sábado, 24 de agosto de 2024

Vigésimo primer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B


Las propiedades esenciales del vínculo del matrimonio son Unidad e Indisolubilidad.

La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio fueron preparadas por los profetas en el  Antiguo Testamento aunque no siempre fueron observadas por los patriarcas y reyes. Hasta la plenitud de los tiempos con la venida de Jesucristo, el antiguo Pueblo de Dios se conducía por los instintos desordenados de la carne, según la razón, que lentamente iba siendo iluminada por la revelación de la Palabra divina durante siglos respecto del destino del matrimonio, según los planes de Dios. Y como es lógico y comprensible los hombres cometían atropellos morales de todo género y desórdenes carnales en los matrimonios y parejas durante siglos, incluso después de la promulgación del Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. Por fin cuando Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, vino al mundo para ser la Revelación de la Santísima Trinidad, en su vida pública completó la revelación anunciada en el antiguo Testamento y predicó la unidad e indisolubilidad en la unión matrimonial del hombre y la mujer, y estableció que “lo que Dios unió, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6), cuando realmente el matrimonio es válido. Y declaró la unidad del matrimonio de un hombre con una mujer y su indisolubilidad.

San Pablo mandaba en nombre de Cristo que los maridos deben amar a sus mujeres, como Cristo amó a su Iglesia: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla” (Ef 5, 25-26), porque el matrimonio expresa el amor y la unión entre Cristo y la Iglesia. Por consiguiente, los esposos se deben ayudar mutuamente a santificarse en la vida conyugal, en la procreación y educación de los hijos,  fines principales del sacramento, y en la mutua fidelidad tanto en lo próspero como en lo adverso porque el sacramento del matrimonio es una Iglesia doméstica. 

El fundamento del matrimonio es el amor verdadero auténtico, reciproco del uno al otro, porque el amor de uno sin correspondencia del otro es más dolor que gozo. En el matrimonio tiene que existir  una mutua correspondencia de amor en los esposos. Tiene que ser personal, amor a la persona, tal como es en sí misma con sus cualidades y defectos, y no como gustaría que fuera el otro. Supone aceptación y comprensión. El esposo tiene que aceptar y comprender que se casa con su esposa, una mujer, igual que el hombre, como persona, pero distinta en los caracteres femeninos, común a todas las mujeres, pero única en su especie con su propia personalidad física, psicológica y espiritual. Y de la misma manera la mujer  tiene que comprender que su esposo es un hombre, como todos los demás, pero único en particular.

Aunque es muy aconsejable que para la felicidad matrimonial, ambos tengan iguales o parecidos ideales, no es absolutamente necesario, pues el verdadero amor humano no tiene barreras, sobrepasa todos los ideales. Por eso es compatible  en el matrimonio que uno sea católico y otro no, tenga ideales distintos, políticos, religiosos y culturales, y que uno sea de una nación y el otro de otra, pues el amor comprende las distintas maneras de ser, pensar y obrar y todos los defectos accidentales. 

Podríamos comparar el amor en el matrimonio con el fundamento del edificio. Lo que es el fundamento al edificio es el amor al matrimonio: principio de unidad y consistencia. No es lo mismo construir un edificio de una sola planta  que requiere cimientos básicos que otro  de muchos pisos, que requiere profundidad de fundamento para garantizar la consistencia y unidad del edificio.

El matrimonio no es un estado de la felicidad, sino un medio para conseguirla, como tampoco el sacerdocio ni la vida consagrada son estados de felicidad en sí mismos, sino medios para conseguirla con vocación y sacrificios.

Se puede ser feliz en la soltería, en el matrimonio, en la viudez, en la vida consagrada, en el sacerdocio, si el estado se elige y se acepta en el fundamento del amor; y también desgraciado si se vive sin amor.

Teniendo en cuenta estos principios de psicología experimental, el esposo y la esposa se deben amar aceptándose mutuamente con comprensión y amándose con total entrega, sacrificio y perdón. Los esposos deben comprenderse mutuamente, aceptarse como son, perdonarse en los fallos y demostrar el amor en las alegrías y en las penas, pues los gozos y sufrimientos  fortalecen el amor mutuo. Ninguno de ellos es el superior del otro ni de los hijos, sino los dos son servidores de la familia en el amor

sábado, 17 de agosto de 2024

Vigésimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 


¡Qué bueno es el Señor!

En el salmo responsorial de la Liturgia de la Palabra de este domingo el pueblo ha proclamado una frase metafísica mente cierta y doctrinalmente dogmática: ¡Gustad y ved qué bueno es el Señor! Esta verdad indiscutible para la fe, la razón humana no la entiende, porque siendo Dios Bondad eterna e infinita quiere y permite muchos males que existen en el mundo. Aprovecho esta homilía  para explicar la bondad de Dios  en todos los acontecimientos.

Dios es Amor, Bondad infinita, y no puede obrar de otra manera que  haciendo el bien. Todas las cosas que existen y provienen de Dios directamente son buenas, porque han sido creadas por Él con sabiduría infinitamente poderosa y bondadosa. 

Reflexionemos. El Universo con infinitos seres diversos en perfección, conocidos y por conocer, son signos de la Bondad de Dios. La Tierra, con tantos seres creados en relación íntima unos con otros  formando un conjunto de maravillas incomprensibles e inimaginables en su ser y funcionamiento, es un regalo de Dios al hombre  para que viviera en ella y la cultivara en estado de justicia original; y al fin de un tiempo, si superara una prueba que se desconoce,  y no  superó, fuera trasformado en cuerpo  glorioso para el  Cielo. La Tierra después del pecado original fue el escenario de la Redención, donde Jesucristo, Dios, se hizo hombre, vivió, enseñó el camino del Cielo murió y resucitó. Al fin del mundo,  la Tierra será transformada en los Nuevos Cielos y la Nueva Tierra para ser eternidad y gozo de la Santísima Trinidad, en unión de toda la Corte celestial.  ¡Qué misterio de Amor! 

Dentro de esta inconmensurable variedad de bienes, signo inequívoco de la sabiduría, poder y bondad  de Dios para el hombre,  también existen males en el mundo. ¿Por qué? Hagamos algunas reflexiones.

¿Por qué existe el mal en el mundo?

¿Cómo se concilia el mal humano que Dios quiere o permite con la bondad infinita y eterna de Dios? 

El bien y el mal son conceptos absolutos que hay que evaluar desde la fe,  y no desde la óptica miope del entendimiento humano. El bien absoluto  es aquel que nos conduce a Dios, y el mal absoluto el que nos separa de Él. Por lo que el mal humano que Dios quiere no es un mal absoluto para el hombre sino un mal relativo  de medio para un bien supremo y último, que es la vida eterna con Dios en el Cielo;  y el bien humano que gusta y apetece, si nos aparta de Dios, es un mal que nos conduce a la condenación eterna. En la planificación eterna de la Creación existe una armonía de perfección conjunta en todas las cosas, que están coordinadas y subordinadas jerárquicamente al fin último para el que fueron creadas, que es la gloria de Dios, y al fin próximo que es la salvación de todos los hombres. Y el mal que el hombre quiere es fruto de su libertad, mal usada. 

Existen interrogantes sobre el mal, que no tienen respuesta humana. 

¿Por qué hay tantos enfermos incurables, físicos y psíquicos con dolores inaguantables, sin esperanza, consuelo y sin remedio humano? ¿Por qué Dios quiere positivamente tantas catástrofes naturales: inundaciones, terremotos, huracanes, erupciones volcánicas...? Si vienen directamente de Dios, que es Bueno, sin ninguna intervención humana ¿por qué los quiere? Porque no son males absolutos sino males de medio para fines de bienes supremos y últimos, que sólo Dios conoce. Valga un ejemplo con cierta analogía comparativa. Un padre que ama con locura a su hijo  quiere una difícil, complicada y dolorosa operación para él, porque es un mal relativo de medio para un bien supremo que es la salud.   

¿Por qué sufren y mueren tantos niños inocentes por culpa de las injusticias humanas? ¿Por qué existen tantos odios, injusticias, venganzas, asesinatos, secuestros, guerras?  Si Dios es bueno ¿por qué permite el mal en el mundo? Y si es todopoderoso ¿por qué no remedia tantos males humanos que existen, pudiendo?  ¿Cómo se concilia la bondad infinita de Dios con los males que Dios  permite en el mundo? La respuesta desde la fe es porque Dios creó al hombre libre  con capacidad de hacer el mal, que Dios no lo quiere y lo permite para un bien supremo y universal y último que no se conoce. Estos males humanos queridos por los hombres son relativos para bienes eternos que veremos en el Cielo, y, sobre todo,  al fin del mundo, donde todo se verá con claridad evidente divina.

¿Por qué existe la muerte?

¿Existe la vida eterna? ¿Qué hay  después de la muerte?  Sobre estos angustiosos y grandes interrogantes del hombre, que son evidentes, han pensado los más sabios de todos los tiempos, sin que hayan encontrado respuesta humana que satisfaga. Han discurrido los filósofos racionalistas buscando sus causas y han caído en el ateísmo, escepticismo,  pragmatismo, existencialismo o agnosticismo; los “místicos” de las más diversas culturas religiosas han sostenido  muchas teorías  con  contradicciones y afirmaciones vagas, gratuitas y peregrinas;  el hedonismo se echa en manos de la buena vida, buscando el bien en el placer y huyendo del mal humano, sin cuestionarse problemas que no tienen solución, porque el mundo está mal hecho.

En definitiva, el problema del mal a la luz de la razón ha sido, es y será siempre una incógnita por despejar.    

La fe católica explica la existencia de la muerte de la siguiente manera:

El hombre creado perfecto en santidad y justicia pecó, y por el pecado original vinieron todos los males al mundo. Aquella misteriosa culpa, que tantas desgracias trajo al mundo, motivó la encarnación del Hijo de Dios, su vida, muerte y resurrección, que es un bien infinitamente superior al que Dios regaló al hombre en su creación de santidad y justicia. Así lo dice la liturgia de la vigilia del Sábado Santo en el pregón pascual: "Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!

El Concilio Vaticano II recoge los grandes interrogantes del hombre con estas palabras:

"¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la Sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? Qué hay después de esta vida temporal?" (GS 10).

"El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su Santo Creador...La Iglesia, aleccionada por la revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz, situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida, cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en el estado de salvación perdida por el pecado" (GS 13.18).                

"Cree la Iglesia que Cristo muerto y resucitado por todos da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo, a fin de que pueda responder a su máxima vocación, y que no ha sido dado bajo el Cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se hallan en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre" (GS 10). 

El mal que ahora triunfa sobre el bien será aniquilado en el último día, cuando Jesús vuelva al fin del mundo a poner definitivamente todas las cosas en su sitio y a juzgar a los hombres sobre el amor a Dios y al prójimo (Mt 25,31 ss).

En conclusión. Por encima de todos los males que existen en el mundo, los creyentes de fe firme debemos bendecir  a Dios en todo momento, porque todo lo que sucede en este mundo, bueno y malo, en su última finalidad en un bien supremo último y universal. Por consiguiente, bien hemos proclamado   como respuesta a la liturgia de la Palabra: Gustad y ved que bueno es el Señor.    

 

miércoles, 14 de agosto de 2024

Asunción de la Virgen María. Ciclo B

 


La Asunción de María a los cielos es una consecuencia lógica de la Inmaculada Concepción de María, concebida sin pecado, Madre de Dios, Virgen, y Corredentora del género humano. Si Cristo, Dios sin pecado, y Redentor, vivió, padeció, murió y resucitó, María, Madre de Dios, Virgen y Corredentora murió y resucitó. Es un dogma definido por el Papa Pío XII el 1 de Noviembre de 1950 con estas palabras: “La augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad con un mismo decreto de predestinación, Inmaculada en su concepción, Virgen sin mancha en su divina maternidad, generosa socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin como supremo coronamiento de sus privilegios fue preservada de la corrupción del sepulcro, y vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del Cielo”.

El Catecismo de la Iglesia católica de Juan Pablo II resume el dogma de la  Asunción con las siguientes palabras: “La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte. La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos” (Cat 966). 

¿Murió la Virgen? 

Históricamente no se puede demostrar la muerte de la Virgen María. El Papa en la definición dogmática intencionadamente rehusó pronunciarse en la fórmula dogmática sobre este tema. 

¿María Santísima fue Asunta a los Cielos después de morir o fue trasladada a los Cielos en cuerpo y alma, sin pasar por el trance de la muerte, por medio de una transformación misteriosa de un cuerpo mortal a un cuerpo glorioso? La Tradición cristiana de la Iglesia y la Liturgia afirman desde el siglo III que la Virgen María murió.  Algunos teólogos imaginan  que la causa de la muerte de María pudo ser la enfermedad, cosa que les parece a ellos que no está en contra del dogma. Pero parece más probable que por ser Inmaculada y Corredentora pudo morir con dolor o sin dolor; con dolor de igual manera que Jesús que no murió por enfermedad, sino a consecuencia del dolor extremado que le causó la muerte por asfixia. Si hubiera muerto sin dolor, la muerte de María puede concebirse como una muerte  repentina mediante el paso místico de la muerte a la Vida resucitada en cuerpo y alma. En este caso su cuerpo  murió por la separación del alma, y pocos segundos después  se unió  a su cuerpo incorrupto, resucitó y fue Asunta a los Cielos. Hay una diferencia esencial entre la Ascensión de Jesucristo y la Asunción de María. Jesús subió a los Cielos por su propia virtud porque era Dios, mientras que María tuvo que ser Asunta a los Cielos por un poder divino, que pudo ser  la  agilidad que tienen  los cuerpos gloriosos, por la que pueden moverse adonde quieran, trasladarse a sitios remotísimos y atravesar distancias fabulosas con la velocidad del pensamiento. 

En resumen: Si Cristo para la Redención  vivió como Dios, la Virgen María vivió como Madre de Dios. Si como Redentor murió con dolor, María como Corredentora murió con dolor o sin dolor. Si  resucitó y ascendió a los Cielos en cuerpo glorioso, María resucitó y fue Asunta a los Cielos por el poder divino de la resurrección.

Tampoco se conoce el lugar donde fue enterrado el cuerpo virginal de María, aunque Jerusalén y Éfeso se disputan el honor de ser escenario de este singular y privilegiado acontecimiento. 

sábado, 10 de agosto de 2024

Décimo noveno domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 


Es un dogma de la fe católica, definido en el Concilio de Trento, que Jesucristo está realmente presente en la Eucaristía bajo las especies de pan y vino (SC 7) “En el Santísimo sacramento de la Eucaristía están contenidos verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre juntamente con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente” Cristo entero (Trento DS 1651). Es una presencia tan singular que no se puede comparar con ninguna de las presencias que conoce la filosofía ni la teología, porque es una presencia que rebasa todo conocimiento del saber humano y teológico. Es, por tanto, una presencia real, verdadera, sustancial, no imaginaria, metafórica, sino sobrenatural y mística.

Cristo no está presente en la Eucaristía con una presencia humana  de entendimiento,  como cuando una persona se hace presente a otra con el pensamiento; ni con el amor como cuando uno  tiene metido en su corazón a la persona que ama; ni tampoco al estilo de la presencia virtual de imagen y sonido de la pantalla de televisión.

La presencia eucarística supera la presencia evangélica de Cristo  en los que se reúnen en su nombre; transciende la presencia teológica de Cristo en los que oran en privado o en comunidad, o realizan la caridad o misericordia con el prójimo; incluso está por encima de la presencia sacramental de Cristo en cada sacramento en el que está presente con su gracia,  pues en la Eucaristía Cristo está Él mismo como autor de la gracia. No es lo mismo la presencia del sol por medio de la participación de su luz y calor en la Tierra que la presencia del sol y sus propiedades dentro de la Tierra, si esto fuera posible. Todas estas maneras de estar Cristo son presencias de gracia, pero la presencia de Cristo es presencia de Persona resucitada y gloriosa con su cuerpo, alma y divinidad, sin que podamos ni siquiera imaginar el cómo, de la misma manera que tampoco entendemos cómo es la presencia del cuerpo glorioso de Jesús, de la Virgen María y de los santos que resucitaron con Cristo el día de su resurrección en el Cielo.

Cristo no está en el sagrario con los brazos cruzados, pasivo, extático, sino vivo, operante, dinámico,  realizando la salvación de los hombres por medio de la Iglesia y como objeto de adoración y culto, para que los fieles lo adoren; y además está para ser alimento de las almas dentro de la santa Misa o fuera de ella.

En consecuencia, si Cristo está presente en la Eucaristía, el mismo que nació en Belén, predicó el Evangelio en Palestina, murió en la cruz y resucitó por nosotros  en Jerusalén, acudamos a Él para adorarle, darle culto, acompañarle, alimentar nuestra fe y la gracia y pedirle la salvación y la paz para el mundo.

 

sábado, 3 de agosto de 2024

Décimo octavo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 


Después de la primera multiplicación de los panes y los peces, la gente buscaba “los milagros de Jesús” más que al “Jesús de los milagros”; y le seguía para  proclamarle rey, pensando que Jesús era el Mesías, el profeta que había de venir al mundo (Jn 6,14). Entonces Él, huyendo de la quema, como se dice vulgarmente, se retiró al monte a orar, obligando a sus discípulos a embarcar rumbo a Betsaida, cerca de Cafarnaúm.  Entonces tuvo lugar el acontecimiento de la  tempestad marítima” (Mt 14,22-33).

Luego todos los discípulos con Jesús hicieron la travesía del lago y desembarcaron en la parte occidental en tierra de Genesaret. Al reconocerle los habitantes de aquel lugar, propagaron la noticia por toda aquella comarca y le trajeron muchos enfermos. Y estando en su presencia le suplicaban que les dejara tocar tan sólo la orla de su manto; y aquellos que lograron tocarle quedaron sanos (Mt 14,34-36).

Al día siguiente,  al enterarse la gente de que andaba por allí Jesús, en sus barcas se dirigió al sitio donde Él había realizado el milagro, porque era el lugar donde todo el mundo sabía que solía reunirse frecuentemente con sus discípulos (Jn 6,22-24). Y comprobando que allí no estaba, todos se dirigieron a la sinagoga, donde se encontraba predicando. Alguno del pueblo, rompiendo el respeto humano del qué dirán, se acercó a Él y le dijo:

- “Maestro, ¿cuándo has venido?"

Jesús les contestó:

- “No me buscáis porque hayáis percibido señales, sino porque habéis comido pan hasta saciaros” (Jn 6, 26). 

La razón de aquella multitud  en la búsqueda de Jesús no era la fe en el Mesías, sino el interés humano del pan con el que habían sido saciados milagrosamente el día anterior. Después, aprovechando esta ocasión del alimento del pan, pronunció el discurso sobre la promesa eucarística: “No trabajéis por el alimento que se acaba, sino por el alimento que dura dando una vida sin término” (Jn 6,27).

Los oyentes, pensando que les anunciaba un manjar extraordinario, pidieron a Jesús ese alimento que les prometía:

- “Señor, danos siempre pan de ése” (Jn 6,34).

Jesús les respondió:

- “Yo soy el pan de la vida. El que se acerca a mí no pasará hambre y el que tiene fe en mí no tendrá nunca sed” (Jn 6,35). 

La fe en Jesús, enviado por el Padre, les dijo, era necesaria para comprender el misterio que les anunciaba, que tenía relación con la vida eterna y la resurrección en el último día (Jn 6,35-40).

Los judíos quedaron perplejos ante estas palabras tan extrañas, que sólo entendieron en sentido figurado. Y, desconcertados, “protestaban contra él porque había dicho que él era el pan del cielo, y comentaban:

- "Pero ¿no es éste Jesús, el hijo de José? Si nosotros conocemos a su padre y a su madre, ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?" (Jn 6,41-42). 

Jesús, como respuesta a esta pública murmuración, volvió a insistir en la misma idea, repitiendo una y otra vez que Él era el pan bajado del Cielo, su propia carne, vida del mundo.

Los oyentes interpretaron estas palabras en sentido místico, porque no podían comprender cómo tenían que comer carne humana, como si fueran antropófagos salvajes. Y, totalmente desconcertados, murmuraban entre sí diciendo:

- “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6,52)

Entonces Jesús les dijo:

- “Pues sí, os aseguro que si no coméis la carne y no bebéis la sangre de este Hombre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día, porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él” (Jn 6,53-56).         

Las palabras no pudieron ser más claras y tajantes: Jesús era el pan de vida eterna, bajado del Cielo, distinto y mejor que el maná con que el Padre alimentó a su Pueblo en el desierto. El pan en concreto será su cuerpo, verdadera comida,  y su sangre, verdadera bebida.

Ante semejantes reiteraciones de la misma idea "muchos discípulos dijeron al oírlo:

- "Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?" (Jn 6,60). 

Y, como efecto del discurso de la promesa eucarística, "desde entonces muchos discípulos se volvieron atrás y no volvieron más con él" (Jn 6,66).

Entonces, observando Jesús que muchos de sus oyentes salieron indignados de la Sinagoga, con el corazón partido de dolor y los ojos arrasados en lágrimas, preguntó a los doce: 

- "¿También vosotros queréis marcharos?

Simón Pedro le contestó:

- Señor, y ¿a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eterna, y nosotros ya creemos y sabemos que tú eres el Consagrado por Dios" (Jn 6,68). 

Según el dogma de la Iglesia católica, definido por el Concilio de Trento, Jesús está presente en la Eucaristía, real, no metafóricamente, verdaderamente, no en figura, y sustancialmente como una realidad transcendente. Por medio de la consagración del pan y del vino que el sacerdote hace en la santa misa, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo las especies de pan y vino. Y el Cuerpo de Jesucristo es verdadera comida y la sangre verdadera bebida. ¿Cómo? Nadie lo entiende ni lo puede explicar, pero es una realidad suprema, verdadera, auténtica que trasciende el comer y beber humano, y solamente podremos ver en el Cielo.