miércoles, 24 de octubre de 2018

Domingo Trigésimo. Tiempo ordinario. Ciclo B

DOMINGO TRIGÉSIMO TIEMPO ORDINARIO CICLO B 
28 DE OCTUBRE

Ciego de Jericó
Probablemente Jesús realizó el milagro del ciego de Jericó a finales del tercer año de su vida pública, cuando se dirigía a Jerusalén para consumar el sacrificio de la cruz.   Jericó fue el lugar donde Jesús realizó en otra ocasión la conversión de Zaqueo.  San Mateo  (20, 29) dice que  Jesús curó a dos ciegos al salir de Jericó. San Marcos habla  de un mendigo ciego que se llamaba Bartimeo,  y San Lucas (Lc 18 ,35) también uno solo ciego, al entrar en Jericó. Ante estas pequeñas diferencias de narración evangélica caben dos preguntas: ¿Cuántos eran los ciegos que curó Jesús en  Jericó y en qué momento?
Algunos intérpretes del Evangelio dicen que fueron tres ciegos los que curó Jesús, en dos ciudades distintas llamadas Jericó, que existían entonces, a corta distancia una de otra.  Pero lo más probable parece que fueron dos al salir de Jericó, y el más conocido de los dos por la gente se llamaba Bartimeo.
Dejando aparcado este pequeño problema histórico, propio para  los especialistas del Evangelio,  que no atañe a la sustancia del milagro, vamos a hacer un comentario espiritual según el texto que hemos elegido de San Marcos.

Jesús acompañado de un cortejo triunfal se dirigía a Jerusalén para celebrar la Pascua. Al salir de Jericó, el ciego Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna, como hacían los ciegos y pobres en vísperas de la Fiesta en el tiempo de Jesús. Al oír los pasos y el griterío de los que pasaban, que perturbaban ruidosamente el ambiente, preguntó cuál era la causa de aquel alboroto. Y le respondieron:
Es que pasa Jesús Nazareno.
Entonces a Bartimeo que  había oído hablar de Jesús de Nazaret, como gran profeta y prestigioso taumaturgo, le dio un vuelco el corazón y con fe profunda empezó a gritar reiteradamente hasta enronquecer:    
“Hijo de David, ten misericordia de mí”, título mesiánico, que me hace pensar que  Bartimeo  tenía mucha fe  en Jesús, el Mesías, profeta que entusiasmaba a la gente con su Palabra y prodigiosos milagros, pero no sabía que era Dios.
Muchos de los que acompañaban a Jesús le regañaron con palabras y gestos  desentonados, rogándole que se callara, pues tan ilustre personaje merecía un respeto especial y no podía ser molestado por los desagradables gritos de un pobre mendigo ciego. Pero Bartimeo en lugar de callar, como parecía lo más natural del mundo, continuó gritando   cada vez  con más fuerza y vehemencia:  
“Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”, porque por la fe profunda que tenía en el Mesías estaba seguro de que le iba a curar la ceguera; y  motivado por una fuerza interior sobrenatural repetía incansablemente la misma petición. Mientras tanto Jesús seguía su camino dando la impresión aparente de no escuchar  los gritos de súplica de aquel pobre ciego, que  molestaba a muchos, extrañaba a bastantes, y escandalizaba a algunos. Pero llegó un momento en que Jesús se paró en seco, se le rompió el corazón,   y dijo:
“Llamadlo”.
Llamaron al ciego diciéndole: “Ánimo, levántate, que Jesús te llama”.
Cuando Bartimeo supo que Jesús le llamaba, la alegría fue tan grande  y expresiva que la describe el evangelista con tres verbos de movimiento: “soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús”. Cuando estuvo en su presencia, Jesús le dijo:
¿Qué quieres que haga por ti?
El ciego le contestó:
Maestro, que pueda ver.
Jesús le dijo:
“Anda tu fe te ha curado”. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

La fe en Jesús no es efecto del esfuerzo humano, ni solamente fruto de las buenas obras, ni consecuencia de la educación religiosa, familiar o social, ni del ambiente cristiano, circunstancias que influyen mucho para la fe, pero no  la causan, porque es obra de la gracia divina del Espíritu Santo. Con milagros y sin ellos Dios,  infinitamente sabio y poderoso, convierte a los hombres de muchas maneras, conocidas y desconocidas por la Iglesia por fines supremos,  ocultos para el hombre.   
Si tú y yo tenemos fe, se debe a la infinita sabiduría misericordiosa de Dios,  que se ha valido de muchos medios para que creamos en Él. Pero tenemos que conservarla y aumentarla, porque se puede menguar o desaparecer.

Símbolos de la ceguera corporal
Simbolizando espiritualmente la ceguera de Bartimeo, podíamos decir que hay dos clases de ceguera: ceguera espiritual y ceguera moral.
Ceguera espiritual de fe
         Tienen ceguera espiritual de fe total los ateos, agnósticos y aquellas personas que prácticamente viven como si Dos no existiera. Y necesitan el milagro de la fe. 
Muchos cristianos la tienen prendida con alfileres y otros la viven humanamente con mezclas y errores humanos.  Como todos estamos ciegos o cegatos en la fe,  al estilo del ciego de Jericó salgamos al encuentro de Jesús que está siempre pasando por nuestro camino, y  gritémosle insistentemente: ¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí! Y si tenemos fe en Él y hacemos lo que podemos y debemos, curará nuestra ceguera.
Si tienes fe en raquítica medida, y ves las realidades de la vida con la miopía  de la razón o del corazón, y no con los ojos de Dios, estás cegato. En este caso, cuando pase Jesús en tu camino  pídele con humildad y confianza: Hijo de David, ten misericordia de mí. Y cuando te llame y te diga: ¿Qué quieres que haga por ti? Respóndele resueltamente y con ánimo de seguirle de verdad: ¡Señor, que vea!
Ceguera moral
Tal vez tu ceguera no sea de fe, sino moral: la ceguera de la sexualidad, del poder, del dinero, de la ira, de la soberbia, de la envidia, del genio, de mal carácter  o de cualquier otra pasión dominante,  por razones congénitas o consecuencia de pecados, acude a Jesús y grítale: Maestro, que pueda ver. Y Jesús te comprenderá y dirá como al ciego de Jericó: “Anda tu fe te ha curado”. Y curada tu ceguera, síguele por el camino.

                                              SEÑOR, QUE YO VEA

                                              Haz, Señor, que yo vea
                                              la ceguera de mis ojos,
                                             saturados de soberbia,
                                             que no ven bien las cosas,
                                             teniendo yo vista buena.
                                             Haz, Señor, que yo vea
                                             la miseria de mi nada,
                                   la ignorancia de mi ciencia,
                                   los pecados de mi ceguera.
                                   Haz, Señor, que yo vea
                         la tristeza de mi vida,
                                   recargada de miserias,
                                   pues mi alma  se me muere,
                                   si le falta tu presencia.
                                             Haz, Señor, que yo vea                  
                         las pasiones que me aplastan
                                   que necesitan tu clemencia.
                                   Haz, Señor, que yo sienta
                                   la caricia de tu brisa
                        de tu misericordia divina,
                                  pues está seca mi alma
                                 sin la lluvia de tu gracia.
                                            Haz, Señor, que yo vea.

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