sábado, 26 de abril de 2025

Segundo domingo de Pascua. Ciclo C

 


Los discípulos del Señor, que compartieron con Él su vida, escucharon directamente la predicación del Evangelio, y presenciaron milagros espectaculares, eran hombres como nosotros, con cualidades y defectos, virtudes y pecados; hombres débiles, ignorantes, con sus propias pasiones y temperamentos, y condicionados por la cultura de su tiempo y por las influencias propias del  ambiente social y  las circunstancias propias de la vida. Fueron poco a poco transformándose en santos con la gracia de Dios, no milagrosamente ni de repente, sino con la lentitud del tiempo y las limitaciones propias de la naturaleza humana. La gracia de Dios actúa siempre de modo sobrenatural, pero al estilo humano, de manera que siendo todo obra de Dios, el desarrollo de la gracia en los acontecimientos humanos, parecía simplemente natural. 

Los santos no nacen, se hacen. Tienen que pasar por muchas fases y desarrollar su personalidad en el contraste con muchas pruebas y dificultades de la vida, en las que unas veces vencen y triunfan, y otras sucumben. En la lucha se curten, aprenden la humildad del triunfo y del fracaso, valoran la necesidad de la oración y la necesidad de la gracia para todo. Antes de la Resurrección eran buenas personas, sobre todo, pero con defectos de ambición, soberbia, genio, autosuficiencia, apegados a las personas y cosas, prontos a la ira, coléricos, tardos de ingenio, torpes para entender los misterios de Dios y con los defectos comunes, comprensibles, que corresponden a la naturaleza caída. Y en el momento de la pasión cobardes y miedosos, pues en el huerto de los Olivos todos abandonaron al Maestro, no porque no lo querían, sino por miedo a ser apresados como Él y a perder  la vida. Eran humanos, como todos nosotros, pero tenían el propósito de seguir a Jesús, aunque las flaquezas y el miedo les hacían ser débiles, pecadores con arrepentimiento y buenos propósitos, que les hacían caminar en la virtud con paso lento y esperanzado.

En el Evangelio de hoy vemos a los discípulos reunidos en el Cenáculo con las puertas bien cerradas, echados todos los cerrojos, por miedo a los judíos. Seguramente que no tenían otro tema que el que les preocupaba intensamente en el momento: la Pasión y Muerte de Jesús. En esto, Jesús resucitado, con su cuerpo glorioso, que no encuentra obstáculos para traspasar los muros, se presentó en medio de ellos y les dijo: Paz a vosotros. Y para identificarse les enseñó las llagas de las manos y del costado como garantía de que era Él, y no un fantasma. Sus discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Y en medio de ese gozo indescriptible, les encomendó la misma misión en la Tierra que le había encomendado a Él el Padre. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les comunicó el Espíritu Santo:     

 

 

 

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