Este evangelio que voy a comentar con imaginación
sucedió en los primeros meses de la vida pública de Jesús en el lago de
Genesaret. El lago está formado por las aguas del río Jordán que lo cruza, y
sigue luego su curso para desembocar en el mar Muerto. Sus aguas
cristalinas corren favoreciendo en tiempos marítimos la cría y
estancia de numerosos peces.
Un día, a la salida del sol, estaba Jesús paseando por la orilla del Lago y observó dos cosas: que Pedro y su hermano Andrés estaban recogiendo las redes, después de haber estado bregando toda la noche, si haber pescado nada; y que sus íntimos amigos Juan y Santiago lavaban las redes y las remendaban en la playa. Había muchos familiares esperando la llegada de las barcas de los pescadores con la esperanza de que trajeran buena pesca.
Cuando el público advirtió la presencia de Jesús, cuya fama de predicador ya estaba extendida por todas partes, se agolpó a su alrededor tanta gente para escuchar la palabra de Dios, que por la estrechez de la playa obligó a Jesús a acercarse a Pedro para rogarle que retirara la barca un poco de tierra. Entonces Pedro, acompañado de su hermano Andrés, la dejó flotando en las aguas, amarrada con cuerdas a un picacho de la roca. Luego Jesús, se arremangó la túnica y con aire señorial se sentó en la proa, haciendo de la nave un púlpito, y predicó la Palabra de Dios.
Terminada la predicación, Jesús dijo a Pedro:
- Rema mar adentro y echad las redes para pescar.
Pedro quedó extrañado del mandato, y pensó que Jesús sabía mucho de Sagrada Escritura, como buen Profeta, pero de pesca poco o casi nada. Y con la autoridad de quien dominaba el oficio, respondió a Jesús con respetuosa confianza:
- Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero por tu palabra echaré las redes.
Pedro, obediente a la Palabra del Señor, arrojó las redes al agua; y al momento capturaron milagrosamente tal cantidad de peces que se rompían las redes. Jesús sabía con su ciencia divina que en el momento preciso de mandar a Pedro echar las redes, ocurriría el hecho sorprendente de que pasaría por allí un banco de peces, que se había formado por la corriente de las aguas, cosa muy frecuente en el Lago en aquella época. Como no podían cargar tanta pesca en la barca, Pedro y Andrés hicieron señas a Santiago y Juan para que vinieran a echarles una mano. Con el esfuerzo de los cuatro, aplicado con maestría, llenaron de peces las dos barcas hasta los topes, de tal manera que por el excesivo peso casi se hundían. Al llegar a la playa, el impetuoso Simón Pedro, espontáneo y temperamental, como siempre, al ver el espectacular milagro, se arrojó a los pies de Jesús y dijo:
- Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.
Pedro y Andrés, y también Juan y Santiago, hijos de Zebedeo, quedaron pasmados, sobrecogidos, sin palabras, al comprobar el grandioso y espectacular milagro… Aprovechando esta ocasión, prueba inconfundible del poder divino, Jesús dijo a los cuatro:
- No temáis, desde ahora seréis pescadores de hombres.
De este milagro se pueden desprender varias aplicaciones para la vida espiritual, entre las que destacamos:
- La fe de Pedro en creer en el poder divino de Jesús para hacer milagros, que los cristianos tenemos que imitar para creer que Él todo lo puede, y si no hace el milagro es porque no es necesario para la vida eterna.
- La obediencia en echar las redes al mar sabiendo que Jesús lo puede todo, aunque algunas veces nos parezca que en algunas cosas no hay nada que hacer por la ciencia o experiencia que tengamos.
- La humildad de Pedro que quedó asombrado al encontrarse ante el poder milagroso de la santidad divina de Jesús, viéndose a sí mismo delante de Él un pecador.
Y dejándolo todo lo siguieron
Ellos al instante, dejando las redes y todas las cosas, siguieron a Jesús, convertidos en Apóstoles suyos. En la Iglesia todo cristiano es apóstol, en virtud del bautismo: apóstol común bautismal y apóstol de vocación consagrada.
La palabra apóstol en griego significa enviado, mensajero, embajador, y en sentido cristiano enviado para predicar el Evangelio a los hombres de muchas maneras. Así lo enseña la Iglesia en el Concilio Vaticano II: Por “el Bautismo y la Confirmación los fieles son consagrados a ser un sacerdocio santo” (LG 10).
El simple cristiano es apóstol cuando ora como sabe y puede, de buena fe, con las debilidades propias de la naturaleza humana; recibe los sacramentos, de manera humana y consecuente; ofrece al Señor su cruz en todos sus ámbitos, completando lo que faltó a la Pasión de Cristo, como nos dice San Pablo; cumple la penitencia mandada por la Iglesia y acepta las cruces de la vida ordinaria, porque el sufrimiento cristiano por sí mismo aceptado y ofrecido, es penitencia redentora; trabaja y disfruta en unión con Cristo porque el trabajo y la diversión santa en estado de gracia santifican y apostolizan.
Apóstol de vocación consagrada
La consagración a Dios, vivida en comunidad fraterna o de otra manera en el mundo en cualquier estado civil con votos o compromisos y aprobada por la Iglesia, es una gracia especial que el Espíritu Santo concede a ciertos cristianos para el bien de la Iglesia.
La vida consagrada es activa o contemplativa.
La activa se dedica al apostolado de la caridad en todas sus expresiones, la enseñanza religiosa o civil con espíritu cristiano, o a la acción eclesial, litúrgica y social.
La contemplativa es un apostolado místico de oración, penitencia, trabajo de vida ordinaria en comunidad fraterna o de otro modo aprobado por la Iglesia.
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