sábado, 21 de junio de 2025

Solemnidad del Corpus Christi

 


Hoy celebramos la solemnidad del Santísimo cuerpo y sangre de Jesús, conocida popularmente con el nombre de Corpus Christi.

En la Persona divina de Jesús se pueden concebir siete  acepciones del cuerpo de Cristo: cuerpo humano, cuerpo transfigurado, cuerpo muerto, cuerpo resucitado y glorioso, Cuerpo eucarístico y Cuerpo místico.

CUERPO HUMANO

El cuerpo humano de Jesucristo es su naturaleza humana, unido  a la segunda Persona de la Santísima Trinidad: el Hijo, virginalmente engendrado por obra y gracia del Espíritu Santo: verdadero Dios y verdadero hombre. Es igual que  otro cuerpo humano en todo menos en el pecado, 

CUERPO TRANSFIGURADO

El cuerpo transfigurado  es el mismo cuerpo humano de Jesús que en el monte Tabor, en presencia de Moisés y Elías,  fue visto por San Pedro, San Juan y Santiago con un resplandor deslumbrador de gloria, que humanamente no se puede conseguir. Fue  un símbolo humano, imperfecto, de la eterna glorificación de Jesús en el Cielo y de todos los cuerpos glorificados.

CUERPO MUERTO

Es el cuerpo muerto de Jesús, separado del alma, unido y unidos a la divinidad.

CUERPO RESUCITADO Y GLORIOSO

Es el mismo cuerpo de Jesús muerto, que resucitó, y ahora está glorioso en el Cielo, modelo de los cuerpos gloriosos al fin de los tiempos.

CUERPO EUCARÍSTICO  

Es el mismo Cuerpo de Jesucristo que está en el Cielo y  se hace presente en la Eucaristía, bajo las especies  de pan y vino.

La Eucaristía fue instituida por Jesús el Jueves Santo en el Cenáculo, estando reunido con los apóstoles con estas palabras: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros. Después tomó en sus manos el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza  nueva y eterna, que será derramada por vosotros y todos los hombres, para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía”.

“Cristo está en la Eucaristía de modo verdadero, real y sustancial con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y su Divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas de pan y de vino por medio de la transubstanciación que significa la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo, y de toda la sustancia de vino en la sustancia de su Sangre” (Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio 273. 282.2839).

Corpus Christi

La celebración de la Eucaristía se remonta a los primeros tiempos del cristianismo, al siglo II con varias reformas importantes en el decurso de los siglos.

La solemnidad del Corpus Christi se celebra desde los años 1192-1258. Su principal finalidad  es:

- celebrar la Eucaristía y actualizar místicamente el mismo sacrificio que Jesús ofreció por nosotros en la cruz;

 - proclamar y aumentar la fe en la Eucaristía;

ser  objeto de adoración, culto y alimento de las almas.

La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana. En ella alcanzan su cumbre la acción santificante de Dios sobre nosotros y nuestro culto a Él. La Eucaristía  contiene todo el bien espiritual de la Iglesia: el mismo Cristo, nuestra Pascua. Expresa y produce la unidad del pueblo de Dios y produce la comunión en la vida divina y la unidad del pueblo de Dios. Mediante la celebración eucarística nos unimos a la liturgia del Cielo y anticipamos la vida eterna (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, nº 274)

Cuerpo místico

Es la unión de todos los hombres, principalmente los bautizados, con Cristo, su cabeza, en la Iglesia de muchas maneras, formando un Cuerpo Místico en el que hay comunicación de vida divina e intercomunicación de bienes

 

sábado, 14 de junio de 2025

Santísima Trinidad. Ciclo C

 


La Santísima Trinidad es un misterio absoluto que supera la capacidad cognoscitiva del hombre. Su conocimiento es analógico, pues el hombre utiliza conceptos humanos que no se pueden aplicar a Dios, Ser eterno, infinitamente perfecto. La esencia de Dios es incomprensible. Para entenderla utilizamos conceptos humanos que no se corresponden con los divinos. Sin embargo, aunque el conocimiento de Dios para el hombre es imperfecto, es verdadero. Solamente en el cielo los bienaventurados ven el misterio de Dios, tal como es, por medio de una potencia sobrenatural que Dios infunde en el alma, llamada luz de la gloria. Pero no conocen la naturaleza de Dios  cuantitativamente, tanto cuanto Dios se conoce así mismo en las tres divinas personas y como conoce las cosas. El conocimiento de Dios solamente se consigue por la fe con conceptos humanos o atributos que son perfecciones que concebimos en Dios, sacados de las criaturas, quitando sus imperfecciones y elevando las perfecciones al infinito con la imaginación.  Así, decimos, Dios es absolutamente simple, infinitamente perfecto, sabio, poderoso, santo, bondadoso, absolutamente inmutable, eterno, omnipotente. Y después el resultado es que la realidad de Dios queda desconocida.

Creemos en un solo Dios, no varios, y en Él tres Personas Divinas, y cada una de ellas posee la esencia divina que es numéricamente la misma. Las Personas divinas son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Las tres son realmente distintas, y no tres dioses. No se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo son lo mismo que el Espíritu Santo, es decir un solo Dios por naturaleza. Cada una de las tres personas tiene la misma sustancia o naturaleza divina (Cat 253).

Las personas divinas son realmente distintas entre sí.

Dios es único pero no solitario. Padre, Hijo, Espíritu Santo no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí. El que es el Hijo, no es el Padre, y el que es el Padre, no es el Hijo, ni el Espíritu Santo. Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede (Cat 254).

Toda la economía divina es  obra común de las tres personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola misma operación. Todas las operaciones divinas ad extra son comunes a las tres divinas personas, pero al Padre se le atribuye la Creación, al Hijo la Redención y al Espíritu Santo la santificación, pero las tres personas son creadores, redentores y santificadores, porque tienen la misma naturaleza divina.

El concepto que el hombre tiene sobre Dios, naturaleza divina y persona divina es múltiple, y no se puede comparar con el concepto de persona humana, naturaleza humana y naturaleza de las cosas.

El misterio de la Santísima Trinidad, que es imposible conocer humanamente, se sabe, se cree y se vive por la fe o contemplación mística con oración y acción de obras buenas y santas con la esperanza de que algún día podamos ver y comprender el misterio, tal como es, en el Cielo. 

 

sábado, 7 de junio de 2025

Pentecostés. Ciclo C

 


Serenamente y en un análisis teológico, ¿cuándo tuvo lugar el Pentecostés de María Santísima? Sucedió, según una piadosa creencia de la teología de la Iglesia, en el mismo día y en el mismo momento en que lo recibieron los Apóstoles, según nos refiere el libro de los Hechos de los Apóstoles. ¿Estaban reunidos en el Cenáculo? Nadie lo duda, el Espíritu Santo vino espectacularmente sobre los Apóstoles y María Santísima, a modo de lenguas de fuego y en medio de una tempestad majestuosa de carácter misterioso en el Pentecostés histórico.           

Pero en realidad, María Santísima recibió el Pentecostés personal  en el mismo momento en que Ella fue concebida Inmaculada en el seno de su madre, es decir, en el mismo instante en que María fue persona. La concepción Inmaculada de María superó al sacramento del bautismo que recibimos los cristianos. Al ser concebida María sin pecado original o en plenitud del Espíritu Santo, aún antes de nacer, esta  concepción hizo las veces de un sacramento superior al del bautismo, que no necesitaba porque no contrajo el pecado original. Y produjo en Ella superiores gracias que confiere el bautismo, quedando convertida en Hija de Dios y potencialmente en Madre de la Iglesia y Madre del Cuerpo Místico.  

Nosotros también, hermanos, aunque de diferente manera, hemos recibido la plenitud del Espíritu Santo en dos ocasiones sacramentales: en el bautismo y en la confirmación. 

En los primeros siglos de la Iglesia no estaba clara  la distinción teológica entre el bautismo y la confirmación, porque se administraban simultáneamente, de manera que no era fácil distinguir cuándo empezaba el bautismo y cuándo la confirmación, pues se administraban en un mismo acto.  Con el tiempo estos dos sacramentos se separaron y empezaron a celebrarse en ocasiones distintas. 

Hace más de setenta años los niños recién bautizados eran confirmados, sin mirar la edad, cuando el Obispo hacía la visita pastoral a las parroquias, que sucedía de tarde en tarde. Yo fui confirmado en los brazos de mi madre. 

Gracias a Dios, con el tiempo la pastoral ha avanzado mucho, y con más sentido teológico hoy no se administra el sacramento de la confirmación hasta que los adolescentes o jóvenes no hayan conseguido una madurez suficiente en la fe. 

Demos gracias a Dios porque hemos sido concebidos en gracia en el sacramento del bautismo y confirmados en el Sacramento del Espíritu Santo y por medio de María, Madre de la divina gracia. 

La fuerza del Espíritu Santo no se limita a dos ocasiones circunstanciales o históricas, el bautismo y la confirmación, sino que cada vez que recibimos un sacramento cualquiera, viene a nosotros el pentecostés sacramental de la gracia. Es más, hablando con mayor profundidad teológica, siempre que realizamos un acto de piedad, hacemos una acción caritativa, una obra de misericordia y nos ponemos en contacto con Dios para pedir su gracia, celebramos místicamente un pentecostés teológico.           

Hablando con mayor amplitud de miras, el Espíritu Santo viene y actúa en todos y en cada uno de los hombres de buena voluntad, que hacen el bien, aunque no sean católicos. Y entonces se celebra en ellos el Pentecostés  misterioso. 

Es verdad que nosotros tenemos los cauces ordinarios de la comunicación de la gracia, pero ¿quién puede poner trabas y limitaciones a la omnipotencia del Espíritu Santo, que es también sabiduría infinitamente misericordiosa para la salvación de todos los hombres? Aquellos creyentes que están convencidos de su propia fe, de buena voluntad, y aquellos otros que en la práctica viven, como si Dios no existiera, porque no lo conocen, o dejaron a Dios de lado por razones diversas, cuentan también con la venida del Espíritu Santo, cuando realizan una obra buena. Y entonces celebran el Pentecostés misericordioso. Porque al Cuerpo y al alma de la Iglesia pertenecemos todos los hombres del mundo de una u otra manera.

 Vamos a pedir a la Santísima Virgen que es Madre de Dios y madre de  la Iglesia que nos dé a nosotros, los católicos,  la fortaleza necesaria para vivir el pentecostés sacramental de la Iglesia y el pentecostés sacramental y teológico de nuestra vida operativa de obras buenas. Pidamos al Espíritu Santo que venga a nuestra Comunidad parroquial y a nuestras familias y a cada uno de nosotros, para que todos vivamos celebrando un pentecostés viviente, donde se adore a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. 

Pidamos también para que aquellos otros, que están fuera de la Iglesia, pero dentro del Corazón de Cristo, que son hombres de bien, celebren el pentecostés místico y misericordioso de hacer el bien, de la manera que solamente el Espíritu Santo sabe.

sábado, 31 de mayo de 2025

Ascensión del Señor. Tiempo Pascual. Ciclo C

 

Como hemos indicado en la oración colecta que en nombre del pueblo cristiano he elevado al Padre, hoy es el día de la victoria de Jesús que ascendió a los Cielos, como cabeza del Cuerpo Místico, para prepararnos allí una morada eterna de visión y gozo.

Este misterio que estamos celebrando supone seis grandes etapas, que vamos a enunciar con breves explicaciones.
La primera es la Encarnación del Hijo de Dios, que como todos sabemos, consiste en que la segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo hombre por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de Santa María. Parece imposible y ciencia ficción pensar que Dios se rebaje hasta el punto de hacerse en todo como nosotros, menos en el pecado.

La segunda es la misteriosa y larga vida escondida de Jesucristo en Nazaret como Redentor, en la que se dedicó a realizar las cosas sencillas y ordinarias de la vida, durante casi treinta años, ocupado en la oración y en el trabajo bajo la obediencia de sus padres. Durante toda su vida oculta vivió en estado habitual de oración, es decir, unido al Padre en cada momento, trabajando en las tareas de la casa.

Con esta actitud nos enseñó Jesús que la vida ordinaria, de cualquier clase que sea, tiene sentido santificador y apostólico; y que la oración y el trabajo son medios que dignifican al hombre, lo santifican y lo redimen. Con ellos el hombre colabora a la obra del misterio de la salvación.
La tercera etapa de Jesús fue la vida pública, en la que dedicó aproximadamente tres años:

- a predicar el Evangelio, la gran noticia de que Dios nos ha creado para vivir eternamente con Él en el Cielo:
- a realizar milagros: curar a los enfermos, socorrer a los pobres, resucitar a los muertos y demostrar, de esta manera que Él era el Mesías o Redentor, y también la infinita misericordia de Dios Padre para con los pecadores.

La cuarta etapa de Jesús fue su pasión y muerte, la expresión máxima del amor, en la que padeció sufrimientos inconcebibles en la agonizante oración del huerto de Getsemaní, en la flagelación y coronación de espinas y, por último, en la crucifixión de un Dios encarnado, que murió en la cruz para salvar a todos los hombres.

Con esto nos enseñó que el dolor tiene sentido de redención y es necesario para la salvación eterna; y que la muerte de Jesús en la cruz, siendo Dios, la Vida eterna, da sentido místico a la muerte que, siendo el castigo del pecado original, es la última gracia que Dios nos concede en esta vida para poder resucitar con Cristo para el Cielo.

La quinta etapa es la resurrección de Cristo, el triunfo de la vida sobre la muerte y la gracia sobre el pecado, la restauración del hombre viejo, sometido al pecado, al dolor y a la muerte, en el hombre nuevo. La resurrección de Cristo es nuestra esperanza y nuestro gozo eterno, porque sabemos que cuando este mundo termine, gozaremos en el Cielo eternamente en unión de todos los ángeles y santos en los nuevos cielos y la nueva tierra.

Y, por último, la sexta etapa es la ascensión de Jesús a los Cielos,

Cuya fiesta estamos hoy celebrando.

Nosotros como cristianos, tenemos que seguir los mismos pasos que Jesús recorrió en su vida:

- haciendo que nuestra existencia en la tierra sea sencilla y humilde con sentido santificador y apostólico en cualquier estado y trabajo que desempeñemos;

- procurando que nuestra relación social de trabajo y amistad infunda en los demás ganas de ser mejores y acercarse a Cristo;

- ofreciendo al Señor nuestro dolor personal en todas sus dimensiones y las circunstancias adversas de la vida;

- aceptando la muerte como medio de transfiguración en Cristo resucitado con la esperanza de morir con Cristo y resucitar con Él, para después ascender al Reino de los Cielos a gozar eternamente de la gloria de la Santísima Trinidad.

sábado, 24 de mayo de 2025

Sexto domingo de Pascua. Ciclo C

 


El tema que voy a desarrollar en esta homilía está basado en un versículo del Evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él”.

Podríamos decir que la esencia de la santidad consiste en tres infinitivos, íntimamente relacionados entre sí: cumplir, aceptar y vivir. Cumplir los mandamientos de la Ley de Dios, de la santa Madre Iglesia, las obligaciones propias del estado, del trabajo, y sociales, aceptar la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste, y vivir el misterio insondable de la presencia de  Dios Uno y Trino dentro del alma por la gracia.

Al afirmar la esencia de la santidad, no menospreciamos lo que es complemento de la santidad o accesorio, que hay que tenerlo en cuenta si queremos medrar en la perfección evangélica, pues en la práctica es también necesario, no de modo absoluto, sino de manera relativa. Cuando decimos, por ejemplo, que el alimento es necesario para vivir, no negamos la necesidad relativa o de conveniencia de un alimento  variado y bien regulado. De la misma manera cuando decimos que en teoría la santidad esencial consiste en cumplir la ley, aceptar la voluntad de Dios y vivir la presencia de Dios en el alma, suponemos todos los medios que en la práctica se necesitan para la santidad, como son la oración, penitencia, vida sacramental, ejercicio de virtudes y otros, que no son objeto de la homilía de hoy. 

Los mandamientos del Decálogo fueron promulgados por Dios en el monte Sinaí para todos los hombres, porque son necesarios para reciclar al hombre, desajustado por el pecado original, y ordenarlo al estado para el que fue creado: la gloria de Dios y la salvación. No son prohibiciones que el Señor de todas las cosas pone al hombre, para que siga el buen camino que Él ha marcado y quiere en bien propio, sino son unos preceptos que propone al hombre, cuyo cumplimiento es necesario para que sea lo que tiene que ser: verdadero hijo de Dios, en el sentido pleno de la palabra; tampoco son órdenes que impone Dios al hombre, su criatura, para que le sirva,  pues es inmensamente y eternamente feliz, y nada necesita ni puede necesitar; ni mucho menos son yugos que atan y esclavizan al hombre. Son gracias divinas, beneficios para que el hombre se santifique y consiga la vida eterna. Cuanto más y mejor cumple el hombre los mandamientos, más hombre es, más cristiano y más santo.

Nosotros, los cristianos, además de cumplir, primero y fundamentalmente los mandamientos de la Ley de Dios, tenemos que cumplir los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, las normas que dicta y la doctrina que enseña.

Aceptar la voluntad de Dios es condición indispensable para la santidad, viendo en todos los acontecimientos agradables y desagradables la mano de Dios, que gobierna todas las cosas con sabiduría y bondad.

El tercer infinitivo consiste en vivir el misterio de la Santísima Trinidad dentro del alma, una realidad transcendente que nos asegura el evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos él y haremos morada en él”. Es una consecuencia lógica del cumplimiento del Decálogo y de la aceptación de la voluntad de Dios. El que cumple los mandamientos sustancialmente, en cuanto a su preceptiva grave, está en gracia de Dios, y el que quebranta cualquiera de ellos en materia grave, está en pecado mortal, rompe la amistad con Dios y deja el alma muerta para la vida sobrenatural.

Como premio del cumplimiento de la Ley, la Santísima Trinidad inhabita dentro del alma por la gracia; es decir, monta su morada dentro del hombre en el que vive o convive, como en su propia casa o templo, y donde  realiza sus funciones divinas trinitarias, santifica a los hombres y a la Iglesia y es objeto de experiencias místicas.

¿Qué es la gracia?

Tenemos que empezar por decir que la gracia es un regalo misterioso que Dios regala al hombre, mediante el sacramento del bautismo, según la doctrina de la Iglesia; pero Dios que es omnipotente, sabio y misericordioso, distribuye su gracia, amor misericordioso, por cauces extraordinarios que no conoce la teología de la gracia y superan el conocimiento y la imaginación del hombre.

Según enseña la Iglesia Católica es una participación analógica de la misma naturaleza divina, por la que Dios Uno y Trino se comunica, de alguna manera, al hombre para divinizarlo en el sacramento del bautismo; es una unión real, pero “mística” de Dios con el hombre por medio de la gracia, en la que Dios se da al hombre que queda divinizado y transformado en todo su ser: el cuerpo queda convertido en templo vivo del Espíritu Santo y el alma en sagrario de la Santísima Trinidad. La gracia nos introduce en la vida trinitaria y nos hace hijos de Dios con derecho a la vida eterna en el Cielo.

El bautismo comunica al hombre la llamada gracia santificante, que es un don habitual, una disposición estable, como si fuera una “sobrenaturaleza” añadida a la misma sustancia del alma, principio radical de mérito sobrenatural. Es distinta a las gracias actuales que son mociones de Dios que iluminan el entendimiento para pensar en el bien que lleva a la vida eterna o fuerzas misteriosas que empujan a la voluntad a hacer el bien que conduce al Cielo visto y poseído por Dios. Estas gracias se dan en el origen de  la conversión y también en el curso de la santificación, cuando el hombre está convertido. Si el hombre es cristiano y está convertido, pero está en pecado mortal, recibe de Dios gracias actuales para que se reconcilie con Él en el sacramento de la Penitencia; y si está en gracia de Dios para que se perfeccione cada día más. Los medios por los que Dios envía estas gracias son muchos y diversos, principalmente por los acontecimientos, cosas, actos de diversa índole, y también sin mediaciones, directamente causados por Dios de manera inmediata en el interior del hombre de muchas maneras.

La gracia habitual se pierde por el pecado mortal o grave y se recupera, como hemos dicho antes por la Confesión, generalmente, y también por un acto de perfecta contrición, si no hay posibilidad de confesión.

La gracia es una iniciativa libre de Dios que exige libre respuesta humana: una acción divina que antecede a la respuesta del hombre, le acompaña siempre en su camino y concluye con  su santificación, que resulta ser obra divina con la colaboración del humana, siempre con la gracia.

El hombre por sí mismo no tiene mérito con nada delante de Dios, pero en virtud de la gracia, merece sobrenaturalmente con todas las obras que hace con las que puede alcanzar el Cielo o la vida eterna.

Copiamos sustancialmente las principales ideas de la doctrina de la Iglesia contenida en el Catecismo de la Iglesia Católica del Papa Juan Pablo II, sobre la gracia y el pecado:

“La gracia es una participación en la vida de Dios que nos introduce en la vida trinitaria  por el bautismo que nos hace hijos adoptivos de Dios (Cat 1997).  Hay que distinguir entre gracia santificante y gracias actuales. La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona el alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor; y las gracias actuales son intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación” (Cat 2000). El hombre se prepara para recibir la gracia por obra del Espíritu Santo, porque Él, por su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con nuestra voluntad ya convertida. Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja (S. Agustín).

La libre iniciativa de Dios exige respuesta libre del hombre. La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica (Cat 2001-2003).

Bajo la moción de la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así la justicia de lo alto (Cat  2018) El hombre convertido por la gracia de Dios se justifica en el bautismo, que entraña la remisión de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior (Cat 219). La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo y se nos concede en el bautismo y tiene como finalidad la gloria de Dios y de Cristo y el don de la vida eterna (Cat 2020).

El hombre no tiene, por sí mismo, mérito ante Dios sino como consecuencia del libre designio de asociarlo a la obra de su gracia. El mérito pertenece a la gracia de Dios, en primer lugar, y a la colaboración del hombre, en segundo lugar. El mérito del hombre retorna a Dios (Cat 2025).

“El pecado mortal entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante , es decir del estado de gracia ... Aunque podamos juzgar que un acto en sí es una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios” (Cat 1861)

 

sábado, 17 de mayo de 2025

Quinto domingo de Pascua. Ciclo C

 


La pasión y muerte de Jesús, máximo dolor que se puede imaginar, porque es Dios quien sufre, es la prueba más clara de que el sufrimiento es necesario para ir al Cielo, porque el amor de Dios se hizo dolor humano para la redención de los hombres. El modo mejor de sufrir con Cristo es aceptar el dolor que nos viene de parte de Dios, que es amor con apariencia de desamor o castigo. 

Estoy seguro de que todos los que estamos en estos momentos escuchando la Palabra de Dios tenemos nuestra cruz, que no nos gusta, que nos hace sufrir lo indecible, que no nos podemos quitar de encima de nuestras espaldas. Y la mayor pena que podemos tener es saber que, algunas veces, el dolor es irreversible, tenemos que convivir con él para siempre y sin esperanzas de curación o solución ¿Qué hacer? 

Ante esta encrucijada sin salida, solamente tenemos importantes respuestas de fe. 

En primer lugar, la creencia de que la cruz es necesaria para seguir a Cristo y conseguir la vida eterna, como nos dijo Jesús en el Evangelio: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). No es la cruz una opción para seguir a Cristo, sino una necesidad para conseguir la vida eterna, pues todos la tenemos, tanto los que tenemos fe como los que no la tienen. 

Consecuentemente, los cristianos tenemos que seguir a Cristo con la cruz a cuestas, sabiendo que delante de nosotros va Él estimulándonos a llevarla y haciendo con cada uno de nosotros las veces de cirineo. 

Con el dolor aprendemos el conocimiento propio de nuestro ser y valer: nuestra debilidad, nuestra impotencia o nuestra capacidad limitada, y acudimos a quien todo lo puede para que nos ayude y fortalezca.

Con ella comprendemos a los demás, que sufren como nosotros o quizás más, y, como hermanos e hijos de un mismo Padre, rezamos juntos para conseguir la gracia de la fortaleza del Espíritu Santo para todos. 

Con la cruz se fortalece nuestra fe en la vida eterna, se aumenta nuestra esperanza y ponemos totalmente nuestro corazón en los bienes de Arriba, que son eternos e imperecederos, despegándonos de las criaturas, a las que estamos esclavizados. 

La cruz nos sirve para redimir las culpas y penas de nuestros pecados, que no han sido suficientemente reparados en la vida, y nos ahorra las penas temporales del Purgatorio; y los sufrimientos nos ayudan también a merecer la vida eterna, pues por muchos y graves que sean, son mayores los premios que, a cambio de ellos, recibiremos en el cielo eterno. 

Además de estos consuelos sobrenaturales, existe la esperanza humana de saber que el mal tiene su fin, pues no hay mal que cien años dure.

El mensaje de la cruz es sustancial para la vida del cristiano, sin embargo no nos gusta, no lo entendemos, lo rechazamos instintivamente.  

Cuando nos visita la tribulación, cuando el Señor nos acaricia con la cruz, cuando  el dador de todo bien pone sobre nosotros el pesado madero, cuando nos parece que Dios nos castiga, nos abandona, digamos con el santo Job: “Dios me lo ha dado, Dios me lo ha quitado, bendito sea su santo nombre”. 

Acongojados por el dolor y desconcertados por la cruz solemos formular una infinidad de porqués para los que no encontramos respuestas humanas: ¿Qué pecado habré cometido yo para que el Señor me trate de esta manera? ¿Por qué Dios me abandona tanto? ¿Qué he hecho yo para que los hombres se porten tan mal conmigo? ¿Por qué...? En lugar de concluir que estamos en línea con Jesucristo y aceptar la cruz que Dios nos manda o permite, nos rebelamos y nos convertimos en murmuradores de la cruz que el Señor nos manda para nuestro bien, con miras a la vida eterna.           

Cuando nos vemos solos, abandonados, sin el amparo de los nuestros; cuando sufrimos en nuestra carne  la enfermedad larga, costosa e insoportable; cuando somos perseguidos por parte de familiares y amigos; cuando nos sentimos despreciados, desconcertados en el fondo del corazón, expresamos al exterior nuestro sentimiento y nos olvidamos de que hay que padecer mucho para ganarse a pulso el Reino de Dios. El camino del Cielo está sembrado de espinas, y no de rosas; hay que tener siempre presente que la distinción de un hijo de Dios elegido de Jesucristo es la cruz, la persecución.           

Si nos encontramos solos, si tenemos dolores físicos, psíquicos o morales, si estamos padeciendo depresiones, soledades y angustias, si estamos despreciados, o menos preciados por los demás, la conclusión de fe no es otra que la que venimos comentando: es muy clara: “hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios” 

Para las almas espirituales, para los santos, el padecer es sufrir con esperanza del gozo de la vida eterna. Muchas veces, cuando leemos en la vida de los santos lo mucho que padecieron, decimos: ¡pobrecitos, cuánto sufrieron!

Y no es así, porque Dios da fortaleza suficiente para sufrir con gozo espiritual, no con gozo humano, la cruz, que se aguanta con la fortaleza del Espíritu Santo. El santo experimenta el dolor físico, a veces humanamente inaguantable, con la seguridad de que se identifica con Cristo que nos salvó por el amor hecho dolor, y con la esperanza de conseguir el Cielo. 

El amor integrado en el dolor es el mandamiento grande del Señor: amor a Dios, objetivo prioritario y único, y desde Dios descendiendo, amor a mí mismo, a los hermanos y a todas las cosas. El mandamiento nuevo del Señor tiene unos aspectos y matices totalmente desconocidos en el Antiguo Testamento.

Es nuevo por dos conceptos: nuevo por el modo y nuevo por su extensión. Por el modo, porque tenemos que amarnos los unos a los otros al modo divino como Jesús gratuitamente nos amó, sin esperar nada a cambio. 

La esencia íntima del amor es amar, aunque no se sienta uno amado, como es el amor de la madre. La madre ama a su hijo con todos sus “aunques” y con todos sus “sin embargos”, aunque no reciba nada (aunque reciba desprecios del hijo). Este es el amor puro, el modo divino, con que Dios nos ha amado y nos ama. 

Este amor, que es al modo divino, se extiende a todos los hombres en palabras y obras, tiene una dimensión universal, si bien no hay que amar a todos de la misma  manera, como es evidente. 

No debe amar la madre cristiana, de igual manera y con la misma intensidad a su hijo que al enemigo de su hijo. Pero un cristiano de verdad, no debe excluir de su corazón a ningún  hombre de la tierra. Cómo tiene que ser el amor al enemigo, es tema de otra homilía. 

Tengo que amar a los hermanos, aunque sienta repugnancia, aunque no me gusten, aunque me repelan, con obras y palabras, con amor efectivo, al menos, es decir, con el comportamiento que requiera cada caso. 

En consecuencia, y resumiendo, hermanos, hay que padecer mucho para ganarse a pulso el Reino de Dios. Y el modo de conseguir esta meta es con el amor a Dios y en Dios a uno mismo, a los hermanos y hasta las mismas cosas.

 

 

miércoles, 14 de mayo de 2025

San Isidro Labrador. Ciclo C


San Isidro Labrador, patrono de la Villa de Madrid, fue un santo singular, sencillo y humilde. En el Cielo, igual que en la Tierra, hay muchos santos, cada uno distinto, según la gracia que cada uno ha recibido del Espíritu Santo y la correspondencia que da a ella con el esfuerzo personal de las buenas obras que haga. Pero todos coinciden en una misma cosa: en la santidad. Así, por ejemplo, San Francisco Javier fue un santo misionero excepcional, porque colaboró a su vocación misionera apostólica predicando el Evangelio en países lejanos a donde todavía no había llegado la cultura cristiana; o santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia, que fue una santa misionera mística, porque correspondió a su vocación contemplativa con la oración, la penitencia, la fraternidad de la convivencia conventual y el trabajo apostólico de la vida ordinaria del claustro. Y así, cada santo, simple cristiano o religioso, con su propia vida cristiana en estado de gracia y haciendo bien lo que tiene que hacer, puede ser misionero en la Iglesia, siendo santo.

 ¿Qué es la santidad?

La santidad, hermanos, no es otra cosa que la bondad del hombre cristianizada o santificada, que resplandece en los que son y parecen santos, y, algunas veces, en los que no lo parecen; incluso, a los ojos de Dios, se puede dar la santidad en algunos hombres que la viven misteriosamente de maneras no conocidas por la teología católica de la Iglesia. Es verdad que, en sentido teológico, no se puede ser santo sin el bautismo, sin la fe con buenas obras, sin la vivencia de la gracia, sin la oración, y sin la recepción de los Sacramentos. Pero nadie puede dudar que estos medios ordinarios de santificación pueden suplirse por caminos misteriosos de la infinita misericordia de la sabiduría de Dios, que no conoce la teología de la Iglesia. 

Este razonable supuesto se puede comprobar con la experiencia que muchos tenemos de algunos amigos y conocidos nuestros, honrados, que cumplen ejemplarmente sus deberes profesionales, son modelos en la familia, en el trabajo y en la relación social; y a muchos les parece que están lejos de Dios. Pero, ¿quién sabe, hermanos, quién está más cerca o más lejos de Dios? 

Yo estoy personalmente convencido de que son muchísimos los hombres, casi todos, que se van a salvar, y conseguirán la santidad por vías misteriosas de la gracia de Dios, Padre, que sabe valorar y juzgar en verdad el secreto de los corazones. 

La bondad es el fundamento de la santidad. Por eso, en el sentido católico, San Isidro labrador, fue un hombre bueno, un hombre sencillo, un hombre humilde, que se pronunciaba en el exterior, como realmente era por dentro: sin picardía, sin dobles intenciones, sin escondrijos en el corazón, sin componendas. ¡Qué difícil, hermanos, es encontrar a un hombre bueno y sencillo consigo mismo y con los demás! 

Cuando decimos que San Isidro labrador fue un hombre humilde, no queremos decir que fue santo porque tenía una profesión humilde, la de labrador, pues la profesión no importa para ser santo, sino porque, como persona, fue humilde en su corazón y en su acción. La dignidad del Papa, por ejemplo, la superior que existe entre todas las dignidades humanas, religiosas y eclesiásticas no es, de suyo, mejor oficio que el de labrador para ser santo. 

La humildad espiritual, como virtud, no es lo mismo que la humildad de profesión. Consiste no en la “profesión que se ejerce”, sino en la humildad y comportamiento con que se vive la propia vocación, pues hay personas de alto rango social, que son humildes y santas; y, por el contrario, hay personas de condición social humilde que son engreídas y soberbias. 

San Isidro fue también humilde, porque reconocía que todo lo había recibido de Dios, se reconocía, como otro cualquiera o peor que los demás, y nunca superior, y no se consideraba mejor que nadie, ni se compara con los demás, ni juzgaba, ni criticaba. Todo lo excusaba, todo lo perdonaba, y todo lo olvidaba, sintiéndose pecador, necesitado del perdón de Dios y de la comprensión de los hombres. Tenía, digamos, dos pilastras fundamentales de la santidad: la sencillez y la humildad. Era un santo común, que no quiere decir que tenía una santidad de poca altura, sino que era un santo ordinario, normal, al alcance de cualquiera; y no un santo deslumbrante, de esos que nunca dormían en la cama y llevaban una vida penitente en todo, cono norma de conducta habitual, y hacían milagros que atraían a las turbas. 

San Isidro estaba casado con su esposa Santa María de la Cabeza. Era agricultor, y trabajaba al servicio de un amo, compaginando el trabajo con una vida de piedad intensa. Me imagino que ambos esposos santos tendrían que superar las pequeñas dificultades de la convivencia, que son necesarias para ejercer la virtud comunitaria, pues hacer vida común con otro o con otros es un medio muy eficaz para conseguir la santidad. Cada uno de ellos tenía su manera de ser diferente y santa, pero al ser distintos, la manera de ser y actuar santa de uno supondría para el otro pequeños sacrificios en algunas cosas; sacrificios que se aceptaban con alegre comprensión, porque se querían mucho y buscaban a Dios siempre y en todo. Las pequeñas trifulcas y roces en familia se deben, en su mayoría, a la falta de mutua comprensión, de humildad y sacrificio. 

Cuando uno es humilde, tiende a callar, a comprender, a ceder, porque es mejor callar y dejar al otro con la razón que no lleva, que con palabras convincentes defender la verdad en cosas indiferentes y tontas; incluso cuando se trate de defender verdades importantes, que no van a convencer, sino más bien crear discusiones, suscitar broncas, y romper la paz armando guerras tontas ¡Cuántos disgustos existen en las familias por simpleces, que no tienen otro fundamento que la soberbia de imponer la propia opinión. 

San Isidro Labrador, además, fue un hombre de vida interior, que vivía habitualmente en Dios escondido con Cristo; y no un santo de oraciones circunstanciales. Oraba a solas con Dios, y luego labrando la tierra, continuaba con la oración de acción, haciendo las cosas que tenía que hacer lo mejor que sabía y podía, procurando que el trabajo fuera también oración y un medio de santificación personal y apostólica. 

Por lo tanto, hermanos, seamos santos de verdad, santos como San Isidro, sencillos, humildes, de vida interior, trabajadores, de tal manera que la vida interior y el trabajo sean para cada uno de nosotros oración, medio de santificación personal y de apostolado, en cualquier estado de vida en que vivamos.