración constante pidiendo  a Dios con sincero corazón  misericordia, Señor, misericordia. Y dejar luego todas las cosas en manos de Dios, Padre.