sábado, 22 de febrero de 2025

Séptimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 


A Pedro, el gran apóstol de los contrastes temperamentales, le resultó difícil entender esta lección evangélica. Y, apasionado, como siempre, en un arranque de corazonada instintiva preguntó al Maestro:

-Señor, y si mi hermano me sigue ofendiendo, ¿cuántas veces lo tendré que perdonar? ¿Hasta siete veces?

Suponía el bueno de Pedro que había exagerado los límites de la generosidad en el perdón a los enemigos, determinando el número de veces hasta siete. Y su sorpresa llegó a su colmo, cuando oyó la respuesta de Jesús:

No siete veces, sino setenta veces siete. Es decir siempre.

El Evangelio que Jesús predicaba producía efectos sorprendentes en los que lo escuchaban con fe, porque Él era consecuente con su Palabra: cumplía a la perfección lo que enseñaba. Donde quizás aparece este ejemplo con un argumento contundente de claridad meridiana fue en el momento de la cruz, en el que perdonó con amor inconcebible a sus mismos enemigos que le habían crucificado:

“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

El amor a los enemigos no es un consejo evangélico que propuso Jesús a una casta privilegiada de cristianos, vocacionados para una santidad heroica; ni una invitación a la máxima perfección del amor cristiano. Es un precepto del Señor, que ya existía en el Antiguo Testamento (Lev 19,17 -18;Éx 23,4-5; Prov 25,21), entendido humanamente con condicionamientos.

Jesucristo, que es la plenitud de la Ley, nos lo explica en el Evangelio en la parábola del siervo que debía millones a su rey (Mt 18,23-35). Y nos lo manda en muchos textos, de los que seleccionamos tres importantes:

• “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis? ¿No hacen eso mismo los paganos?”. Y si saludáis solamente a vuestros hermanos ¿qué hacéis de especial? (Mt 5,44-47; Lc 6,27-35).

• “Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre perdonará las vuestras” (Mt 6,14-15).

• “Perdonad y seréis perdonados” (Lc 6,37).

Es condición indispensable para ser verdaderamente hijos de Dios amar a nuestros enemigos y rezar por ellos, si queremos distinguirnos de los paganos que suelen tratar a los demás como ellos son tratados. Es, además, necesario perdonar a los que nos ofenden para recibir el perdón de Dios, conforme pedimos en la oración dominical: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

Para cumplir el precepto del amor al enemigo son necesarias dos condiciones esenciales: la oración y el perdón de las ofensas.

Es evidente que la oración por los enemigos no puede ser igual que la que se hace por familiares y amigos; ni tampoco el perdón de las ofensas. Basta con que la oración sea sobrenatural, de la manera que cristianamente sea posible, aunque se sienta rechazo instintivo y revolución pasional en el interior. Como norma general se podría cumplir esta costosa obligación rezando consecuentemente la oración del Padre nuestro, en la que condicionamos el perdón de Dios al modo como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

El perdón de las ofensas consiste esencialmente en erradicar del corazón el odio y la venganza. Es decir en no tomarse la justicia por mano propia. El odio es irreconciliable con la Palabra de Dios: “El que odia a su hermano es un homicida, y vosotros sabéis que ningún homicida tiene la vida eterna en sí mismo” (1 Jn 3,15). “Si alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano es un mentiroso. El que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve. Éste es el mandamiento que hemos recibido de Él: que el que ame a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4,20-21).

El fundamento teológico del amor al enemigo no puede ser más claro y sencillo: Todo hombre, de cualquier color, raza, país, ideología, credo, es hijo de Dios, incluso mi enemigo, que es también hermano mío. Por consiguiente, el enemigo es mi prójimo, objeto del amor evangélico del mandamiento nuevo del Señor. Sin embargo, esto no quiere decir que hay que amar al enemigo de la misma manera en sentimientos y obras que al amigo, cosa que es un contrasentido humano y un precepto cristiano imposible de cumplir. Y es natural, pues la ofensa levanta la piel del alma, resquebraja el corazón, revoluciona las pasiones, provoca la ira y puede suscitar el odio y la venganza.

Teniendo en cuenta estas alteraciones sensibles en el cuerpo con repercusiones en el alma, conviene saber que no se opone al precepto del amor al enemigo:

  • Sentir instintivamente repulsión hacia él.
  • Revolverse por dentro.
  • Desearle algún correctivo temporal, que no sea un mal espiritual en sí mismo, con el fin de que valore el daño que ha hecho, se arrepienta, y deje de hacer más el mal socialmente.
  • Exigir que se cumpla con él la justicia.

¿Cómo tiene que ser el amor al enemigo?

Es suficiente que sea sobrenaturalmente humano, expresado de manera educada, diplomática, virtuosa, pues se supone que el enemigo quiere para ti el mal, aunque él lo considere subjetivamente un bien y equivocadamente hasta un derecho.

Si tu enemigo te ha ofendido gravemente, perdónalo con corazón cristiano, pero si antes fue tu amigo, salvo raras excepciones, es preferible que no renueves la amistad que antes tuviste con él, pues “quien hace un cesto hace ciento”. Regálale el trato que merece un conocido o, como mínimo un extraño.

En las ofensas que existen entre padres, hijos, hermanos y amigos de verdad, es difícil averiguar quién tiene la razón, pues cada uno suele tener alguna parte de culpabilidad, a causa del carácter o la pasión del amor propio, si bien algunas veces hay inocentes. Difícilmente se concilia con el Evangelio que padres, hijos, hermanos, familiares íntimos y amigos de verdad no se hablen. Sin embargo, pueden existir razones para tratarse solamente en acontecimientos nucleares de familia y con las debidas cautelas, como, por ejemplo, en bautizos, bodas, enfermedades, entierros y otros actos sociales de importancia. El egoísmo ciega al hombre y le hacer ver las cosas bajo la óptica de intereses personales, “llevando las aguas a su molino”. ¿Quién llevará verdaderamente la razón a los ojos de Dios? ¿Quién será culpable o inocente? Sólo Dios Padre puede evaluar, desde su infinita misericordia, los frecuentes casos de familiares íntimos y amigos que, sin razones de peso, se niegan la palabra.

Escudriñando las ofensas que recibimos con un buceo profundo de espiritualidad, se llega a la conclusión de que las ofensas son gracias de Dios que nos ocasionan la oportunidad de llegar a conocernos íntimamente, pues remueven en nuestro interior las pasiones que esconden el veneno potencial de maldad que llevamos dentro; y hacen que se nos caigan las escamas que cubren la presunta santidad que no tenemos. Gracias a las adversidades de la vida, a las miserias humanas, al pecado, a las ofensas y roces en la convivencia social vamos conociendo al ídolo falso de amor propio a quien damos culto en el templo de nuestro corazón vanidoso.

El perdón total que tú puedes regalar a tu mayor enemigo es un modo heroico de perdonar, al estilo de Jesucristo.

No te preocupes porque habiendo perdonado a tu enemigo, no puedes olvidar su ofensa. La frase popular de “perdono pero no olvido” puede tener doble interpretación. “Si perdono pero no olvido” significa para ti que tienes en cuenta lo que el enemigo te ha hecho para cobrarte de una deuda que te debe, no perdonas, te vengas. En cambio, “si perdono pero no olvido” quiere decir que no puedes borrar de tu memoria las ofensas que te hacen, por causas humanas, pero no quieres hacer el mismo mal que a ti se te ha hecho, perdonas aunque no olvides.

¿Cómo puedes negarte a perdonar a tu hermano, habiendo sido tú perdonado muchas veces por Dios?

Comprende con el corazón los pecados y miserias de los hombres, pensando que cada uno es distinto a los demás y ama y perdona con distinta medida. Pide perdón a quien sabes que has ofendido. Algunas veces el buen comportamiento con quien has ofendido vale tanto o más que un rito de palabras.

Aunque no te sientas formalmente culpable, si has ocasionado molestias, presenta con educación disculpas y lamenta el daño que hayas producido, sin tú quererlo, reparando los daños que has causado; y procura poner todos los medios que tienes a tu alcance para evitar otros.

Si pides perdón a tu enemigo y él te lo niega, quedas perdonado por Dios, pues Él es, en verdad, quien juzga la malicia del corazón del hombre.

Puede ser que tú conscientemente nunca hagas mal a nadie. Pero no puedes evitar que otros se hagan daño contigo sin tu culpa. Es necesario revisar constantemente nuestros actos para ver con ojos humildes la visión objetiva de las cosas, pues la miopía del amor propio nos hace ver en otras ofensas que no nos hacen. Convéncete de que muchos no te ofenden tanto como tú te sientes ofendido. La ofensa no es como tú la recibes, ni tal vez como otros te la hacen, sino realmente como es en la presencia de Dios que valora los actos morales en verdadera justicia misericordiosa.

Reconoce humildemente que todos somos unas veces ofensores y otros ofendidos. Mala señal es ver siempre malicia en los hombres, pues hay mucha bondad oculta en los santos del silencio; y gran ingenuidad es también ver que todo el mundo es bueno. El valor moral de los actos buenos o malos de los hombres es una exclusiva de Dios infinitamente misericordioso, únicamente.

En la convivencia familiar, amistosa, laboral y social, tu manera de ser, aunque sea muy virtuosa en la presencia de Dios, molestará siempre a algunos. No hay santo que guste a todos. Tú no tienes que ser como el otro, ni el otro como tú. Cada uno debe ser virtuosamente él mismo. En una comunidad de santos canonizables todos tienen que sufrir unos con otros los defectos temperamentales, miserias y debilidades, propias de la naturaleza humana. El modo personal con que cada miembro de una Comunidad vive un mismo modelo de santidad carismática, en régimen interno disciplinario, es para una ocasión de admiración y ejemplo; para otros extrañeza, desedificación o escándalo; y para toda oportunidad para una virtuosa y santificadora mortificación más o menos molesta.

El bien que tú haces puede ser conceptuado por algunos como un mal, sin ninguna responsabilidad tuya; y el mal que haces puede convertirse para otros en vehículo del bien, sin mérito tuyo. Cada uno tiene un concepto diferente del bien y del mal, pues, aunque sea católico, la moralidad objetiva de la Iglesia queda en definitiva subjetivada en cada hombre. Te aconsejo que hagas la siguiente petición: Perdona, Señor, a quien se hizo mal con mi bien, sin yo saberlo ni quererlo, y premia a quien recibió bien por medio de mi mal.

No te hagas la víctima pensando que son otros los culpables del mal que te sucede, porque no es así. En las ofensas unas veces somos ofensores y otras ofendidos en porcentajes de culpabilidad o inocencia que habría que demostrar. Provienen muchas veces de desequilibrios psíquicos, celos, envidias, venganzas y otras causas fundadas en el egoísmo, que es el monopolio del amor propio. Procura tú no hacer daño a nadie a sabiendas y aprende a excusar con generoso corazón cristiano a quienes te ofenden o molestan, buscando una caritativa justificación en la intención y en la acción de los que te ofenden. Pero en los casos de quebrantamiento grave de la justicia, defiende tus derechos para evitar el mal que repercute en el bien común.

Perdona como tú quieres ser perdonado, pues el perdón es amor multiplicado por dos. No te pido que me disculpes, te ruego simplemente que me comprendas y perdones, porque estoy necesitando el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia. Te agradezco sinceramente el perdón que me has regalado, pero tengo contra ti la manera brusca de perdonarme, que me hace daño. Tu perdón me parece más que un acto de caridad un ejercicio de la justicia. Te agradezco que me hagas los cargos, moniciones, avisos y correcciones oportunas, pero si no lo puedes hacer en un clima pacífico y tono de amor comprensivo y cariñosamente exigente, perdóname en silencio.

No esperes a que se corrija de sus defectos el que convive contigo, corrígete tú de los tuyos y evitarás muchos disgustos. Como lo que se discute en familia o ambiente de amistad suele ser intrascendente, es preferible muchas veces el silencio a la defensa de tu verdad, pues dice un refrán castellano que “dos no riñen si uno se calla. Si realmente te consideras inocente de la ofensa que te inculpan, por amor a la paz es preferible pasar por culpable, siendo inocente, antes que defender derechos tontos por justicia, engendrando guerra. El enfado que proviene del egoísmo o de la cerrazón enturbia o corrompe el amor.

Cuando tu interlocutor con quien discutes es incapaz de dialogar, porque tiene la cabeza cuadriculada y no entra en razones, déjale con su “razón”, aunque no la tenga, pues tratar de defender la verdad con quien no es capaz de dialogar, es una tontería y una pérdida de tiempo.

A medida que vayas siendo mejor, te parecerá que muchos hombres no son tan malos como a ti te parece. El prójimo, aunque sea un gran pecador, en su ser ontológico es Cristo. El santo no critica a nadie y a todos excusa, porque está convencido de que él podría haber sido tan malo como el primero, si no hubiera contado, desde siempre, con el diluvio de gracias que Dios le regaló, desde el primer instante de su ser.

sábado, 15 de febrero de 2025

Sexto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 


"Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido" 1Co 15,12

La creencia en la resurrección de los muertos forma parte integral de los artículos de la fe, como afirmamos en el Credo de la iglesia Católica que rezamos en la Santa Misa: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”

Nadie que se considere católico de manera consecuente puede negar la verdad revelada de que Cristo nos resucitará en el último día (Jn 6,39-40).

 Cuando morimos, el alma se separa del cuerpo y es juzgada por Dios en juicio particular con sentencia eterna, que será confirmada públicamente delante de todos los hombres en el día del juicio universal, al final de los tiempos. Y el cuerpo, muerto para la vida, volverá a la tierra, de la que fue hecho, para esperar el día de la resurrección de los muertos.

 Cuando llegue el último día, el fin del mundo, todos los muertos “resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Conc de Letrán IV: DS 801), transformado en cuerpo de gloria (Flp 3,21), “en cuerpo espiritual” (1 Co 15,44; Cat 999).

 La resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: “El Señor mismo, a la señal dada por la voz de un arcángel y al son de la trompeta de Dios, bajará del Cielo, y los muertos unidos a Cristo resucitarán (1 Ts 4,16; Cat 1001).

 Nadie sabe el día en que este acontecimiento espectacular tendrá lugar, ni tampoco cómo, porque no ha sido revelado. Este hecho sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe” (Cat 1000).

 Esta es la sustancia de la fe católica respecto del dogma de la resurrección de los muertos. Todas las demás explicaciones son teorías de teólogos que hacen sus propios discursos, más o menos fundados, sobre estas verdades innegables.

 Santo Tomás de Aquino, y con él la mayoría de los teólogos, piensa que resucitará el mismo cuerpo que tenemos ahora con su propia materia, numéricamente la misma. “Para que resucite el mismo hombre numéricamente, no se requiere que todo cuanto estuvo materialmente en él durante la vida se tome de nuevo, sino solamente lo suficiente para completar su debida cantidad”.

 El Catecismo de San Pío V que recoge las doctrinas del Concilio de Trento, dice que los cuerpos gloriosos gozarán de cuatro dotes principales:

 ·                     impasibilidad” , “esto es una gracia y dote que hará que los cuerpos no puedan padecer ninguna molestia ni sentir dolor o incomodidad alguna; pues nada les podrá hacer daño, ni el rigor del frío, ni la fuerza del calor, ni el furor ni de las aguas”.

·                     “Sutileza” o dote por el que el cuerpo glorioso “se sujetará completamente al imperio del alma, y le servirá y estará pronto a su arbitrio.

·                     “Agilidad” “en virtud de la cual el cuerpo se verá libre de la carga que ahora le oprime; y tan fácilmente podrá moverse adonde quisiere el alma, que no será posible hallarse nada más veloz que su movimiento”.

·                     “Claridad” por la que brillarán como el sol los cuerpos de los santos. Será un resplandor supranatural con más luminosidad que la más brillante de las estrellas

 El cuerpo glorioso podrá trasladarse a sitios remotísimos, atravesando distancias fabulosas con la velocidad del pensamiento. Sin embargo, este movimiento, aunque rapidísimo, no será instantáneo.

  Al estar resucitado el cuerpo, los sentidos tendrán su propia gloria, de modo que cada uno podrá ejercer, si quiere, su propia función, en grado eminente con gozo accidental, pues la glorificación esencial consistirá en la visión, posesión y gozo de Dios totalmente y para siempre.

 Santo Tomás de Aquino llegó a decir que las cicatrices de las llagas de Cristo y las de los mártires resplandecerán en el Cielo como focos que proyectarán luz sin deslumbrar con brillo especial.

sábado, 8 de febrero de 2025

Quinto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 


Este evangelio que voy a comentar con imaginación sucedió en los primeros meses de la vida pública de Jesús en el lago de Genesaret. El lago está formado por las aguas del río Jordán que lo cruza, y sigue luego su curso para desembocar en el mar Muerto.  Sus aguas cristalinas corren favoreciendo en tiempos marítimos la cría y estancia de numerosos peces.



Un día, a la salida del sol, estaba Jesús paseando por la orilla del Lago y observó dos cosas: que Pedro y su hermano Andrés estaban recogiendo las redes, después de haber estado bregando toda la noche, si haber pescado nada; y que sus íntimos amigos Juan y Santiago lavaban las redes y las remendaban en la playa. Había muchos familiares esperando la llegada de las barcas de los pescadores con la esperanza de que trajeran buena pesca.

Cuando el público advirtió la presencia de Jesús, cuya fama de predicador ya estaba extendida por todas partes, se agolpó a su alrededor tanta gente para escuchar la palabra de Dios, que por la estrechez de la playa obligó a Jesús a acercarse a Pedro para rogarle que retirara la barca un poco de tierra. Entonces Pedro, acompañado de su hermano Andrés, la dejó flotando en las aguas, amarrada con cuerdas a un picacho de la roca. Luego Jesús, se arremangó la túnica y con aire señorial se sentó en la proa, haciendo de la nave un púlpito, y predicó la Palabra de Dios.

Terminada la predicación, Jesús dijo a Pedro:

- Rema mar adentro y echad las redes para pescar.

Pedro quedó extrañado del mandato, y pensó que Jesús sabía mucho de Sagrada Escritura, como buen Profeta, pero de pesca poco o casi nada. Y con la autoridad de quien dominaba el oficio, respondió a Jesús con respetuosa confianza:

- Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero por tu palabra echaré las redes.

Pedro, obediente a la Palabra del Señor, arrojó las redes al agua; y al momento capturaron milagrosamente tal cantidad de peces que se rompían las redes. Jesús sabía con su ciencia divina que en el momento preciso de mandar a Pedro echar las redes, ocurriría el hecho sorprendente de que pasaría por allí un banco de peces, que se había formado por la corriente de las aguas, cosa muy frecuente en el Lago en aquella época. Como no podían cargar tanta pesca en la barca, Pedro y Andrés hicieron señas a Santiago y Juan para que vinieran a echarles una mano. Con el esfuerzo de los cuatro, aplicado con maestría, llenaron de peces las dos barcas hasta los topes, de tal manera que por el excesivo peso casi se hundían. Al llegar a la playa, el impetuoso Simón Pedro, espontáneo y temperamental, como siempre, al ver el espectacular milagro, se arrojó a los pies de Jesús y dijo:

- Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.

Pedro y Andrés, y también Juan y Santiago, hijos de Zebedeo, quedaron pasmados, sobrecogidos, sin palabras, al comprobar el grandioso y espectacular milagro… Aprovechando esta ocasión, prueba inconfundible del poder divino, Jesús dijo a los cuatro:

- No temáis, desde ahora seréis pescadores de hombres.

De este milagro se pueden desprender varias aplicaciones para la vida espiritual, entre las que destacamos:

  • La fe de Pedro en creer en el poder divino de Jesús para hacer milagros, que los cristianos tenemos que imitar para creer que Él todo lo puede, y si no hace el milagro es porque no es necesario para la vida eterna.
  • La obediencia en echar las redes al mar sabiendo que Jesús lo puede todo, aunque algunas veces nos parezca que en algunas cosas no hay nada que hacer por la ciencia o experiencia que tengamos.
  • La humildad de Pedro que quedó asombrado al encontrarse ante el poder milagroso de la santidad divina de Jesús, viéndose a sí mismo delante de Él un pecador.

Y dejándolo todo lo siguieron

Ellos al instante, dejando las redes y todas las cosas, siguieron a Jesús, convertidos en Apóstoles suyos. En la Iglesia todo cristiano es apóstol, en virtud del bautismo: apóstol común bautismal y apóstol de vocación consagrada.

La palabra apóstol en griego significa enviado, mensajero, embajador, y en sentido cristiano enviado para predicar el Evangelio a los hombres de muchas maneras. Así lo enseña la Iglesia en el Concilio Vaticano II: Por “el Bautismo y la Confirmación los fieles son consagrados a ser un sacerdocio santo” (LG 10).

El simple cristiano es apóstol cuando ora como sabe y puede, de buena fe, con las debilidades propias de la naturaleza humana; recibe los sacramentos, de manera humana y consecuente; ofrece al Señor su cruz en todos sus ámbitos, completando lo que faltó a la Pasión de Cristo, como nos dice San Pablo; cumple la penitencia mandada por la Iglesia y acepta las cruces de la vida ordinaria, porque el sufrimiento cristiano por sí mismo aceptado y ofrecido, es penitencia redentora; trabaja y disfruta en unión con Cristo porque el trabajo y la diversión santa en estado de gracia santifican y apostolizan.

Apóstol de vocación consagrada

La consagración a Dios, vivida en comunidad fraterna o de otra manera en el mundo en cualquier estado civil con votos o compromisos y aprobada por la Iglesia, es una gracia especial que el Espíritu Santo concede a ciertos cristianos para el bien de la Iglesia.

La vida consagrada es activa o contemplativa.

La activa se dedica al apostolado de la caridad en todas sus expresiones, la enseñanza religiosa o civil con espíritu cristiano, o a la acción eclesial, litúrgica y social.

La contemplativa es un apostolado místico de oración, penitencia, trabajo de vida ordinaria en comunidad fraterna o de otro modo aprobado por la Iglesia.

sábado, 1 de febrero de 2025

Presentación del Señor. Tiempo ordinario. Ciclo C

 


¿Cómo se celebraría el acto litúrgico de la Presentación? No lo sabemos. Vamos a imaginarlo con algún fundamento bíblico.


María dejó en los brazos de José al Niño. Con las dos tórtolas apoyadas sobre el pecho, dándose la cara, y sujetas las alas de cada una con una mano, para evitar el forcejeo del vuelo, subió devotamente la escalinata, y se situó en la grada número quince junto a las demás madres, que habían venido ese día al templo para ser purificadas.

Los servidores del templo fueron recogiendo las ofrendas. María entregó su par de tórtolas, y con devoto recogimiento y porte natural esperó emocionada el acto culmen del sacrificio purificatorio.

Llegaron después los levitas de turno y echaron incienso sobre las aascuas de los braseros de bronce que estaban al pie del altar del sacrificio. El humo se desprendió del fuego y empezó a expandirse subiendo hacia las bóvedas del templo en forma de nube, dejando en el ambiente el perfume clásico de rito religioso.

Llegó luego el sacerdote revestido con una túnica blanca, ribeteada con bordados dorados en las mangas, cuello y orla del bajo. Sobre ella un manto de color rojo rebajado, y encima el efod, vestidura litúrgica corta y sin mangas, parecida a una dalmática, de color púrpura.

Sobre su cabeza brillaba una tiara labrada con ricas piedras preciosas, signo de la dignidad del celebrante. Colgado del cuello llevaba un cordón dorado del que pendía un pectoral de oro reposando sobre el pecho.

Ante la expectativa, nervios y emoción de las madres, el sacerdote con un cuchillo bien afilado dio un tajo a un manso corderito brutalmente sujeto por las patas. El animalito, resistiéndose inútilmente al sacrificio, empezó a derramar sangre pidiendo clemencia con berridos. El sacerdote mojó con el hisopo la sangre inocente, roció el pie del altar, y después al pueblo, mientras el coro recitaba oraciones y salmos de memoria. Los levitas colocaron el cordero sobre las ascuas de un brasero de bronce, para que expiara el "pecado" legal que las madres habían contraído.

María no pudo evitar el escalofrío de la cuchillada. Sintió la sensación de que le estaban rasgando el corazón, pensando en el cruento sacrificio de su Hijo, que estaba simbolizado en aquel cordero. Contuvo las lágrimas con entereza, mientras que luchaba por sobreponerse a las circunstancias.

Terminada la ceremonia bajó las escaleras sobrecogida, emocionada, con el rostro demudado y los ojos bañados en lágrimas. Cogió de los brazos de José al Niño Jesús, y, acompañada de su esposo, se dirigió hacia el altar de la presentación para ofrecer a su Hijo al Señor, después de haber entregado para el templo la ofrenda económica establecida, como rescate de Hijo primogénito.

El Evangelio destaca el hecho de la purificación de María silenciando la presentación del Niño Jesús en el Templo. Salvador Muñoz Iglesias supone que María ofrecería a su Hijo privadamente al Padre.

Nos refiere el evangelista que "su padre y su madre estaban admirados de las cosas que decían de Él" (Lc 2,33).

Ni una sola palabra de María quedó registrada en este precioso pasaje del Evangelio. Y debió pronunciar muchas. Pero serían circunstanciales: palabras de alabanza a Dios, de cortesía caritativa, educación y gratitud para con todos, propias de unas relaciones humanas sociales y religiosas. Y, sin embargo, su actuación en la profecía reveladora del misterio de la salvación se redujo al silencio virtuoso, que bien administrado tiene tanta o más fuerza que la palabra.

María es ejemplo admirable de la virtud del silencio para los que gustan ser figurines de la palabrería, charlatanes incoherentes del "cálido verbo", habladores de lo que no saben, pregoneros presuntuosos de sí mismos; para los que aman la fuerza divina del silencio apostólico de la vida ordinaria; para los que quieren vivir, sin protagonismos, la eficacia de su consagración a Dios en la entrega silenciosa a los hermanos; para los que han descubierto la fuerza santificadora y apostólica del trabajo; para los que predican la Palabra de Dios comunicando la gran noticia del amor de Jesucristo Salvador con sonrisas y lágrimas, con oración de vida interior, con comportamientos virtuosos, con el ejemplar cumplimiento del deber.

Para ser virtuoso no es necesario hacer una selección de actos importantes, como quien come a la carta. Se puede ser santo haciendo lo que se tiene que hacer en gracia de Dios, aceptando su Providencia amorosa en todas las cosas que vayan viniendo, y alimentando el espíritu con el menú espiritual de cada día. Terminada la ceremonia de la purificación de María y presentación del Niño en el Templo, la Sagrada Familia dispuso las cosas para regresar a Belén