sábado, 22 de febrero de 2025

Séptimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 


A Pedro, el gran apóstol de los contrastes temperamentales, le resultó difícil entender esta lección evangélica. Y, apasionado, como siempre, en un arranque de corazonada instintiva preguntó al Maestro:

-Señor, y si mi hermano me sigue ofendiendo, ¿cuántas veces lo tendré que perdonar? ¿Hasta siete veces?

Suponía el bueno de Pedro que había exagerado los límites de la generosidad en el perdón a los enemigos, determinando el número de veces hasta siete. Y su sorpresa llegó a su colmo, cuando oyó la respuesta de Jesús:

No siete veces, sino setenta veces siete. Es decir siempre.

El Evangelio que Jesús predicaba producía efectos sorprendentes en los que lo escuchaban con fe, porque Él era consecuente con su Palabra: cumplía a la perfección lo que enseñaba. Donde quizás aparece este ejemplo con un argumento contundente de claridad meridiana fue en el momento de la cruz, en el que perdonó con amor inconcebible a sus mismos enemigos que le habían crucificado:

“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

El amor a los enemigos no es un consejo evangélico que propuso Jesús a una casta privilegiada de cristianos, vocacionados para una santidad heroica; ni una invitación a la máxima perfección del amor cristiano. Es un precepto del Señor, que ya existía en el Antiguo Testamento (Lev 19,17 -18;Éx 23,4-5; Prov 25,21), entendido humanamente con condicionamientos.

Jesucristo, que es la plenitud de la Ley, nos lo explica en el Evangelio en la parábola del siervo que debía millones a su rey (Mt 18,23-35). Y nos lo manda en muchos textos, de los que seleccionamos tres importantes:

• “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis? ¿No hacen eso mismo los paganos?”. Y si saludáis solamente a vuestros hermanos ¿qué hacéis de especial? (Mt 5,44-47; Lc 6,27-35).

• “Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre perdonará las vuestras” (Mt 6,14-15).

• “Perdonad y seréis perdonados” (Lc 6,37).

Es condición indispensable para ser verdaderamente hijos de Dios amar a nuestros enemigos y rezar por ellos, si queremos distinguirnos de los paganos que suelen tratar a los demás como ellos son tratados. Es, además, necesario perdonar a los que nos ofenden para recibir el perdón de Dios, conforme pedimos en la oración dominical: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

Para cumplir el precepto del amor al enemigo son necesarias dos condiciones esenciales: la oración y el perdón de las ofensas.

Es evidente que la oración por los enemigos no puede ser igual que la que se hace por familiares y amigos; ni tampoco el perdón de las ofensas. Basta con que la oración sea sobrenatural, de la manera que cristianamente sea posible, aunque se sienta rechazo instintivo y revolución pasional en el interior. Como norma general se podría cumplir esta costosa obligación rezando consecuentemente la oración del Padre nuestro, en la que condicionamos el perdón de Dios al modo como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

El perdón de las ofensas consiste esencialmente en erradicar del corazón el odio y la venganza. Es decir en no tomarse la justicia por mano propia. El odio es irreconciliable con la Palabra de Dios: “El que odia a su hermano es un homicida, y vosotros sabéis que ningún homicida tiene la vida eterna en sí mismo” (1 Jn 3,15). “Si alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano es un mentiroso. El que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve. Éste es el mandamiento que hemos recibido de Él: que el que ame a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4,20-21).

El fundamento teológico del amor al enemigo no puede ser más claro y sencillo: Todo hombre, de cualquier color, raza, país, ideología, credo, es hijo de Dios, incluso mi enemigo, que es también hermano mío. Por consiguiente, el enemigo es mi prójimo, objeto del amor evangélico del mandamiento nuevo del Señor. Sin embargo, esto no quiere decir que hay que amar al enemigo de la misma manera en sentimientos y obras que al amigo, cosa que es un contrasentido humano y un precepto cristiano imposible de cumplir. Y es natural, pues la ofensa levanta la piel del alma, resquebraja el corazón, revoluciona las pasiones, provoca la ira y puede suscitar el odio y la venganza.

Teniendo en cuenta estas alteraciones sensibles en el cuerpo con repercusiones en el alma, conviene saber que no se opone al precepto del amor al enemigo:

  • Sentir instintivamente repulsión hacia él.
  • Revolverse por dentro.
  • Desearle algún correctivo temporal, que no sea un mal espiritual en sí mismo, con el fin de que valore el daño que ha hecho, se arrepienta, y deje de hacer más el mal socialmente.
  • Exigir que se cumpla con él la justicia.

¿Cómo tiene que ser el amor al enemigo?

Es suficiente que sea sobrenaturalmente humano, expresado de manera educada, diplomática, virtuosa, pues se supone que el enemigo quiere para ti el mal, aunque él lo considere subjetivamente un bien y equivocadamente hasta un derecho.

Si tu enemigo te ha ofendido gravemente, perdónalo con corazón cristiano, pero si antes fue tu amigo, salvo raras excepciones, es preferible que no renueves la amistad que antes tuviste con él, pues “quien hace un cesto hace ciento”. Regálale el trato que merece un conocido o, como mínimo un extraño.

En las ofensas que existen entre padres, hijos, hermanos y amigos de verdad, es difícil averiguar quién tiene la razón, pues cada uno suele tener alguna parte de culpabilidad, a causa del carácter o la pasión del amor propio, si bien algunas veces hay inocentes. Difícilmente se concilia con el Evangelio que padres, hijos, hermanos, familiares íntimos y amigos de verdad no se hablen. Sin embargo, pueden existir razones para tratarse solamente en acontecimientos nucleares de familia y con las debidas cautelas, como, por ejemplo, en bautizos, bodas, enfermedades, entierros y otros actos sociales de importancia. El egoísmo ciega al hombre y le hacer ver las cosas bajo la óptica de intereses personales, “llevando las aguas a su molino”. ¿Quién llevará verdaderamente la razón a los ojos de Dios? ¿Quién será culpable o inocente? Sólo Dios Padre puede evaluar, desde su infinita misericordia, los frecuentes casos de familiares íntimos y amigos que, sin razones de peso, se niegan la palabra.

Escudriñando las ofensas que recibimos con un buceo profundo de espiritualidad, se llega a la conclusión de que las ofensas son gracias de Dios que nos ocasionan la oportunidad de llegar a conocernos íntimamente, pues remueven en nuestro interior las pasiones que esconden el veneno potencial de maldad que llevamos dentro; y hacen que se nos caigan las escamas que cubren la presunta santidad que no tenemos. Gracias a las adversidades de la vida, a las miserias humanas, al pecado, a las ofensas y roces en la convivencia social vamos conociendo al ídolo falso de amor propio a quien damos culto en el templo de nuestro corazón vanidoso.

El perdón total que tú puedes regalar a tu mayor enemigo es un modo heroico de perdonar, al estilo de Jesucristo.

No te preocupes porque habiendo perdonado a tu enemigo, no puedes olvidar su ofensa. La frase popular de “perdono pero no olvido” puede tener doble interpretación. “Si perdono pero no olvido” significa para ti que tienes en cuenta lo que el enemigo te ha hecho para cobrarte de una deuda que te debe, no perdonas, te vengas. En cambio, “si perdono pero no olvido” quiere decir que no puedes borrar de tu memoria las ofensas que te hacen, por causas humanas, pero no quieres hacer el mismo mal que a ti se te ha hecho, perdonas aunque no olvides.

¿Cómo puedes negarte a perdonar a tu hermano, habiendo sido tú perdonado muchas veces por Dios?

Comprende con el corazón los pecados y miserias de los hombres, pensando que cada uno es distinto a los demás y ama y perdona con distinta medida. Pide perdón a quien sabes que has ofendido. Algunas veces el buen comportamiento con quien has ofendido vale tanto o más que un rito de palabras.

Aunque no te sientas formalmente culpable, si has ocasionado molestias, presenta con educación disculpas y lamenta el daño que hayas producido, sin tú quererlo, reparando los daños que has causado; y procura poner todos los medios que tienes a tu alcance para evitar otros.

Si pides perdón a tu enemigo y él te lo niega, quedas perdonado por Dios, pues Él es, en verdad, quien juzga la malicia del corazón del hombre.

Puede ser que tú conscientemente nunca hagas mal a nadie. Pero no puedes evitar que otros se hagan daño contigo sin tu culpa. Es necesario revisar constantemente nuestros actos para ver con ojos humildes la visión objetiva de las cosas, pues la miopía del amor propio nos hace ver en otras ofensas que no nos hacen. Convéncete de que muchos no te ofenden tanto como tú te sientes ofendido. La ofensa no es como tú la recibes, ni tal vez como otros te la hacen, sino realmente como es en la presencia de Dios que valora los actos morales en verdadera justicia misericordiosa.

Reconoce humildemente que todos somos unas veces ofensores y otros ofendidos. Mala señal es ver siempre malicia en los hombres, pues hay mucha bondad oculta en los santos del silencio; y gran ingenuidad es también ver que todo el mundo es bueno. El valor moral de los actos buenos o malos de los hombres es una exclusiva de Dios infinitamente misericordioso, únicamente.

En la convivencia familiar, amistosa, laboral y social, tu manera de ser, aunque sea muy virtuosa en la presencia de Dios, molestará siempre a algunos. No hay santo que guste a todos. Tú no tienes que ser como el otro, ni el otro como tú. Cada uno debe ser virtuosamente él mismo. En una comunidad de santos canonizables todos tienen que sufrir unos con otros los defectos temperamentales, miserias y debilidades, propias de la naturaleza humana. El modo personal con que cada miembro de una Comunidad vive un mismo modelo de santidad carismática, en régimen interno disciplinario, es para una ocasión de admiración y ejemplo; para otros extrañeza, desedificación o escándalo; y para toda oportunidad para una virtuosa y santificadora mortificación más o menos molesta.

El bien que tú haces puede ser conceptuado por algunos como un mal, sin ninguna responsabilidad tuya; y el mal que haces puede convertirse para otros en vehículo del bien, sin mérito tuyo. Cada uno tiene un concepto diferente del bien y del mal, pues, aunque sea católico, la moralidad objetiva de la Iglesia queda en definitiva subjetivada en cada hombre. Te aconsejo que hagas la siguiente petición: Perdona, Señor, a quien se hizo mal con mi bien, sin yo saberlo ni quererlo, y premia a quien recibió bien por medio de mi mal.

No te hagas la víctima pensando que son otros los culpables del mal que te sucede, porque no es así. En las ofensas unas veces somos ofensores y otras ofendidos en porcentajes de culpabilidad o inocencia que habría que demostrar. Provienen muchas veces de desequilibrios psíquicos, celos, envidias, venganzas y otras causas fundadas en el egoísmo, que es el monopolio del amor propio. Procura tú no hacer daño a nadie a sabiendas y aprende a excusar con generoso corazón cristiano a quienes te ofenden o molestan, buscando una caritativa justificación en la intención y en la acción de los que te ofenden. Pero en los casos de quebrantamiento grave de la justicia, defiende tus derechos para evitar el mal que repercute en el bien común.

Perdona como tú quieres ser perdonado, pues el perdón es amor multiplicado por dos. No te pido que me disculpes, te ruego simplemente que me comprendas y perdones, porque estoy necesitando el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia. Te agradezco sinceramente el perdón que me has regalado, pero tengo contra ti la manera brusca de perdonarme, que me hace daño. Tu perdón me parece más que un acto de caridad un ejercicio de la justicia. Te agradezco que me hagas los cargos, moniciones, avisos y correcciones oportunas, pero si no lo puedes hacer en un clima pacífico y tono de amor comprensivo y cariñosamente exigente, perdóname en silencio.

No esperes a que se corrija de sus defectos el que convive contigo, corrígete tú de los tuyos y evitarás muchos disgustos. Como lo que se discute en familia o ambiente de amistad suele ser intrascendente, es preferible muchas veces el silencio a la defensa de tu verdad, pues dice un refrán castellano que “dos no riñen si uno se calla. Si realmente te consideras inocente de la ofensa que te inculpan, por amor a la paz es preferible pasar por culpable, siendo inocente, antes que defender derechos tontos por justicia, engendrando guerra. El enfado que proviene del egoísmo o de la cerrazón enturbia o corrompe el amor.

Cuando tu interlocutor con quien discutes es incapaz de dialogar, porque tiene la cabeza cuadriculada y no entra en razones, déjale con su “razón”, aunque no la tenga, pues tratar de defender la verdad con quien no es capaz de dialogar, es una tontería y una pérdida de tiempo.

A medida que vayas siendo mejor, te parecerá que muchos hombres no son tan malos como a ti te parece. El prójimo, aunque sea un gran pecador, en su ser ontológico es Cristo. El santo no critica a nadie y a todos excusa, porque está convencido de que él podría haber sido tan malo como el primero, si no hubiera contado, desde siempre, con el diluvio de gracias que Dios le regaló, desde el primer instante de su ser.

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