sábado, 20 de julio de 2024

Décimo sexto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 


En la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de hoy, domingo décimo sexto del tiempo ordinario, el Apóstol San Pablo escribiendo a los Efesios nos dice que Cristo es nuestra paz. ¿Qué quiere decir esta frase? ¿En qué sentido Cristo es nuestra paz? Es solamente la paz de los cristianos, de los que tenemos fe, de los que vivimos los compromisos del bautismo consecuentemente. Para responder a estas preguntas conviene recordar, aunque no sea nada más que a grandes rasgos, las creencias del pueblo judío.

Desde hacía siglos el pueblo de Israel creía que Dios había revelado a los patriarcas y profetas la venida de un Mesías que los iba a salvar de las distintas esclavitudes que padeció por culpa de los pueblos extraños, que lo tenían esclavizado constantemente con guerras y tremendas injusticias en su propio país y en otros países. Así aparece en la Biblia, historia de Israel. Pensemos, por ejemplo, en la esclavitud inhumana que padeció en Egipto, de la que fue liberado prodigiosamente por Moisés de la tiranía de los faraones: la salida de Egipto, el paso por el mar rojo, la travesía del desierto, la alianza de Dios con su pueblo en el monte Sinaí con la entrega de las tablas de la Ley o decálogo y, por fin, la toma de posesión de Palestina, tierra fecunda en frutos, en la que abundaría leche y miel, expresión que significaba la riqueza en que viviría el pueblo de Israel  En el Antiguo Testamento se profetizaba un Mesías, profeta religioso, sociopolítico y rey que establecería un reino de paz y justicia.

En tiempos inmediatos a la venida de Jesús, los judíos crecieron en la firme creencia de que el Mesías vendría a redimir a su pueblo de la esclavitud humana, sociológica y política que padecía bajo la tiranía de Roma. Las agobiantes y opresoras circunstancias en que vivía el pueblo judío hacían concebir esta idea de redención puramente humana.

Sin embargo, la redención anunciada en el Antiguo Testamento globalmente era universal y total, radicada principalmente en la liberación del pecado y de todos los males de este mundo, por medio del Mesías, concebido y profetizado por Isaías “despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores, soportaba nuestros dolores, azotado, herido de Dios y humillado. Yahveh descargó sobre él  la culpa de los hombres. Se puso su sepultura entre los malvados, como indefenso se entregó a la muerte" (Isaías c. 53).

Estas profecías sobre el pueblo de Dios fueron interpretadas por los rabinos o maestros de la ley, que entonces había muchos y de distintas escuelas, en muchos sentidos y con apreciaciones religiosas y sociopolíticas en distintas épocas. San Pablo en la carta a los Efesios nos dice que “a él le fue revelado el misterio que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora a sus santos apóstoles y profetas “que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio” (Ef 3,6). Pero nunca el misterio de la salvación universal fue conocido con la precisión teológica de hoy, después de la evolución del dogma y del conocimiento de la fe de veinte siglos.

Los judíos estaban convencidos de que Israel era el único pueblo de la Tierra amado y bendecido por Dios, al que había prometido la venida del Mesías, redentor o liberador de la esclavitud de su pueblo. Los demás pueblos eran gentiles, es decir, extraños a la promesa divina y enemigos de Israel. Por consiguiente había dos pueblos: el pueblo judío y pueblo gentil, separados por un muro: el odio. Jesús fue la paz que por su sangre y la cruz ha hecho de los dos  un solo pueblo, que es la Iglesia universal, a la que pertenecen todos los hombres, de una o de otra manera, y todos los pueblos de la Tierra. 

Esta enseñanza del Apóstol San Pablo nos tiene que hacer reflexionar que Cristo es la paz para todos los pueblos y todos los hombres, de una o de otra manera:

· para los cristianos practicantes que cumplimos los mandamientos y vivimos más o menos la fe de la Iglesia con nuestros compromisos personales, familiares y sociales, vividos de muchas formas diferentes;

· para los cristianos pecadores que viven atrapados por los vicios, esclavos del pecado en sus múltiples formas;

· para los cristianos alejados de la Iglesia que no son consecuentes con su fe y, sin negar a Dios, viven materializados y contemporizando con el mundo en ideas, modas y costumbres;

· para los creyentes pertenecientes a distintas iglesias, no cristianas, que inculpablemente por muchas razones históricas y culturales no conocen a Cristo;

· para los no creyentes, agnósticos y ateos para quienes Dios no existe o viven como si no existiera, de espaldas a la ley moral católica, zarandeados por las pasiones y obsesionados por el triple poder de la autoridad, del dinero y de la sexualidad;

· para los que no conocen a Dios o lo confunden con ídolos, que viven  a expensas de las injusticias humanas, familiares y sociales, víctimas del poder, y engañados por sus propias convicciones y a capricho de sus instintos bajos y pasiones. 

Para un cristiano, consecuente con su fe, Cristo debe ser la paz para todos los hombres, de cualquier país, color, religión, cultura e ideología, que pertenecen a un solo pueblo, de diversas maneras, que sólo pueden ser evaluadas por la sabiduría increada de Dios, Padre de todos los hombres, infinitamente misericordioso.

Trabajemos con todas las fuerzas de nuestra alma en la oración y en la acción para que la Iglesia se extienda por todo el mundo, conforme al mandato de Jesús: “Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizadlos para consagrárselos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a guardar todo los que os he mandado; mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20). Pero tengamos la comprensión humana y cristiana para con todos los hombres, que son hijos de Dios, como nosotros, a quienes ama como a nosotros, y a quienes también ha redimido Jesucristo con su sangre divina, como a nosotros, que pertenecen a la Iglesia, único pueblo de Dios, como nosotros, aunque de manera distinta, sacramento universal de salvación, como nos enseña el Concilio Vaticano II.

 

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