sábado, 25 de mayo de 2019

Sexto Domingo de Pascua. Ciclo C

            “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).


            INHABITACIÓN DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

La Santísima Trinidad es un misterio absoluto: un solo Dios verdadero en tres Personas divinas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, misterio que no se puede conocer por la razón humana ni antes ni después de la Revelación. sino se cree  por la fe. 

Esta verdad dogmática no está revelada en el Antiguo Testamento, porque el fin primario  era destruir el politeísmo reinante en el mundo, y revelar el único Dios verdadero, Creador y Señor de todas las cosas, y la venida del Mesías, como Redentor de todos los hombres en la plenitud de los tiempos. Fue Jesucristo quien reveló el misterio de la Santísima Trinidad, que después fue precisado en su naturaleza por el Magisterio infalible de la Iglesia,  explicado por los teólogos, y enseñado por los Catecismos de todos los tiempos.


 Todas las acciones divinas son trinitarias: la Creación, la Redención y la Santificación de la Iglesia, pero teológicamente se aplica al Padre la Creación, al Hijo la Redención y al Espíritu Santo la Santificación. Dios, Uno y Trino está presente en todas las cosas materiales de la Creación con una presencia existencial,  para que sean lo que tienen que ser; en las vegetales con una presencia vital para que vivan como tienen que vivir; en los animales con una presencia sensitiva para que sean vegeten y sientan como tiene que ser; y principalmente está en el simple hombre en imagen y semejanza para que piense, ame y sea libre analógicamente, al modo de Dios; en el hombre religioso vive en la buena fe con que profesa su religión; en el bautizado que está en pecado mortal vive en la fe católica como un huésped; en el que está en gracia convive en intimidad de intercomunicación de vidas. Dios  comunica su vida al que está en gracia de Dios  para que viva en Dios y de Dios, y el cristiano, que está en gracia de Dios, comunica a la Santísima Trinidad su vida humana divinizada con obras formando una familia  en una misma casa. La convivencia de la Santísima Trinidad en el alma consiste en una intercomunicación de vidas: Dios, Uno y Trino, se comunica al alma como es en sí mismo en su Ser y Operación, de manera analógicamente participada. El cristiano, al recibir la vida divina, le devuelve esa misma vida divina mejorada con sus buenas obras, y la vida de Cristo vive en en cristiano, como decía el apóstol San Pablo: “Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).


La inhabitación de la Santísima Trinidad dentro del alma del justo, dulce y consoladora verdad, está revelada en muchos textos del Nuevo Testamento. Es doctrina evangélica, enseñada por el magisterio de la Iglesia. Cuando el hombre está en gracia de Dios, posee una participación analógica de la misma naturaleza de Dios: una  comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, no de manera pasiva o extática, sino realizando sus acciones propias trinitarias, siendo objeto de adoración y de experiencias místicas muy variadas con la explosión de los dones del Espíritu Santo y sus frutos.


La Santísima Trinidad se nos comunica para tres finalidades: “hacernos partícipes de su vida íntima divina, constituirse en motor y regla de nuestros actos, y ser objeto fruitivo de una experiencia inefable”, dice el P. Royo Marín en su libro Teología de la Perfección  Cristiana (página (179 – 187; n 98; año 1954).  Es un hecho teológicamente indiscutible que en el cristiano que vive en gracia de Dios, es decir sin pecado mortal, tiene en su alma como moradores al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo con una presencia de estar, vivir o convivir.


 Siendo la gracia una realidad divina, también es divina su actuación, dice Santo Tomás de Aquino. El hombre en estado de gracia actúa humanamente al modo divino, y sus actos, siendo  humanos, resultan  formalmente divinos. El Espíritu Santo produce en el alma el arranque del motor del vehículo sobrenatural, que el cristiano tiene que conducir. En los grandes místicos, el Espíritu Santo  se pone al volante para conducir el vehículo sobrenatural del alma. 

 La Santísima Trinidad, además de potenciar sobrenaturalmente los actos del hombre “endiosado” en la mutua intercomunicación de vidas, se convierte en objeto fruitivo de experiencias místicas en grados muy diferentes, según la medida del don que ha recibido y la correspondencia a la gracia. Algunos místicos llegaron a conocer la existencia de la Santísima Trinidad, su naturaleza y funciones con certeza de alguna manera mística por experiencia, Los teólogos, que no son pastores, discurren sobre la gracia desde el laboratorio de la ciencia teológica, ascética  y mística, y no desde la praxis de la pastoral del confesionario y trato con las almas; y por eso hacen elucubraciones teóricas y científicas sobre la gracia y sus frutos, que no siempre coinciden con la realidad; y en el mejor de los casos  dicen los grandes místicos, como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús que la habitación de la Santísima Trinidad dentro del alma es un hecho normal que se vive y se palpa.


Lo que sí es cierto es que el que vive siempre en gracia y trabaja por la perfección, vive cada vez con más intensidad ráfagas y consuelos del Espíritu Santo y con espacios aislados o habituales de ciertas experiencias místicas de diferente índole. Esta sublime realidad nos lleva a la conclusión de luchar por vivir siempre en gracia de Dios, a no echar por el pecado mortal fuera del corazón a los divinos Huéspedes, Dueños y Señores de la vida del hombre; a no tratar a las tres divinas Personas, que moran en nuestra alma, con indiferencia, descuido o frialdad con formas malas de educación social, sino con convivencia de amor operativo, trabajando por aumentar al máximo la divina presencia trinitaria con progresiva intensidad de gracia. Aunque no se nos regale ninguna experiencia mística,  el hecho de morar en nosotros la Santísima Trinidad es la mayor gracia que se puede esperar.








miércoles, 15 de mayo de 2019

Quinto Domingo de Pascua. Ciclo C


“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado”

El amor al prójimo es inseparable  del amor a Dios
Precepto del amor al prójimo
El amor al prójimo es signo del discípulo de Cristo
y distintivo de la vida divina
Clases de prójimo
El amor al enemigo, precepto universal        
Características principales del perdón

El amor al prójimo es inseparable  del amor a Dios porque el prójimo es  una parte esencial del amor a Dios, como lo dijo Jesús en el Evangelio: Amarás a Dios con todo el corazón y al prójimo como a ti mismo. Como a ti mismo no quiere decir que hay que amar al otro tanto como uno se ama a sí mismo con amor cuantitativo, sino modal, al modo como uno ama a todos los miembros de tu cuerpo, sin excluir a ninguno, aunque  ame más a uno que a otro con preferencia, según la función que ejerce en el organismo.
El amor al prójimo nace de Dios (1Jn 5,7), se vive personalmente, se demuestra comunitariamente, se extiende a todas las cosas, y revierte finalmente en Dios. Es el tema fundamental de la vida cristiana y sobre el que versará el examen final de la vida en la tierra (Mt 25, 31ss).
Amar al prójimo sin amar a Dios es:             
           - Compasión por el que sufre.
           - Satisfacción que se siente por hacer el bien.
           - Amor humano  o enamoramiento.
           - Filantropía o amor natural al género humano.

Pero el amor que se hace a cualquier prójimo por el motivo que sea, se hace a Jesucristo, porque nos dice el Evangelio que “cuanto hicisteis a estos hermanos míos  más pequeños, a mi me lo hicisteis” (Mt 25, 40)..    

Precepto del amor al prójimo

El amor al prójimo está claramente mandado en la Sagrada Escritura porque antes es dado, como dice el Papa Benedicto XVI: “El amor puede ser mandado porque antes es dado” (Deus charitas est nº 14; 1 Jn 5,7).
Existen muchos textos en la Sagrada Escritura que prueban que el amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables. Citamos dos textos clásicos:
“Quien ama a Dios ame también a su hermano” (1 Jn 4,21), porque el amor a Dios y al hermano es un mismo amor con dos versiones diferentes, como una sola medalla con el anverso y reverso o una moneda con la cara y la cruz.
“Si alguno dice: amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente, pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve” (1 Jn 5,20), pues al  prójimo se le ve con los ojos de Dios y se le ama con su corazón.
Jesucristo enseñó en el  Nuevo Testamento que el amor al prójimo se extiende a todos los hombres, de manera que a nadie se puede excluir del amor cristiano.  

Clases de prójimo

            Según la doctrina de Santo Tomás de Aquino el amor al prójimo se extiende a todos los seres que poseen la comunicación con la bienaventuranza o la capacidad de conseguirla. En concreto son:

  • Los ángeles y bienaventurados del Cielo, que tienen la misma gracia que los hombres, pero glorificada.
  • Las almas del Purgatorio que poseen la gracia divina en estado de purgación.
  • Los hombres que viven en estado de gracia en la tierra.
  • Los pecadores, por muy pecadores que sean,  porque mientras viven en este mundo pueden recuperar la gracia divina y conseguir la bienaventuranza.
  • Los enemigos de Dios y de la Iglesia, pues, aunque hayan perdido la fe, tienen la capacidad de la salvación eterna  por la omnipotente misericordia de Dios.
            Solamente están excluidos los demonios y condenados en el infierno, porque están eternamente desconectados de la bienaventuranza.

El amor al enemigo, precepto universal     
   
Del amor cristiano no se puede excluir a nadie, ni siquiera al enemigo a quien hay que amar  como miembro del Cuerpo Místico de Cristo.
El amor al enemigo no es un consejo de perfección evangélica sino un precepto universal para todos los hombres. Está claramente preceptuado en la Sagrada Escritura, principalmente en el Evangelio.  El motivo principal de perdonar a quien nos ha ofendido es el ejemplo  del Señor que perdonó a quienes lo crucificaron y los excusó con aquellas palabras de su testamento antes de morir: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”  (Lc 23, 34).
Son muchos los textos de la Sagrada Escritura sobre el amor al enemigo. Citemos algunos:
“Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro padre celestial” (Mt 5,43-45).
            “Si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6,14-15).      
“Si tu hermano peca, corrígelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca contra ti siete veces y si siete veces vuelve a ti para decirte: Me arrepiento, lo perdonarás” (Lc 17,3-4). 
Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24).
 Las palabras del Señor son claras y tajantes: No se puede hacer ofrendas al Señor con un corazón enemistado con el hermano.  Negando el perdón a nuestros hermanos, el corazón se cierra y se hace impermeable a la misericordia de Dios. Así nos lo enseña la Iglesia en el Catecismo de la Iglesia católica del Papa Juan Pablo II: “Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia” (Cat 2840).
El modo de perdonar al enemigo es condicional, como nos enseñó Jesucristo en el Evangelio en la oración del padrenuestro: “como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, pues Dios nos perdona de la manera que nosotros perdonamos.

            El amor al enemigo consiste esencialmente en no odiar y no vengarse  

El perdón al enemigo consiste en no odiar y no vengarse, por propia cuenta, del mal que se ha recibido.  No se opone a exigir la justicia, que es necesaria y, a veces, obligatoria, para que no cunda el delito en los malhechores, y se castigue el mal; ni obliga  a reanudar la amistad que antes se tenía con el amigo convertido en enemigo; ni al trato humano especial. Basta con tratar al enemigo con un comportamiento normal en casos extremos de necesidad, como se suele hacer con un extraño.   Excluye dos cosas: el odio y la venganza en el corazón que son incompatibles con el perdón. Odiar no es sentir la ofensa en lo más íntimo del corazón, por aquello de que sentir no es consentir; ni tampoco el simple recuerdo de la ofensa, pues es lo más normal del mundo recordar los males que se han recibido del enemigo, pero sin odio ni venganza. Se suele decir una frase que conviene explicar: yo perdono pero no olvido. Perdonar pero no olvidar en el sentido de que se guarda en la memoria la ofensa que se ha recibido para vengarse de ella no es perdonar, sino odiar o vengarse. Sin embargo, perdonar pero no olvidar  por razones simplemente temperamentales es compatible con el perdón, aunque repela la presencia de la persona del enemigo, se sienta rebelión en la sensibilidad o se revuelva el interior al recordar la ofensa. Perdonar y olvidar totalmente en el corazón y en la memoria, es problema de santos muy especiales o de personas naturalmente buenas, pero no es lo normal, ni precepto evangélico. Muchos santos aprendieron a perdonar a sus enemigos copiando al pie de la letra el ejemplo de Jesús.  Santa Teresa de Jesús sentía una alegría singular cuando se enteraba de que alguien la calumniaba o injuriaba, y si no fuera porque los hombres injuriándola ofendían a Dios,  deseaba que todo el mundo la ofendiera.
Santa Juana de Chantal perdonó al que mató a su marido de tal manera que llegó a ser madrina en el bautismo de uno de sus hijos, acción heroica que llenó de admiración San Francisco de Sales,  cofundador con ella de las Salesas.
El santo Cura de Ars al recibir una bofetada de uno de sus enemigos, le contestó con una sonrisa en los labios: “Amigo, la otra mejilla tendrá celos”

Características principales del perdón:

Pronto, ahora mismo, cuanto antes, como nos enseña la Palabra de Dios: “No se ponga el sol sobre vuestra iracundia (Ef 4,26).
Sin límite, no poniendo tope de tiempo al  perdón.
De corazón, perdón salido de lo más profundo del alma o sobrenaturalizando los naturales impulsos de la naturaleza.  En consecuencia, hay que perdonar al enemigo siempre, aunque se exija la justicia, se sienta la ofensa, y no se borre de la memoria, circunstancias conciliables con el perdón.









martes, 14 de mayo de 2019

San Isidro Labrador, patrón de Madrid


BIOGRAFÍA


Se podría decir que San Isidro Labrador es uno de los santos canonizados por la Iglesia que pertenece al Silencio, pues históricamente se saben muy pocas cosas de su vida.
No se conoce con exactitud el año de su nacimiento, que se supone que tuvo lugar al final del siglo XI, el año 1080  o 1082; ni tampoco quiénes fueron sus padres ni el lugar seguro de Madrid donde nació, ni  donde vivió  su niñez y juventud y ni cómo fue.
Parece que fue bautizado en la antigua Parroquia de San Andrés. Murió el 30 de Noviembre de 1172, a los noventa años de edad, y fue enterrado en el cementerio de la Parroquia. Su cuerpo incorrupto se conserva en la Colegiata de Madrid. Goya tuvo el buen gusto de pintarlo en una obra maestra que se conserva en la Biblioteca Nacional.
La única biografía auténtica que existe del santo fue la del franciscano Juan Diácono, escrita en latín en el siglo XIII, siglo y medio después de su muerte: Vita Sancti Isidori. En ella se nos dice que fue un simple labrador amante de Dios, cariñoso con los hombres e imitador muy diligente de la Sagrada Escritura. Sus biógrafos posteriores destacan de él un profundo amor a la Eucaristía, devoción a la Santísima Virgen y una gran caridad para con los pobres. El papa Paulo V lo beatificó el 4 de Junio de 1619, y tres años más tarde el 12 de Marzo de 1622 fue canonizado por el papa Gregorio XV  quien afirmó “que nunca salió para su trabajo sin antes oír, muy de madrugada, la santa misa y encomendarse a Dios y a su Madre Santísima”.

Se dice que trabajó como pocero y bracero al servicio de la familia Vera en un lugar de Madrid, no conocido. Cuando el ejército de almorávides tomó Toledo, se vio obligado a trasladarse a trabajar a Torrelaguna (Madrid) donde contrajo matrimonio con Toribia, luego Santa María de la Cabeza con quien tuvo un hijo llamado Illán, tenido también por santo. Después regresó a Madrid y se puso a servir como agricultor en la casa de la familia Vargas en cuyo humilde oficio de labrador ejercitó las virtudes cristianas en el fiel cumplimiento cristiano de las obligaciones familiares, laborales y sociales. 
La tradición popular le atribuye la fama de hombre de oración, piadoso, humilde, sencillo  y trabajador incansable.  De él se cuentan más de cuatrocientos milagros. Muchos de ellos pertenecen más a la piadosa leyenda popular que a la rigurosa Historia. Uno de ellos fue que  su hijo Illán  se cayó a un pozo de aguas profundas y se dice, entre otras versiones, que por intercesión de San Isidro las aguas subieron a la superficie, y el niño que por ley natural debería haber muerto, apareció completamente sano.
Es patrono de Madrid y de todos los agricultores, y santo de devoción popular en todo el mundo. El Papa Juan XXIII el 16 de Diciembre de 1960 le nombró patrono de los agricultores y campesinos.
  

SANTIDAD DE SAN ISIDRO

El santo es una persona buena, divinizada por el bautismo, en el que recibió la gracia, participación analógica de la Santidad de Dios, que perfeccionó con una vida de oración, sacramentos y obras buenas. La bondad humana, potenciada por la gracia,  es el fundamento sobre el que se construye el edificio de la santidad  de muchas maneras. Así como cada persona es específicamente distinta, aunque tiene la misma naturaleza humana, cada santo, teniendo la misma santidad esencial, es diferente  con su propia santidad específica.
No hay ningún santo en el Cielo exactamente igual a otro, como no existe tampoco en el mundo ninguna persona exactamente igual a otra. En esto se demuestra la infinita sabiduría de Dios, que nunca se repite en sus obras, cosa que nunca sucede en la sabiduría de los hombres.
Al estar casado San Isidro y ser padre de un niño ambos esposos santos tuvieron que superar las pequeñas dificultades de la convivencia, medios muy eficaces para conseguir la santidad. Cada uno tendría que aceptar con amor comprensivo los pequeños defectos naturales de  la manera de ser diferente y santa del otro,  sin que resultara importante problema. Porque se querían mucho, ambos buscaban a Dios y trabajaban por conseguir la carrera de la santidad. Las pequeñas trifulcas y roces en familia se deben, en su mayoría, a la falta de mutua comprensión, de humildad y sacrificio.
Al estar casado San Isidro y ser padre de familia ejerció la comprensión en la santa comunidad familiar que conlleva pequeños sacrificios de amor; en la comunidad laboral, al trabajar en la agricultura de entonces a expensas  de un amo rico, cosa que en aquella época era casi una esclavitud, una sumisión total a una autoridad despótica; tendría  que soportar en silencio muchas injusticias sociales, el duro trabajo primario del campo al amparo de las inclemencias del tiempo, sufrir la dura convivencia con otros agricultores diferentes en ideas políticas y religiosas, las circunstancias normales que suceden en la vida, y otras eventualidades que surgen de manera imprevista en cada momento. 

Podríamos sintetizar la biografía de San Isidro  destacando en él una vida de oración habitual, humildad auténtica, sencillez naturalmente virtuosa, silencio virtuoso y  trabajo santificador y apostólico. Esta manera de ser santo está  al alcance de cualquier cristiano.


sábado, 11 de mayo de 2019

Cuarto Domingo de Pascua. Ciclo C

          “Iglesia, Sacramento universal de salvación”
             
Los fieles, como respuesta  a la Palabra de Dios de la primera lectura en el salmo responsorial de la santa misa de este domingo, proclaman esta afirmación: Somos su pueblo y ovejas de su Rebaño. Con estas palabras  afirman  la alegría de pertenecer a la Iglesia, figurada como Rebaño; y luego en el Evangelio se recalca la misma idea con la alegoría de Jesús, Pastor, y ovejas que son los hombres, que escuchan su voz y le siguen para la vida eterna. Estas ideas me ofrecen una oportunidad para hablar del misterio de la Iglesia.
La Iglesia, a la que por la gracia misericordiosa de Dios, Creador y Padre pertenecemos, es un misterio que sólo se puede conocer  por medio de metáforas o alegorías, que no definen su propia naturaleza, y ni siquiera se imagina. Las principales son: Cuerpo místico de Cristo, la Vid y los sarmientos y Sacramento universal de salvación, como enseña el Concilio Vaticano II, que significa que todas las personas que se salvan es por medio del bautismo de agua, bautismo de deseo, bautismo de sangre y bautismo de conciencia o sus suplencias que son infinitas y nadie puede saber ni imaginar, porque Dios es infinitamente sabio, lo sabe todo y todo lo puede.

¿Son pocos los que se salvan?

El número de los que se salvan ha sido, es y será siempre el gran interrogante para todos los hombres de todos los tiempos, porque nada hay revelado sobre este particular. 
En un lugar donde Jesús predicaba, tal vez en una sinagoga de Cafarnaún, el Maestro debió tratar el tema interesante de la salvación, y un oyente interrumpiendo su discurso preguntó a Jesús: Señor, ¿son pocos los que se salvan?
El Maestro no respondió directamente a la pregunta,  sino que se limitó a enseñar la necesidad de esforzarse para entrar en el Reino de Dios: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos intentarán entrar y no podrán” (Lc 13,24). Esta frase no significa que muchos no se salvarán, sino que cuesta mucho esfuerzo entrar por la puerta estrecha de la salvación por propia cuenta,  porque la salvación depende principalmente de la gracia de Dios y otros muchos factores. Sobre este problema angustioso, muchos judíos tenían ideas peregrinas, muy equivocadas, contrarias a la Biblia, hasta tal punto que pensaban que la salvación era una exclusiva para el pueblo de Israel,  porque Dios salva a los hombres como quiere con ellos o sin ellos y de muchas maneras no conocidas.   

Opiniones sobre la salvación

Entre los teólogos existen principalmente tres opiniones sobre la salvación universal de los hombres: rigorista, optimista y misericordiosa, cristiana y evangélica.

Opinión rigorista     

La opinión rigorista afirma que son muchos, muchísimos, los hombres que no se salvan, porque según se aprecia pocos, poquísimos, son los que trabajan por vivir en gracia y se preocupan por la salvación eterna. La mayor parte de la gente vive de espaldas a Dios, obcecada en el pecado, alucinada por el mundo, el dinero, el poder y la carne, y sin cumplir los mandamientos de la Ley de Dios ni  la doctrina de la Iglesia.    

Opinión optimista

La opinión optimista, muy común hoy, consiste en creer que todo el mundo se salva o pocos se condenan, pues la mayoría de los hombres no son pecadores, sino enfermos, débiles, tarados, incapaces de responsabilidad  moral para cometer un pecado mortal, acto humano, que merezca el infierno eterno.

Opinión misericordiosa

Sin duda alguna la opinión más aceptable es la misericordiosa.
            Nadie sabe, ni siquiera la Iglesia, el número de los que se condenan. El Papa Juan Pablo II en su libro “Cruzando el umbral de la esperanza” nos dice textualmente que “cuando Jesús dice de Judas, el traidor, sería mejor para ese hombre no haber nacido, la afirmación no puede ser entendida en el sentido de una eterna condenación” (Pág. 187).
Para saber la doctrina de la Iglesia sobre este espinoso y agobiante problema establezco seis principios seguros de la doctrina de la Iglesia:
1º La Iglesia jamás ha hablado ni puede hablar del número de los que no se salvan porque no está revelado.
            2º Según la doctrina de la Iglesia se salva el que muere en gracia y se condena el que muere en pecado mortal (Cat 1035). “Morir en pecado mortal  sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre  por propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno” (Cat 1034). ¿Pero  quién muere en gracia o en pecado mortal? Los juicios de los hombres no son como los juicios de Dios, nos dice la Sagrada Escritura.
3º La moral católica nos enseña  que para que un acto sea grave o pecado mortal se necesitan tres condiciones: materia grave, advertencia plena del acto que se va a realizar y pleno consentimiento por parte de la voluntad, o sea, aceptación plena de la obra mala a sabiendas de lo que es, y libertad plena al realizarla, sin coacción externa ni interna. Si falta alguna de estas tres condiciones, el pecado no es grave. (Cat 1859).
 En virtud de estos principios algunos pecados objetivamente graves por su materia pasan a ser leves por falta de plena advertencia y de pleno consentimiento libre. Y al revés, algunos otros, cuya materia es objetivamente leve, pasan a ser graves porque el pecador creyó equivocadamente que era grave y lo cometió a pesar de eso.
4º La gravedad del pecado no consiste simplemente  en la simple trasgresión voluntaria de la ley de Dios, evaluada por los hombres, sino del juicio de Dios Padre, infinitamente misericordioso, que evalúa el pecado del hombre, su hijo, sometido a muchas debilidades, taras hereditarias o adquiridas, desequilibrios temperamentales, condicionamientos de todo tipo, fuertes tentaciones, a veces insuperables, culturas diversas, educación familiar y social y otros muchos factores.
6º Y, por último, hay que considerar que la redención universal fue realizada por Dios, Jesucristo, que derramó su sangre divina por todos los hombres y la condenación de muchos sería un fracaso. La salvación es un misterio del amor infinitamente misericordioso de Dios, que el hombre no puede entender ni imaginar.





sábado, 4 de mayo de 2019

Tercer Domingo de Pascua. Ciclo C

Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres

En la primera lectura de la Liturgia de la Palabra de este domingo, Dios nos dice que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, como es evidente, porque Dios es la Verdad eterna, infinita, infalible que no  se puede equivocar ni engañar, en cambio el hombre se equivoca mucho y es falible en sus pensamientos decisiones y obras.
La autoridad y obediencia son conceptos divinos y humanos que se corresponden, pues donde hay autoridad hay obediencia y proceden de Dios y no del arbitrio de  los hombres. Todo lo que existe está sometido a la ley eterna que según Santo Tomás es “el plan de la divina sabiduría por el que dirige todas las acciones y movimientos de las criaturas en orden al bien común de todo el universo” (I-II,93,1.)
Todas las criaturas irracionales  están gobernadas por la ley eterna, traducida en leyes físicas, las criaturas racionales a las leyes físicas en cuanto al cuerpo y a las leyes morales en cuanto al alma,  y las criaturas celestiales a las  leyes gloriosas.

Ley de Dios

La definición de ley, según Santo Tomás no ha sido superada por nadie. Es “la ordenación de la razón dirigida al bien común y promulgada por quien tiene el cuidado de la Comunidad”, y no  un acto de la voluntad de la autoridad para el bien personal propio, de alguien o de unos cuantos, o al arbitrio del legislador sino del bien común. Una ley  deja de ser ley, si es mala o contraria a la ley natural o divina, porque el mal no se puede mandar y no se debe obedecer.

Clases de leyes 

En la teología moral católica dentro de la ley eterna conocemos  las siguientes leyes: ley natural, ley divina positiva, el Decálogo, ley humana: eclesiástica y civil.

Ley natural

La ley natural moral es una participación de la ley eterna en la criatura racional. Según Santo Tomás es la mima ley eterna promulgada en el hombre por medio de la razón natural.
“El hombre descubre en lo más profundo de su ser inscrita en su corazón la ley moral natural: hacer el bien y evitar el mal.  La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS 16; Cat 1776).
¿Qué es la conciencia?
Nadie puede definir mejor la conciencia que el Catecismo de la Iglesia Católica del Papa Juan Pablo II:
“La conciencia moral es el juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que  piensa hacer, está haciendo o  ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto, según su conciencia. Mediante el dictamen de su conciencia, el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina” (Cat 1778).
Hay que respetar profundamente la decisión libre de los actos buenos o indiferentes de cada persona, sin obligar a nadie a obrar en contra de su conciencia.
Como principio general de la Iglesia, la ley de Dios está por encima de cualquier otra ley humana y de tal manera que no se puede obedecer la ley humana  legal que esté en contra de la ley divina, como por ejemplo el aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual y todas aquellas leyes legales contrarias a la ley de Dios. La ley divina explica los dos grandes principios de la ley natural: “hacer el bien y evitar el mal” en los diez mandamientos de la Ley de Dios,  promulgados por Dios en el Antiguo Testamento, y entregados a Moisés en el monte Sinaí, que los resume la ley evangélica en dos preceptos: “amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo”