La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio fueron preparadas por los profetas en el Antiguo Testamento aunque no siempre fueron observadas por los patriarcas y reyes. Hasta la plenitud de los tiempos con la venida de Jesucristo, el antiguo Pueblo de Dios se conducía por los instintos desordenados de la carne, según la razón, que lentamente iba siendo iluminada por la revelación de la Palabra divina durante siglos respecto del destino del matrimonio, según los planes de Dios. Y como es lógico y comprensible los hombres cometían atropellos morales de todo género y desórdenes carnales en los matrimonios y parejas durante siglos, incluso después de la promulgación del Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. Por fin cuando Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, vino al mundo para ser la Revelación de la Santísima Trinidad, en su vida pública completó la revelación anunciada en el antiguo Testamento y predicó la unidad e indisolubilidad en la unión matrimonial del hombre y la mujer, y estableció que “lo que Dios unió, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6), cuando realmente el matrimonio es válido. Y declaró la unidad del matrimonio de un hombre con una mujer y su indisolubilidad.
San Pablo mandaba en nombre de Cristo que los maridos deben amar a sus mujeres, como Cristo amó a su Iglesia: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla” (Ef 5, 25-26), porque el matrimonio expresa el amor y la unión entre Cristo y la Iglesia. Por consiguiente, los esposos se deben ayudar mutuamente a santificarse en la vida conyugal, en la procreación y educación de los hijos, fines principales del sacramento, y en la mutua fidelidad tanto en lo próspero como en lo adverso porque el sacramento del matrimonio es una Iglesia doméstica.
El fundamento del matrimonio es el amor
verdadero auténtico, reciproco del uno al otro, porque el amor de uno sin
correspondencia del otro es más dolor que gozo. En el matrimonio tiene que
existir una mutua correspondencia de
amor en los esposos. Tiene que ser personal, amor a la persona, tal como es en
sí misma con sus cualidades y defectos, y no como gustaría que fuera el otro.
Supone aceptación y comprensión. El esposo tiene que aceptar y comprender que
se casa con su esposa, una mujer, igual que el hombre, como persona, pero
distinta en los caracteres femeninos, común a todas las mujeres, pero única en
su especie con su propia personalidad física, psicológica y espiritual. Y de la
misma manera la mujer tiene que
comprender que su esposo es un hombre, como todos los demás, pero único en
particular.
Aunque es muy aconsejable que para la
felicidad matrimonial, ambos tengan iguales o parecidos ideales, no es
absolutamente necesario, pues el verdadero amor humano no tiene barreras,
sobrepasa todos los ideales. Por eso es compatible en el matrimonio que uno sea católico y otro
no, tenga ideales distintos, políticos, religiosos y culturales, y que uno sea
de una nación y el otro de otra, pues el amor comprende las distintas maneras
de ser, pensar y obrar y todos los defectos accidentales.
Podríamos comparar el amor en el matrimonio con el fundamento del edificio. Lo que es el fundamento al edificio es el amor al matrimonio: principio de unidad y consistencia. No es lo mismo construir un edificio de una sola planta que requiere cimientos básicos que otro de muchos pisos, que requiere profundidad de fundamento para garantizar la consistencia y unidad del edificio.
Se puede ser feliz en la
soltería, en el matrimonio, en la viudez, en la vida consagrada, en el
sacerdocio, si el estado se elige y se acepta en el fundamento del amor; y
también desgraciado si se vive sin amor.
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