Vamos a comentar en la homilía de hoy el
evangelio de la mujer adúltera que todos conocemos. Haremos de este pasaje como
un comentario espiritual de texto en el que podemos distinguir cuatro elementos
que espero nos aprovechen para nuestro
alimento espiritual de la Palabra de Dios: letrados
y fariseos, ley de Moisés, adúltera, y Jesús.
Los letrados en tiempo de Jesús eran expertos
y versados en la Sagrada Escritura, Maestros de la Ley, que conocían a la
perfección la teología bíblica y la Moral de los judíos basada en la Palabra de
Dios y en las tradiciones de los judíos. En nuestros tiempos vendrían a ser
como los doctores en teología dogmática y moral.
Los fariseos eran los judíos consagrados al
servicio de Dios que cifraban la santidad en el cumplimiento minucioso y exacto
de la ley y de las normas establecidas en la moral judía, los hombres
perfectos. En nuestros días podrían
equipararse a los hombres piadosos, cristianos de comunión diaria,
católicos comprometidos con la Iglesia. El concepto de fariseo se entiende hoy
en sentido de falso, hipócrita, porque muchos de ellos cumplían la ley y no
obraban en consecuencia con ella, predicaban, pero no hacían lo que decían.
La ley de Moisés mandaba en el libro del Levítico
y del Deuteronomio apedrear a los adúlteros: “Si un hombre comete adulterio con
la mujer de su prójimo, será muerto tanto el adúltero como la adúltera” (Lev
20,10;Deut 22,22-24).
La mujer adúltera
El Evangelio nos dice que una mujer fue
sorprendida en adulterio y presentada
ante Jesús, para que, como Maestro en Israel, opinara sobre este caso. Los
letrados y fariseos querían poner a prueba la sabiduría y santidad de Jesús con
esta pregunta: “La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué
dices?”. La pregunta era capciosa, un auténtico dilema que tenía respuesta
comprometida. Si mandaba cumplir la ley
de Moisés, le acusarían de falso profeta
que predicaba la misericordia de Dios infinita, y, en cambio, condenaba a una pobre pecadora sorprendida
en adulterio. Si perdonaba a la adúltera, le hubieran culpado de Maestro falso,
pues no cumplía la ley de Moisés, que era tanto como decir la ley de Dios.
Cualquiera de las dos respuestas no
tenía escapatoria. Es curioso constatar que en el adulterio, que es cosa
de dos, solamente fue sorprendida la mujer adúltera. ¿Qué pasó con el adúltero?
¿Se escapó? ¿Le dejaron escapar? ¡Qué
extraño!
Estudiemos ahora el comportamiento de Jesús.
Ante esta pregunta maliciosa y con malas
intenciones que los letrados y fariseos hicieron a Jesús, se inclinó y empezó a
escribir en el suelo, como dando a entender con esta actitud que se desentendía
del tema.
Como insistían en el argumento una y otra
vez, Jesús se incorporó y les dijo:
— “El
que esté sin pecado, que le tire la primera piedra. E inclinándose otra vez,
siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno,
empezando por los más viejos, hasta el último. Con esta actitud estaba
suficientemente demostrado que los acusadores tenían pecados iguales o
equivalentes al adulterio y merecían la misma pena.
“Y quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de
pie.”
Jesús se incorporó y le preguntó:
— Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te
ha condenado?
Ella contestó:
— Ninguno, Señor.
Jesús dijo:
— Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no
peques más.
REFLEXIONES Y
CONSECUENCIAS ESPIRITUALES PARA LLEVAR VIDA CRISTIANA
La ley moral católica está basada en la
Revelación: Sagrada Escritura y Tradición. Es estudiada por los teólogos moralistas, especialistas en
la Palabra de Dios, e interpretada oficialmente por el Magisterio auténtico y
perenne de la Iglesia, constituido por el Papa
y los Obispos unidos entre sí, bajo la autoridad del Papa. Los Obispos
en sus propias Diócesis son también maestros de la Verdad Revelada. Los
predicadores, profesores, periodistas,
catequistas no son maestros oficiales de la fe de la Iglesia no son
maestros oficiales de la fe de la Iglesia; y deben enseñar la doctrina de la
Iglesia. Los enseñantes de las verdades de fe, aun queriendo enseñar la moral católica, inevitablemente pueden
añadir de su propia cosecha opiniones y juicios morales personales, según su
propia capacidad, educación y virtud. En casos difíciles deben consultar a la
autoridad competente. El discípulo o catecumeno entiende la moral que se le
explica, según su capacidad personal y formación religiosa, adquirida en
ambientes distintos y épocas históricas diferentes, de manera que las verdades
quedan de alguna manera subjetivadas. Y en concreto el pecador comete su pecado
personal, según la malicia que está en su corazón. Y ofende a Dios, según el
juicio infinitamente justo y misericordioso de Dios Padre, único Juez de los
actos morales, que evalúa la conciencia de cada pecador. El pecado, en
definitiva, es el acto malicioso que el pecador comete, sabiendo que ofende a
Dios, según la malicia que tenga en su corazón.
Los letrados y fariseos interpretaban la ley
de Moisés con malicia y segundas intenciones con el fin de sorprender a Jesús
en renuncio. Querían que Jesús opinara sobre la ley de Moisés para ponerle una
trampa y poderle acusar después ante los tribunales del Sanedrín. Eran injustos
porque querían el castigo de la ley para la pobre mujer adúltera, teniendo
ellos los mismos o parecidos pecados que ella, como se demuestra con el hecho
de que ninguno arrojó contra ellas la primera piedra.
La adúltera quedó sola en la presencia de
Jesús, sin que nadie la condenara. ¿Ninguno te ha condenado?, preguntó Jesús.
— Ninguno, Señor, contestó la adultera.
Jesús dijo:
— Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no
peques más.
Jesús admitió el pecado de la adúltera, no la
excusó, la perdonó:
Aprendamos de este Evangelio a no condenar a
nadie en nuestro corazón. Podemos pensar y juzgar acciones del prójimo en sí
mismas, pero no condenar las intenciones del corazón, dejando el juicio moral
de los pecados en manos de Dios, que todo lo sabe, todo lo comprende y todo lo
juzga con sabiduría de infinita misericordia.
No nos importen los juicios de los hombres,
aunque sean expertos en la Moral Católica, pues nos juzgan según la ley fría, y
muchas veces sin comprensión ni compasión,
con maniobras políticas, poniendo zancadillas; incluso condenan nuestros
pecados que son como los de ellos o quizá peores.
Solamente Jesús, Dios y hombre verdadero, te
conoce, te ama, te juzga y te perdona. Eres pecador, hijo de Dios, que es tu
Padre, y como nadie, más que tú mismo evalúa tus pecados y los perdona, si le
pides humildemente perdón de ellos.