miércoles, 31 de octubre de 2018

Todos los Santos. 1 de Noviembre

Todos los Santos
1 de Noviembre
           
             La Iglesia Católica  celebra hoy la fiesta de todos los santos, principalmente la de los que están canonizados por la Iglesia, y por extensión también la de los beatos y mártires del Cielo que por circunstancias humanas, providenciales, no han obtenido ni obtendrán el título eclesial  de santos.
            En esta fiesta tan importante, tema tan difícil como apasionante, podríamos decir que la santidad se extiende también a los cristianos, mujeres y hombres buenos con sincero corazón en la presencia de Dios. Voy a tratar este documento en cinco capítulos:

            1 Santidad
2 Sagrada Escritura
Clases de santidad
4 Suficiente en virtud de la misericordia infinita de Dios
5 Vocación de santidad en todos los estados de la vida


            1 Santidad
La santidad para el cristiano no es una opción libre que se elige; ni un privilegio para una casta de personas dotadas de cualidades excepcionales, sino una obligación bautismal, si bien distinta en cada uno, según sea la vocación a la que ha sido llamado por el Espíritu Santo y la correspondencia personal. La santificación del cristiano es una vocación común que nace del bautismo. No todos los cristianos están llamados al mismo grado de santidad, de la misma manera que no todos los hombres, siendo iguales en naturaleza, tienen las mismas cualidades  y dones naturales. Los santos tuvieron y tienen ciertos defectos temperamentales,  que no quitaron ni quitan el brillo de su santidad, sino que con ellos hicieron que resplandecieran la  mayor gloria de Dios y la omnipotencia de su sabiduría divina. Fueron para ellos gracias de humillación, que no empañaron el brillo de su santidad. De la misma manera que  la luz del sol  pasa a los recintos del interior, aunque los cristales no estén totalmente limpios, así la luz de la gracia penetra en el alma, aunque tenga defectos, pecados veniales  miserias y debilidades. Se puede decir genéricamente que el santo es el cristiano, hombre normal, inteligente y libre,  que vive y muere en estado de gracia, sin pecado mortal.
El hombre creado por Dios es un ser esencialmente religioso, inclinado por instinto a su propio bien, que en su última finalidad es Dios, su Creador.  Sucede que por diversas razones y circunstancias muchos hombres confunden muchas veces el mal con el bien, por culpa del pecado original, que estropeó la  naturaleza humana, creada en justicia y santidad, dejando en ella la concupiscencia, causa de todo pecado y desorden. En este caso, el mal objetivo, buscado y hecho por el hombre con buena intención, resulta en su conciencia un bien subjetivo, que solamente puede ser evaluado por Dios, infinitamente sabio y poderoso, cuya misericordia ni siquiera se puede imaginar.
La santidad consiste esencialmente en la unión personal con Dios en la vida consagrada o en el mundo. La gracia bautismal a la santidad es esencialmente la misma en todos los cristianos, pero se hace personal en cada uno, en virtud de los dones que ha recibido del Espíritu Santo y las obras que realiza, dependiendo de muchos factores. Es como la luz eléctrica, que en su naturaleza es esencialmente la misma, pero distinta en su potencia de vatios en cada bombilla.



2 Sagrada Escritura
Son muchos los textos que existen en la Sagrada Escritura sobre la santidad. Citamos algunos de los más clásicos:
 Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad"  (I Tim 2,4).
"La voluntad de Dios es vuestra santificación" (1 Tes 4,3).
"Sed perfectos, como también es perfecto vuestro Padre Celestial"  (Mt 5, 48).
"Sed santos en toda vuestra vida, como es santo el que os ha llamado" (1 P 1,15).
"El que es santo siga santificándose" (Ap 22,11).
"Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales. Él nos ha elegido, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables a sus ojos"  (Ef 1,3-4).

Clases de santidad
Haciendo un parangón con la evaluación que se estila en la docencia, podríamos decir que existen santos de calificación suficiente, notable, sobresaliente y matricula de honor.

Santidad suficiente
Obtienen la calificación de santidad suficiente  aquellos cristianos que viven y mueren en estado de gracia, sin pecado mortal, cumplen los mandamientos y practican las virtudes de modo común  con virtudes y defectos. Quizás son o fueron nuestros padres, hermanos y amigos.
            De la misma manera que se consigue la sabiduría con errores, la salud y el crecimiento físico con flaquezas corporales, la perfección espiritual se desarrolla con debilidades y pecados. El cristiano puede ser santo, aunque tenga defectos temperamentales, faltas e imperfecciones morales. La enfermedad encierra una fortaleza misteriosa que no puede soportar el hombre sano. En la debilidad del que trabaja por ser santo se realiza la fortaleza de la omnipotencia de la gracia: "Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad...porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2 Co 12,9-10).
              Si dejas la conversión para luego, corres el peligro de no empezar nunca, pues mañana es tarde si puede ser ahora. 
            Las equivocaciones de la vida son muchas veces aciertos de la Providencia de Dios. No te tortures la conciencia sobre los pecados del pasado, ya confesados perdonados, pues puedes repararlos con un presente de fervorosa vida cristiana. Si has  perdido el tiempo no habiendo aprovechado las ocasiones de la santificación, arrójate con los ojos cerrados a los brazos de Dios Padre,  y no caerás en el vacío. 
¿Quiénes son los cristianos y hombres que no aprueban el examen final de la vida?  (Mt 25,31-46) ¡Misterio!

4 Suficiente en virtud de la misericordia infinita de Dios
            Existe en el mundo una inmensa mayoría de hombres y mujeres que se salvan o santifican en virtud del misterio de la misericordia infinita de Dios, por medios que desconoce la teología católica y la ciencia religiosa humana. Dios aprueba con un “cinquillo”, por los pelos, en virtud de su infinita misericordia, a muchísimos cristianos, no practicantes, que no cumplen estrictamente  la Ley de Dios ni de la Iglesia, ni ejercitan las virtudes cristianas, según la teología de la gracia, pero  hacen el bien, según ellos entienden y saben, cuya evaluación moral sólo Dios juzga. El Espíritu Santo activa en ellos la santidad excepcional, basada en la bondad humana, que hace las veces de gracia; y también aprueban, de manera singular, millones de hombres, mujeres y religiosos de otras religiones, no católicas, que viven su fe con sincero corazón, cumpliendo y viviendo la fe que ellos conocen o conocieron; y un número impensable  de hombres que hacen el bien o hicieron, según ellos entienden en su recta conciencia.

Santidad notable. 
Consiguen la calificación notable en la santidad aquellos cristianos que, además de vivir la santidad suficiente, cumplen notablemente los mandamientos y practican las virtudes con defectos temperamentales, difícilmente corregibles, que sirven como  humillaciones para el conocimiento propio  y comprensión de los demás. Estos defectos ofenden más a los hombres que a Dios.

Santidad sobresaliente.
            Muchos santos, en número inimaginable, que pisan tierra o gozan la eternidad del cielo, alcanzaron la calificación de sobresaliente, porque viven o vivieron la santidad en grado sumo.

            Santidad matricula de honor
            Hay en el cielo y en la tierra bastantes santos de categoría de santidad sobresaliente, que en virtud de la gracia excepcional de Dios y el ejercicio de sus obras eminentes obtienen la calificación de matricula de honor, que suelen ser los grandes fundadores, de fama universal, destinados por Dios para el bien de la Iglesia y de todos los hombres del mundo.

5 Vocación de santidad en todos los estados de la vida
El Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática sobre la Iglesia nos dice:
"El Espíritu Santo reparte entre los fieles gracias de todo género, incluso especiales, con que nos dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia, según aquellas palabras del apóstol San Pablo: "A cada uno se le otorga la manifestación del espíritu para común utilidad" (LG 12).
            La carrera que el cristiano tiene que cursar en su vida para obtener en la otra vida la calificación mínima, al menos la de suficiente, es la de la santidad. La felicidad eterna del Cielo es esencialmente la misma para todos los que obtuvieron calificación diferente, porque todos ven y gozan de Dios totalmente en su plenitud, sin que exista entre ellos emulación ni envidia, porque cada uno está revestido con la gracia gloriosa que necesita. Valga un ejemplo. Si en una familia de distintos tamaños de cuerpo, cada uno está vestido a medida con la misma tela, todos estarán igualmente contentos, sin que haya entre ellos emulaciones ni envidias, porque cada uno tiene la misma tela en la cantidad que necesita para ser feliz.















miércoles, 24 de octubre de 2018

Domingo Trigésimo. Tiempo ordinario. Ciclo B

DOMINGO TRIGÉSIMO TIEMPO ORDINARIO CICLO B 
28 DE OCTUBRE

Ciego de Jericó
Probablemente Jesús realizó el milagro del ciego de Jericó a finales del tercer año de su vida pública, cuando se dirigía a Jerusalén para consumar el sacrificio de la cruz.   Jericó fue el lugar donde Jesús realizó en otra ocasión la conversión de Zaqueo.  San Mateo  (20, 29) dice que  Jesús curó a dos ciegos al salir de Jericó. San Marcos habla  de un mendigo ciego que se llamaba Bartimeo,  y San Lucas (Lc 18 ,35) también uno solo ciego, al entrar en Jericó. Ante estas pequeñas diferencias de narración evangélica caben dos preguntas: ¿Cuántos eran los ciegos que curó Jesús en  Jericó y en qué momento?
Algunos intérpretes del Evangelio dicen que fueron tres ciegos los que curó Jesús, en dos ciudades distintas llamadas Jericó, que existían entonces, a corta distancia una de otra.  Pero lo más probable parece que fueron dos al salir de Jericó, y el más conocido de los dos por la gente se llamaba Bartimeo.
Dejando aparcado este pequeño problema histórico, propio para  los especialistas del Evangelio,  que no atañe a la sustancia del milagro, vamos a hacer un comentario espiritual según el texto que hemos elegido de San Marcos.

Jesús acompañado de un cortejo triunfal se dirigía a Jerusalén para celebrar la Pascua. Al salir de Jericó, el ciego Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna, como hacían los ciegos y pobres en vísperas de la Fiesta en el tiempo de Jesús. Al oír los pasos y el griterío de los que pasaban, que perturbaban ruidosamente el ambiente, preguntó cuál era la causa de aquel alboroto. Y le respondieron:
Es que pasa Jesús Nazareno.
Entonces a Bartimeo que  había oído hablar de Jesús de Nazaret, como gran profeta y prestigioso taumaturgo, le dio un vuelco el corazón y con fe profunda empezó a gritar reiteradamente hasta enronquecer:    
“Hijo de David, ten misericordia de mí”, título mesiánico, que me hace pensar que  Bartimeo  tenía mucha fe  en Jesús, el Mesías, profeta que entusiasmaba a la gente con su Palabra y prodigiosos milagros, pero no sabía que era Dios.
Muchos de los que acompañaban a Jesús le regañaron con palabras y gestos  desentonados, rogándole que se callara, pues tan ilustre personaje merecía un respeto especial y no podía ser molestado por los desagradables gritos de un pobre mendigo ciego. Pero Bartimeo en lugar de callar, como parecía lo más natural del mundo, continuó gritando   cada vez  con más fuerza y vehemencia:  
“Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”, porque por la fe profunda que tenía en el Mesías estaba seguro de que le iba a curar la ceguera; y  motivado por una fuerza interior sobrenatural repetía incansablemente la misma petición. Mientras tanto Jesús seguía su camino dando la impresión aparente de no escuchar  los gritos de súplica de aquel pobre ciego, que  molestaba a muchos, extrañaba a bastantes, y escandalizaba a algunos. Pero llegó un momento en que Jesús se paró en seco, se le rompió el corazón,   y dijo:
“Llamadlo”.
Llamaron al ciego diciéndole: “Ánimo, levántate, que Jesús te llama”.
Cuando Bartimeo supo que Jesús le llamaba, la alegría fue tan grande  y expresiva que la describe el evangelista con tres verbos de movimiento: “soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús”. Cuando estuvo en su presencia, Jesús le dijo:
¿Qué quieres que haga por ti?
El ciego le contestó:
Maestro, que pueda ver.
Jesús le dijo:
“Anda tu fe te ha curado”. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

La fe en Jesús no es efecto del esfuerzo humano, ni solamente fruto de las buenas obras, ni consecuencia de la educación religiosa, familiar o social, ni del ambiente cristiano, circunstancias que influyen mucho para la fe, pero no  la causan, porque es obra de la gracia divina del Espíritu Santo. Con milagros y sin ellos Dios,  infinitamente sabio y poderoso, convierte a los hombres de muchas maneras, conocidas y desconocidas por la Iglesia por fines supremos,  ocultos para el hombre.   
Si tú y yo tenemos fe, se debe a la infinita sabiduría misericordiosa de Dios,  que se ha valido de muchos medios para que creamos en Él. Pero tenemos que conservarla y aumentarla, porque se puede menguar o desaparecer.

Símbolos de la ceguera corporal
Simbolizando espiritualmente la ceguera de Bartimeo, podíamos decir que hay dos clases de ceguera: ceguera espiritual y ceguera moral.
Ceguera espiritual de fe
         Tienen ceguera espiritual de fe total los ateos, agnósticos y aquellas personas que prácticamente viven como si Dos no existiera. Y necesitan el milagro de la fe. 
Muchos cristianos la tienen prendida con alfileres y otros la viven humanamente con mezclas y errores humanos.  Como todos estamos ciegos o cegatos en la fe,  al estilo del ciego de Jericó salgamos al encuentro de Jesús que está siempre pasando por nuestro camino, y  gritémosle insistentemente: ¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí! Y si tenemos fe en Él y hacemos lo que podemos y debemos, curará nuestra ceguera.
Si tienes fe en raquítica medida, y ves las realidades de la vida con la miopía  de la razón o del corazón, y no con los ojos de Dios, estás cegato. En este caso, cuando pase Jesús en tu camino  pídele con humildad y confianza: Hijo de David, ten misericordia de mí. Y cuando te llame y te diga: ¿Qué quieres que haga por ti? Respóndele resueltamente y con ánimo de seguirle de verdad: ¡Señor, que vea!
Ceguera moral
Tal vez tu ceguera no sea de fe, sino moral: la ceguera de la sexualidad, del poder, del dinero, de la ira, de la soberbia, de la envidia, del genio, de mal carácter  o de cualquier otra pasión dominante,  por razones congénitas o consecuencia de pecados, acude a Jesús y grítale: Maestro, que pueda ver. Y Jesús te comprenderá y dirá como al ciego de Jericó: “Anda tu fe te ha curado”. Y curada tu ceguera, síguele por el camino.

                                              SEÑOR, QUE YO VEA

                                              Haz, Señor, que yo vea
                                              la ceguera de mis ojos,
                                             saturados de soberbia,
                                             que no ven bien las cosas,
                                             teniendo yo vista buena.
                                             Haz, Señor, que yo vea
                                             la miseria de mi nada,
                                   la ignorancia de mi ciencia,
                                   los pecados de mi ceguera.
                                   Haz, Señor, que yo vea
                         la tristeza de mi vida,
                                   recargada de miserias,
                                   pues mi alma  se me muere,
                                   si le falta tu presencia.
                                             Haz, Señor, que yo vea                  
                         las pasiones que me aplastan
                                   que necesitan tu clemencia.
                                   Haz, Señor, que yo sienta
                                   la caricia de tu brisa
                        de tu misericordia divina,
                                  pues está seca mi alma
                                 sin la lluvia de tu gracia.
                                            Haz, Señor, que yo vea.

sábado, 20 de octubre de 2018

Domingo Vigésimo noveno. Tiempo ordinario. Ciclo B

DOMINGO VIGÉSIMO NOVENO TIEMPO ORDINARIO CICLO B
            21 DE OCTUBRE
“Concédenos  sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda” (Mc 10,37)
           
Santiago y Juan,
Hijos de Zebedeo

Los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, pidieron a Jesús  una gracia presuntuosa: sentarse en la gloria en los primeros puestos, uno a la derecha y otro a la izquierda, sin saber lo que pedían, pero dispuestos a todo.

Los discípulos del Señor fueron hombres normales, de carne y hueso, como nosotros, y no superdotados,  lumbreras  en cualidades y virtudes en lo humano, ni genios de este mundo. Tenían sus defectos temperamentales, miserias y debilidades en el ser y en el obrar: ambiciones, envidias, sentimientos de rencores, celos, impaciencias, flaquezas temperamentales, miserias y pecados, como aparece claramente en el Evangelio. Pero tenían también un corazón de oro, buena voluntad y deseos de seguir a Jesucristo a pie juntillas con todas las consecuencias.  Era una postura justificable, comprensible, humana, y en cierto sentido cristiana, como le pasa a cualquier persona  virtuosa, querer ser el primero  en el colegio, en el Instituto, en la Universidad, en el trabajo, en la Sociedad y hasta en la política dentro de los propios límites virtuosos de la justicia y caridad, pero ocupar los dos primeros puestos en el Reino de los Cielos es un designio de Dios, Padre.
 No sabemos lo que pedimos, pues lo mejor no es lo que uno quiere, desea, pide o le gusta, sino lo que Dios quiere en orden a la vida eterna. La felicidad no consiste  en ser alguien importante en este mundo, tener riquezas, poder, poseer honores,  sino en cumplir la voluntad de Dios de cualquier manera que se manifieste. Es lícito, bueno, cristiano y obligatorio trabajar por ser lo que uno pueda ser en bien propio, de la familia, de la Iglesia y de la Sociedad,  como medio de santificación  con sacrificios y renuncias.  Pero Dios no siempre nos concede lo que queremos sino lo que necesitamos porque  “nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8,26). Nuestra vida está planificada  con la sabiduría y bondad de Dios por su providencia divina, que maneja todos los acontecimientos con arreglo a un fin establecido eternamente en orden a la Creación y Redención y bien de todos los hombres.  Los hijos de Zebedeo no entendieron el sentido completo de lo que pedían a Jesús, por eso les preguntó: ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber? Jesús les hace ver que lo que pedían era el martirio y no un puesto en el Reino de los Cielos. Los discípulos respondieron resueltamente con verdad pero con ignorancia de lo que pedían: “Lo somos”. Respuesta acertada porque el amor que profesaban a Jesús  era auténtico y con disposición a seguir al Maestro pase lo que pase y pese a quien pese.
La vocación cristiana, y sobre todo la consagrada, consiste en seguir a Cristo con los ojos cerrados, y agarrado de su mano correr la aventura de lo desconocido. Cuando una persona decide seguir a Jesucristo, acepta todo lo que le pueda pasar, sin arrepentirse después de lo que vaya  a pasar. Pero si una persona cristiana o consagrada, cuando viene la contrariedad o el dolor dice: si yo hubiera sabido lo que tenía que pasar  no hubiera dado el paso de seguir a Jesucristo, se trata de una equivocación, ilusión o tentación pasajera vencible, pues hay que vivir  contento y alegre con la vocación que se ha recibido del Espíritu Santo en todo lo que suceda,  pues sufrir con Cristo es identificarse con Él en su vida, pasión y muerte.
            “Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan”.
Es humana y comprensiva esta reacción de enfado envidioso de sus compañeros con ellos, porque sus ambiciones chocaban con las suyas, porque eran las mismas o parecidas. Jesús respondió diciendo que el puesto en el Cielo era misión del Padre y no suya. La Gloria que  merecemos en el Cielo es esencialmente la misma para todos los bienaventurados: la visión y gozo de Dios, Uno y Trino total, pero la visión y gozo personal es distinta, según los méritos de cada uno ha merecido, según la justicia misericordiosa de Dios Padre.

            DOMUND
Hoy celebramos el domingo mundial de la propagación de la fe, día en que todos los cristianos del mundo nos unimos con nuestras oraciones, sacrificios, obras buenas y donativos para ayudar a los misioneros que viven en Países paganos trabajando para conseguir que el Espíritu Santo regale la fe cristiana a quienes no la tienen. Porque todos somos Iglesia y somos misioneros, unos de una manera y otros de otra.





sábado, 13 de octubre de 2018

Domingo Vigésimo octavo. Tiempo ordinario. Ciclo B

DOMINGO VIGÉSIMO OCTAVO
TIEMPO ORDINARIO, CICLO B
14 DE OCTUBRE


EL JOVEN RICO

           Situemos el episodio del Evangelio dentro del probable marco de su momento histórico. Según los expertos del Evangelio Concordado sucedió este hecho a finales del tercer año de la vida pública de Jesús, después  del encantador episodio que Jesús tuvo con los niños en una casa de la comarca de Perea. (Mc 10,14-16).
Cuando Jesús salió de la casa,  se dirigió hacia Jerusalén, y sucedió que en el camino  un joven  rico,  judío íntegro por los cuatro costados, fiel cumplidor de la ley de Moisés, amante de las tradiciones de su pueblo, sin pensarlo dos veces, echó a correr al encuentro de Jesús y tan pronto como llegó a su presencia, venciendo todo respeto humano, se arrodilló ante Él y con devota y sentida emoción  le dijo:
¿Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?
Jesús le contestó:
“Ya sabes, cumple los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”.
El joven, orgulloso de ser fiel y ejemplar cumplidor de la ley divina, le respondió: Todos estos mandamientos los he cumplido desde que era pequeño. Y sintió una gran alegría porque podía heredar la vida eterna. Jesús al escuchar esta respuesta, clavó sus ojos en él y con especial ternura de mirada le invitó a ser su discípulo con estas palabras:
“Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme” (Mc 10, 21).
 El joven al escuchar estas palabras tan exigentes, se entristeció, frunció el ceño, bajó la cabeza, y se marchó expresando pena en su rostro porque era rico, y era mucho exigir  para ser discípulo de Jesús.
Jesús al ver al joven rico, cabizbajo y pensativo que se marchaba, miró a sus discípulos para observar qué reacción había causado en ellos sus palabras, y les dijo: ¡Qué difícil les será  entrar en el Reino de Dios a los que tienen riquezas! Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió:
            Hijos ¡Qué difícil les es entrar en el Reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!...
            Ellos se espantaron y comentaron:
Entonces ¿quién puede salvarse?
Jesús les dijo:
            Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, madre, padre, hijos o tierra por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo cien veces más, casas, y hermanos y hermanas, y madre e hijos, y tierras, con persecuciones, y en la edad futura vida eterna (Mc 10,29-30).

Este pasaje me ofrece una oportunidad para hablar de  la llamada de Jesús a todos los cristianos. Establezco un principio teológicamente  indiscutible: Dios llama a todos los bautizados en cualquier estado civil en que se encuentren   a creer en Jesucristo y seguirle, en virtud del bautismo, de muchas maneras.
Algunos cristianos especiales, como al joven rico del Evangelio, los llama  para el estado sacerdotal, para que se consagren a predicar la palabra de Dios, administrar los sacramentos, ejercer obras de apostolado y presidir comunidades: vocación sacerdotal.
A otros laicos, hombres y mujeres, para  consagrarse a Dios en Obras o Institutos de la Iglesia para la santificación personal y salvación de todos los hombres por medio de votos o compromisos evangélicos: vocación religiosa. No faltan cristianos que por equivocación abrazaron la vida sacerdotal o religiosa, volvieron al estado laical, y, solucionado su problema personal, viven  consagrados a Dios en el mundo; y también otros que vivieron la fe en forma irregular canónica, viven su vocación bautismal de conversión. 
            Muchos cristianos abrazan el matrimonio y se consagran  al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole por el sacramento del matrimonio. Si uno de los cónyuges muere, el otro, viudo o viuda, queda en un estado como de soltería, consagrado a Dios en  la viudez que es también un estado de consagración bautismal.
          Hay también varios jóvenes que con vocación al matrimonio no se casan y otros quedan solteros por distintas razones y circunstancias especiales y viven consagrados a Dios por el bautismo en estado de soltería consagrada.


            La consagración a Dios consiste en la santidad personal y en el ejercicio apostólico de la salvación de todos los hombres de muchas maneras. En conclusión, repito, la santidad y el seguimiento a Jesucristo no es una vocación exclusiva de algunos cristianos, privilegiados, sino una vocación común de todos los bautizados en diferentes formas.   

sábado, 6 de octubre de 2018

Domingo Vigésimo séptimo. Tiempo ordinario, Ciclo B


DOMINGO VIGÉSIMO SÉPTIMO
TIEMPO ORDINARIO, CICLO B
 7 DE OCTUBRE
“Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Mc 10, 7)

MATRIMONIO CATÓLICO
En la primera lectura de la liturgia de la Palabra de este domingo se nos dice que Dios después de haber creado  al hombre y a la mujer instituyó el matrimonio con estas palabras: “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”. La versión de este texto en la Biblia de la Conferencia Episcopal Española no dice abandonará el hombre a su padre y a su madre,  sino dejará, que a mí me parece traducción más perfecta en sentido lingüístico y teológico, porque el hombre que se casa no abandona a su padre y a su madre, sino los deja para ser con una mujer una sola carne en el matrimonio, instituido por Dios en el Paraíso Terrenal, y elevado por Jesucristo a la dignidad de sacramento.
El tema de esta homilía va a versar sobre el matrimonio católico. Trataré primero su naturaleza en sentido negativo  y después en positivo.

Naturaleza del matrimonio en sentido negativo
El matrimonio católico no es:
- un compromiso privado que un hombre y una mujer hacen para vivir juntos matrimonialmente sin ningún vínculo civil ni religioso;
- el llamado impropiamente matrimonio homosexual, contrario a la naturaleza y fines del matrimonio;
  ni una convivencia matrimonial de un hombre con una mujer  para compartir una misma vida para todo;
- ni un matrimonio  civil;
- ni un matrimonio religioso en el sentido amplio de la palabra.

Naturaleza del matrimonio en sentido positivo
El matrimonio católico es una unión de un hombre con una mujer que Dios creó para que fueran  procreadores del genero humano.
El Código de Derecho Canónico (c. 1055,1) define la naturaleza del Sacramento del Matrimonio con estas palabras: Es “la alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole,  elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados”.  
Fundamento del matrimonio
El fundamento del matrimonio es el amor verdadero, recíproco del uno al otro, porque el amor de uno sin la correspondencia del otro es más dolor que gozo. El amor verdadero en el matrimonio consiste más en darse  que en dar, porque el que se da, da también, sin esperar nada a cambio.  Darse al otro es morir al propio yo y regalar la propia vida con sacrificios en favor de la persona amada.
El amor recíproco en el matrimonio cristiano tiene que tener un parecido al amor de una buena madre con el hijo, que ve sus defectos y pecados, y los justifica por la manera de ser,  el ambiente de la Sociedad, los amigotes,  la política del momento histórico y por otras muchas causas. Justifica sus defectos y pecados que tiene con la compensación de otras cualidades y virtudes que posee,  porque el amor todo lo excusa.
El verdadero  amor en el matrimonio consiste en amar a la persona, tal como es en sí misma, con sus cualidades y defectos, y no como gustaría que fuera. Supone aceptación, sacrificio, comprensión y renuncias. El esposo tiene que  comprender a la mujer con quien se casa, que es única, con su propia personalidad física, psicológica y espiritual, mujer como las demás,  pero distinta a todas; y de la misma manera la mujer  tiene que  comprender que su esposo es un hombre, como todos los demás, con su propia personalidad, con propiedades masculinas comunes, pero único.
Aunque es muy aconsejable que para la felicidad matrimonial ambos tengan iguales o parecidos ideales, no es absolutamente necesario, porque el verdadero amor no tiene barreras, sobrepasa todos  los ideales y defectos de la persona amada, y los soporta por amor, cosa que suele ser muy difícil en la realidad.
Podríamos comparar el amor en el matrimonio con el fundamento del edificio. Lo que es el fundamento al edificio es el amor al matrimonio: principio de unidad y consistencia. No es lo mismo construir un edificio de una sola planta  que requiere cimientos básicos que un rascacielos que necesita un fundamento de profundo subsuelo y especial ciencia arquitectónica en la construcción.
El matrimonio no es un estado de la felicidad, sino un medio para conseguirla, como tampoco es el sacerdocio ni la vida consagrada, que son medios para conseguirla con vocación y sacrificios. El matrimonio es un medio para la felicidad humana relativa, que es difícil, complicada, sacrificada y con muchas renuncias. Vivido con egoísmo sexual no alimenta el amor sino crea el cáncer de la pasión de la carne, solamente curable por una gracia especial o un milagro.   
San Pablo mandaba en nombre de Cristo que los maridos deben amar a sus mujeres, como Cristo amó a su Iglesia: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla” (Ef 5, 25-26), porque el matrimonio expresa el amor y la unión entre Cristo y la Iglesia. Por consiguiente, los esposos se deben ayudar mutuamente, tanto en lo próspero como en lo adverso, para santificarse mutuamente, porque el sacramento del matrimonio es una Iglesia doméstica.
Propiedades esenciales del matrimonio
Las propiedades esenciales del matrimonio son Unidad e Indisolubilidad: uno con una y para siempre.  La Iglesia admite la separación física  de los esposos y la anulación del vínculo por medio del tribunal eclesiástico. Los bautizados casados por lo civil y divorciados que contraen civilmente nuevo matrimonio no pueden confesarse ni acceder a la comunión eucarística, ni tampoco ejercer  responsabilidades eclesiales. Sin embargo, pueden asistir al sacrificio de la Santa Misa, oír la palabra de Dios, hacer oración, ejercer obras de caridad,  educar a los hijos en la fe católica de la manera que sea posible. 
Ministro del sacramento
Los contrayentes son los ministros del matrimonio. El obispo, el sacerdote y el diácono son los testigos oficiales de la Iglesia para que el acto sea sacramento.  El obispo puede designar a laicos, bien formados y ejemplares en vida de oración, piedad, y modelos en reputación pública, para asistir a los matrimonios en casos especiales, donde no haya sacerdotes ni diáconos, principalmente en países de misión. 


El sacramento del matrimonio debe celebrarse  ordinariamente dentro de la Santa Misa en virtud del vínculo que todos los sacramentos tienen con la Eucaristía, pues los esposos sellan su consentimiento en darse el uno al otro mediante la ofrenda de sus propias vidas (Cat 1621). Por razones pastorales se puede celebrar también fuera de la Santa Misa. Para que el sacramento sea fructuoso se requiere que los esposos lo reciban en estado de gracia, si bien el matrimonio es válido, aunque ilícito, si se recibe en pecado mortal.