sábado, 5 de abril de 2025

Quinto domingo de Cuaresma. ciclo C

 


Vamos a comentar en la homilía de hoy el evangelio de la mujer adúltera que todos conocemos. Haremos de este pasaje como un comentario espiritual de texto en el que podemos distinguir cuatro elementos que espero  nos aprovechen para nuestro alimento espiritual de la Palabra de Dios: letrados y fariseos, ley de Moisés, adúltera, y Jesús. 

Los letrados en tiempo de Jesús eran expertos y versados en la Sagrada Escritura, Maestros de la Ley, que conocían a la perfección la teología bíblica y la Moral de los judíos basada en la Palabra de Dios y en las tradiciones de los judíos. En nuestros tiempos vendrían a ser como los doctores en teología dogmática y moral.

Los fariseos eran los judíos consagrados al servicio de Dios que cifraban la santidad en el cumplimiento minucioso y exacto de la ley y de las normas establecidas en la moral judía, los hombres perfectos. En nuestros días podrían  equipararse a los hombres piadosos, cristianos de comunión diaria, católicos comprometidos con la Iglesia. El concepto de fariseo se entiende hoy en sentido de falso, hipócrita, porque muchos de ellos cumplían la ley y no obraban en consecuencia con ella, predicaban, pero no hacían lo que decían.           

La ley de Moisés mandaba en el libro del Levítico y del Deuteronomio apedrear a los adúlteros: “Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, será muerto tanto el adúltero como la adúltera” (Lev 20,10;Deut 22,22-24). 

La mujer adúltera 

El Evangelio nos dice que una mujer fue sorprendida en adulterio y  presentada ante Jesús, para que, como Maestro en Israel, opinara sobre este caso. Los letrados y fariseos querían poner a prueba la sabiduría y santidad de Jesús con esta pregunta: “La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?”. La pregunta era capciosa, un auténtico dilema que tenía respuesta comprometida.  Si mandaba cumplir la ley de Moisés, le acusarían de falso profeta  que predicaba la misericordia de Dios infinita, y, en cambio,   condenaba a una pobre pecadora sorprendida en adulterio. Si perdonaba a la adúltera, le hubieran culpado de Maestro falso, pues no cumplía la ley de Moisés, que era tanto como decir la ley de Dios. Cualquiera de las dos respuestas no  tenía escapatoria. Es curioso constatar que en el adulterio, que es cosa de dos, solamente fue sorprendida la mujer adúltera. ¿Qué pasó con el adúltero? ¿Se escapó? ¿Le dejaron escapar?  ¡Qué extraño!           

Estudiemos ahora el comportamiento de Jesús.           

Ante esta pregunta maliciosa y con malas intenciones que los letrados y fariseos hicieron a Jesús, se inclinó y empezó a escribir en el suelo, como dando a entender con esta actitud que se desentendía del tema.

Como insistían en el argumento una y otra vez, Jesús se incorporó y les dijo: 

El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último. Con esta actitud estaba suficientemente demostrado que los acusadores tenían pecados iguales o equivalentes al adulterio y merecían la misma pena.

“Y quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de pie.”

Jesús se incorporó y le preguntó:

Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?

Ella contestó:

Ninguno, Señor.

Jesús dijo:

Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.

 

REFLEXIONES Y CONSECUENCIAS ESPIRITUALES PARA LLEVAR VIDA CRISTIANA 

La ley moral católica está basada en la Revelación: Sagrada Escritura y Tradición. Es estudiada  por los teólogos moralistas, especialistas en la Palabra de Dios, e interpretada oficialmente por el Magisterio auténtico y perenne de la Iglesia, constituido por el Papa  y los Obispos unidos entre sí, bajo la autoridad del Papa. Los Obispos en sus propias Diócesis son también maestros de la Verdad Revelada. Los predicadores, profesores, periodistas,  catequistas no son maestros oficiales de la fe de la Iglesia no son maestros oficiales de la fe de la Iglesia; y deben enseñar la doctrina de la Iglesia. Los enseñantes de las verdades de fe, aun queriendo enseñar  la moral católica, inevitablemente pueden añadir de su propia cosecha opiniones y juicios morales personales, según su propia capacidad, educación y virtud. En casos difíciles deben consultar a la autoridad competente. El discípulo o catecumeno entiende la moral que se le explica, según su capacidad personal y formación religiosa, adquirida en ambientes distintos y épocas históricas diferentes, de manera que las verdades quedan de alguna manera subjetivadas. Y en concreto el pecador comete su pecado personal, según la malicia que está en su corazón. Y ofende a Dios, según el juicio infinitamente justo y misericordioso de Dios Padre, único Juez de los actos morales, que evalúa la conciencia de cada pecador. El pecado, en definitiva, es el acto malicioso que el pecador comete, sabiendo que ofende a Dios, según la malicia que tenga en su corazón.

Los letrados y fariseos interpretaban la ley de Moisés con malicia y segundas intenciones con el fin de sorprender a Jesús en renuncio. Querían que Jesús opinara sobre la ley de Moisés para ponerle una trampa y poderle acusar después ante los tribunales del Sanedrín. Eran injustos porque querían el castigo de la ley para la pobre mujer adúltera, teniendo ellos los mismos o parecidos pecados que ella, como se demuestra con el hecho de que ninguno arrojó contra ellas la primera piedra.

La adúltera quedó sola en la presencia de Jesús, sin que nadie la condenara. ¿Ninguno te ha condenado?, preguntó Jesús. 

Ninguno, Señor, contestó la adultera.

Jesús dijo:

Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.

Jesús admitió el pecado de la adúltera, no la excusó, la perdonó: 

Aprendamos de este Evangelio a no condenar a nadie en nuestro corazón. Podemos pensar y juzgar acciones del prójimo en sí mismas, pero no condenar las intenciones del corazón, dejando el juicio moral de los pecados en manos de Dios, que todo lo sabe, todo lo comprende y todo lo juzga con sabiduría de infinita misericordia.

No nos importen los juicios de los hombres, aunque sean expertos en la Moral Católica, pues nos juzgan según la ley fría, y muchas veces sin comprensión ni compasión,  con maniobras políticas, poniendo zancadillas; incluso condenan nuestros pecados que son como los de ellos o quizá peores.           

Solamente Jesús, Dios y hombre verdadero, te conoce, te ama, te juzga y te perdona. Eres pecador, hijo de Dios, que es tu Padre, y como nadie, más que tú mismo evalúa tus pecados y los perdona, si le pides humildemente perdón de ellos.

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