Luego todos los discípulos con
Jesús hicieron la travesía del lago y desembarcaron en la parte occidental en
tierra de Genesaret. Al reconocerle los habitantes de aquel lugar, propagaron
la noticia por toda aquella comarca y le trajeron muchos enfermos. Y estando en
su presencia le suplicaban que les dejara tocar tan sólo la orla de su manto; y
aquellos que lograron tocarle quedaron sanos (Mt 14,34-36).
Al día siguiente, al enterarse la gente de que andaba por allí
Jesús, en sus barcas se dirigió al sitio donde Él había realizado el milagro,
porque era el lugar donde todo el mundo sabía que solía reunirse frecuentemente
con sus discípulos (Jn 6,22-24). Y comprobando que allí no estaba, todos se
dirigieron a la sinagoga, donde se encontraba predicando. Alguno del pueblo,
rompiendo el respeto humano del qué dirán, se acercó a Él y le dijo:
- “Maestro, ¿cuándo has venido?"
Jesús
les contestó:
- “No me buscáis porque hayáis percibido señales, sino porque habéis comido pan hasta saciaros” (Jn 6, 26).
La razón de aquella multitud en la búsqueda de Jesús no era la fe en el
Mesías, sino el interés humano del pan con el que habían sido saciados
milagrosamente el día anterior. Después, aprovechando esta ocasión del alimento
del pan, pronunció el discurso sobre la promesa eucarística: “No trabajéis por
el alimento que se acaba, sino por el alimento que dura dando una vida sin
término” (Jn 6,27).
Los oyentes, pensando que les
anunciaba un manjar extraordinario, pidieron a Jesús ese alimento que les
prometía:
- “Señor, danos siempre pan de ése”
(Jn 6,34).
Jesús les respondió:
- “Yo soy el pan de la vida. El que se acerca a mí no pasará hambre y el que tiene fe en mí no tendrá nunca sed” (Jn 6,35).
La fe en Jesús, enviado por el
Padre, les dijo, era necesaria para comprender el misterio que les anunciaba,
que tenía relación con la vida eterna y la resurrección en el último día (Jn
6,35-40).
Los judíos quedaron perplejos ante
estas palabras tan extrañas, que sólo entendieron en sentido figurado. Y,
desconcertados, “protestaban contra él porque había dicho que él era el pan del
cielo, y comentaban:
- "Pero ¿no es éste Jesús, el hijo de José? Si nosotros conocemos a su padre y a su madre, ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?" (Jn 6,41-42).
Jesús, como respuesta a esta pública
murmuración, volvió a insistir en la misma idea, repitiendo una y otra vez que
Él era el pan bajado del Cielo, su propia carne, vida del mundo.
Los oyentes interpretaron estas
palabras en sentido místico, porque no podían comprender cómo tenían que comer
carne humana, como si fueran antropófagos salvajes. Y, totalmente
desconcertados, murmuraban entre sí diciendo:
- “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6,52)
Entonces Jesús les dijo:
- “Pues sí, os aseguro que si no coméis la carne y no bebéis la sangre de este Hombre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día, porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él” (Jn 6,53-56).
Las palabras
no pudieron ser más claras y tajantes: Jesús era el pan de vida eterna, bajado
del Cielo, distinto y mejor que el maná con que el Padre alimentó a su Pueblo
en el desierto. El pan en concreto será su cuerpo, verdadera comida, y su sangre, verdadera bebida.
Ante semejantes reiteraciones de
la misma idea "muchos discípulos dijeron al oírlo:
- "Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?" (Jn 6,60).
Y, como
efecto del discurso de la promesa eucarística, "desde entonces muchos
discípulos se volvieron atrás y no volvieron más con él" (Jn 6,66).
Entonces, observando Jesús que
muchos de sus oyentes salieron indignados de la Sinagoga, con el corazón
partido de dolor y los ojos arrasados en lágrimas, preguntó a los doce:
- "¿También vosotros queréis marcharos?
Simón Pedro le contestó:
- Señor, y ¿a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eterna, y nosotros ya creemos y sabemos que tú eres el Consagrado por Dios" (Jn 6,68).
Según el dogma de la Iglesia
católica, definido por el Concilio de Trento, Jesús está presente en la
Eucaristía, real, no metafóricamente, verdaderamente, no en figura, y
sustancialmente como una realidad transcendente. Por medio de la consagración
del pan y del vino que el sacerdote hace en la santa misa, el pan y el vino se
convierten en el Cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo las especies de pan y
vino. Y el Cuerpo de Jesucristo es verdadera comida y la sangre verdadera
bebida. ¿Cómo? Nadie lo entiende ni lo puede explicar, pero es una realidad
suprema, verdadera, auténtica que trasciende el comer y beber humano, y
solamente podremos ver en el Cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario