Los santos no nacen, se hacen. Tienen que pasar por muchas fases y desarrollar su personalidad en el contraste con muchas pruebas y dificultades de la vida, en las que unas veces vencen y triunfan, y otras sucumben. En la lucha se curten, aprenden la humildad del triunfo y del fracaso, valoran la necesidad de la oración y la necesidad de la gracia para todo. Antes de la Resurrección eran buenas personas, sobre todo, pero con defectos de ambición, soberbia, genio, autosuficiencia, apegados a las personas y cosas, prontos a la ira, coléricos, tardos de ingenio, torpes para entender los misterios de Dios y con los defectos comunes, comprensibles, que corresponden a la naturaleza caída. Y en el momento de la pasión cobardes y miedosos, pues en el huerto de los Olivos todos abandonaron al Maestro, no porque no lo querían, sino por miedo a ser apresados como Él y a perder la vida. Eran humanos, como todos nosotros, pero tenían el propósito de seguir a Jesús, aunque las flaquezas y el miedo les hacían ser débiles, pecadores con arrepentimiento y buenos propósitos, que les hacían caminar en la virtud con paso lento y esperanzado.
En el Evangelio de hoy vemos a los discípulos reunidos en el Cenáculo con las puertas bien cerradas, echados todos los cerrojos, por miedo a los judíos. Seguramente que no tenían otro tema que el que les preocupaba intensamente en el momento: la Pasión y Muerte de Jesús. En esto, Jesús resucitado, con su cuerpo glorioso, que no encuentra obstáculos para traspasar los muros, se presentó en medio de ellos y les dijo: Paz a vosotros. Y para identificarse les enseñó las llagas de las manos y del costado como garantía de que era Él, y no un fantasma. Sus discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Y en medio de ese gozo indescriptible, les encomendó la misma misión en la Tierra que le había encomendado a Él el Padre. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les comunicó el Espíritu Santo:
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