sábado, 1 de febrero de 2025

Presentación del Señor. Tiempo ordinario. Ciclo C

 


¿Cómo se celebraría el acto litúrgico de la Presentación? No lo sabemos. Vamos a imaginarlo con algún fundamento bíblico.


María dejó en los brazos de José al Niño. Con las dos tórtolas apoyadas sobre el pecho, dándose la cara, y sujetas las alas de cada una con una mano, para evitar el forcejeo del vuelo, subió devotamente la escalinata, y se situó en la grada número quince junto a las demás madres, que habían venido ese día al templo para ser purificadas.

Los servidores del templo fueron recogiendo las ofrendas. María entregó su par de tórtolas, y con devoto recogimiento y porte natural esperó emocionada el acto culmen del sacrificio purificatorio.

Llegaron después los levitas de turno y echaron incienso sobre las aascuas de los braseros de bronce que estaban al pie del altar del sacrificio. El humo se desprendió del fuego y empezó a expandirse subiendo hacia las bóvedas del templo en forma de nube, dejando en el ambiente el perfume clásico de rito religioso.

Llegó luego el sacerdote revestido con una túnica blanca, ribeteada con bordados dorados en las mangas, cuello y orla del bajo. Sobre ella un manto de color rojo rebajado, y encima el efod, vestidura litúrgica corta y sin mangas, parecida a una dalmática, de color púrpura.

Sobre su cabeza brillaba una tiara labrada con ricas piedras preciosas, signo de la dignidad del celebrante. Colgado del cuello llevaba un cordón dorado del que pendía un pectoral de oro reposando sobre el pecho.

Ante la expectativa, nervios y emoción de las madres, el sacerdote con un cuchillo bien afilado dio un tajo a un manso corderito brutalmente sujeto por las patas. El animalito, resistiéndose inútilmente al sacrificio, empezó a derramar sangre pidiendo clemencia con berridos. El sacerdote mojó con el hisopo la sangre inocente, roció el pie del altar, y después al pueblo, mientras el coro recitaba oraciones y salmos de memoria. Los levitas colocaron el cordero sobre las ascuas de un brasero de bronce, para que expiara el "pecado" legal que las madres habían contraído.

María no pudo evitar el escalofrío de la cuchillada. Sintió la sensación de que le estaban rasgando el corazón, pensando en el cruento sacrificio de su Hijo, que estaba simbolizado en aquel cordero. Contuvo las lágrimas con entereza, mientras que luchaba por sobreponerse a las circunstancias.

Terminada la ceremonia bajó las escaleras sobrecogida, emocionada, con el rostro demudado y los ojos bañados en lágrimas. Cogió de los brazos de José al Niño Jesús, y, acompañada de su esposo, se dirigió hacia el altar de la presentación para ofrecer a su Hijo al Señor, después de haber entregado para el templo la ofrenda económica establecida, como rescate de Hijo primogénito.

El Evangelio destaca el hecho de la purificación de María silenciando la presentación del Niño Jesús en el Templo. Salvador Muñoz Iglesias supone que María ofrecería a su Hijo privadamente al Padre.

Nos refiere el evangelista que "su padre y su madre estaban admirados de las cosas que decían de Él" (Lc 2,33).

Ni una sola palabra de María quedó registrada en este precioso pasaje del Evangelio. Y debió pronunciar muchas. Pero serían circunstanciales: palabras de alabanza a Dios, de cortesía caritativa, educación y gratitud para con todos, propias de unas relaciones humanas sociales y religiosas. Y, sin embargo, su actuación en la profecía reveladora del misterio de la salvación se redujo al silencio virtuoso, que bien administrado tiene tanta o más fuerza que la palabra.

María es ejemplo admirable de la virtud del silencio para los que gustan ser figurines de la palabrería, charlatanes incoherentes del "cálido verbo", habladores de lo que no saben, pregoneros presuntuosos de sí mismos; para los que aman la fuerza divina del silencio apostólico de la vida ordinaria; para los que quieren vivir, sin protagonismos, la eficacia de su consagración a Dios en la entrega silenciosa a los hermanos; para los que han descubierto la fuerza santificadora y apostólica del trabajo; para los que predican la Palabra de Dios comunicando la gran noticia del amor de Jesucristo Salvador con sonrisas y lágrimas, con oración de vida interior, con comportamientos virtuosos, con el ejemplar cumplimiento del deber.

Para ser virtuoso no es necesario hacer una selección de actos importantes, como quien come a la carta. Se puede ser santo haciendo lo que se tiene que hacer en gracia de Dios, aceptando su Providencia amorosa en todas las cosas que vayan viniendo, y alimentando el espíritu con el menú espiritual de cada día. Terminada la ceremonia de la purificación de María y presentación del Niño en el Templo, la Sagrada Familia dispuso las cosas para regresar a Belén

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