sábado, 27 de julio de 2024

Décimo séptimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 




La segunda lectura de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando hoy , original del Espíritu Santo y escrita por el Apóstol San Pablo a los Efesios es una programación espiritual que exige la vocación cristiana a la que por el bautismo hemos sido llamados. Así nos los dice textualmente la Palabra de Dios: “Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados: Sed siempre humildes, sed comprensivos; sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la Paz”.

Para vivir la fe cristiana, por consiguiente, se necesitan prácticamente cuatro virtudes morales, que son claves de la convivencia humana y cristiana: la humildad, la comprensión, la paciencia caritativa y la unidad con el vínculo de la paz. Y la razón suprema de estas virtudes esenciales es porque  todos formamos un solo cuerpo vivificados por un mismo Espíritu, tenemos una misma meta en la esperanza, un solo Señor, una fe, un bautismo y un Dios Padre de todos, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo.

Como es evidente, no es posible desarrollar tantas virtudes con tanto fundamento teológico en una breve homilía, porque hay tema para unos ejercicios espirituales o ciclo de conferencias evangélicas. Por eso, dejando sin tratar la comprensión, la paciencia y la unidad como vínculo de la paz, voy a fijar mi atención en la virtud de la humildad, como tema de esta homilía: la humildad. 

¿Qué es la humildad?

La humildad es la base de la santidad, el fundamento sobre el que se edifican las demás virtudes, la piedra angular de la vida cristiana, el cimiento de la santidad. De la misma manera que no se puede edificar en firme, si no hay cimentación, así tampoco se puede edificar la santidad, si no hay humildad. Lo que es el fundamento a la edificación es la humildad a la santidad. Si queremos un edificio de rascacielos es necesario una profunda y consistente cimentación de subsuelo. Si queremos un santo de planta baja, con poca cimentación basta. Así pasa con la santidad. Si queremos un santo de un solo piso, con la humildad común es suficiente, pero si queremos un santo de altura, de rascacielos, es necesario una humildad de profundidad consistente. El Evangelio nos dice que el que edifica sobre roca, el edificio se perpetúa; en cambio, el que edifica sobre arena, el edificio se desmorona, porque las aguas socavan el edificio y se hunde. De la misma manera, el que intenta edificar una santidad sin humildad es como quien quiere edificar la santidad sobre la arena movediza de actos piadosos; en cambio el que edifica sobre la roca de la humildad, se santifica. San Agustín decía: El que quiera ser santo que sea humilde, el que quiera ser más santo sea más humilde y el que quiera ser muy santo que sea muy humilde.

De entre las distintas definiciones que los teólogos y santos nos han facilitado sobre la humildad, a mí la que más me gusta y me parece la más práctica y acertada con profundo sentido de sencillez teológica es la que nos ha dejado la doctora mística de Avila, Santa Teresa de Jesús: “La humildad es andar en la verdad”.

Andar en la verdad implica primero reconocer la realidad de lo que uno es y luego consecuentemente proceder conforme  a esa realidad. ¿Qué es el hombre? En cuanto a su propio origen, un ser que ha recibido de Dios todo lo que es: creación de la materia o barro en cuanto al cuerpo y creación de la nada en cuanto al alma; un hombre creado por Dios a su imagen y semejanza y, en cristiano, un hijo de Dios elevado al orden sobrenatural de la gracia, que participa de la misma naturaleza divina; y en cuanto a su realidad histórica pecado y obra meritoria personal de naturaleza o gracia. El hombre, ser moralmente responsable, por ser libre, merece premio o castigo por la obras que hace. Y, por tanto, en cuanto a su proceder es por su propia parte propia pecado y obra buena por la gracia de Dios. Todo lo bueno que es lo ha recibido en la naturaleza o en la gracia. Consecuentemente su ser es de Dios y su buen obrar de la gracia divina, de modo sobrenatural o de modo natural. El hombre con sus fuerzas naturales puede realizar obras, humanamente buenas, pero con el concurso de la gracia de la naturaleza; y obras sobrenaturales, que merecen cielo, con la fuerza de la gracia divina  y su esfuerzo humano.

Por consiguiente, si el hombre todo lo bueno que es, lo ha recibido, o es personal,  con la gracia de Dios, natural o sobrenatural, de nada puede presumir sino de su debilidad y de su pecado. Al reconocer su propia realidad, si es un ser inteligente debe andar en verdad, conforme a lo que es. Por eso decía San Pablo: Yo solamente presumo de mis debilidades. El hombre, cuando en la oración se ve delante de Dios, se siente avergonzado de su proceder y no se atreve a compararse con nadie, porque reconoce la infinita y eterna realidad del Ser de Dios en relación con su ser creado y limitado; y al comprobar la suma y eterna perfección de Dios, contrastada con su miseria y pecado,  se humilla, y no se atreve a compararse con los hombres. No hay cosa que más contradiga  la verdad que creerse uno lo que no es, y compararse con los demás. Así nos lo enseña Jesús en la pedagógica parábola del publicano y el fariseo.

El fariseo, hombre piadoso en sus costumbres y soberbio en su corazón, fue condenado porque  en la oración se veía mejor que los demás hombres, que eran injustos, ladrones y adúlteros; y, por supuesto, se creí delante de Dios mejor que el pecador que escondido entre la gente y en el último lugar del templo, con los ojos bajos se golpeaba el pecho diciendo: Señor, ten piedad de mí, que soy un pobre pecador. Éste, el publicano, salió del templo justificado y el fariseo, en cambio, condenado, porque el que se humilla será ensalzado y el que se justifica condenado.

Por último, secundando el precepto de San Pablo: Sed humildes, estudiemos en la oración la realidad de nuestro ser, la debilidad o la malicia de nuestro obrar, agradezcamos a Dios los dones que de Él hemos recibido, pidamos perdón al Padre de las misericordias por nuestros pecados y miserias, seamos comprensivos con todos los hombres, y jamás nos comparemos con nadie, pues somos estructuralmente la nada con el pecado, y por la gracia de Dios somos virtuosamente lo que somos.

 

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