sábado, 28 de marzo de 2020

Quinto domingo de Cuaresma. Ciclo A


Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,25)

Según el dogma de la Iglesia Católica Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, Persona Divina y Naturaleza humana. Como hombre, hacía todo lo que puede hacer el hombre, menos el pecado, el error, la mentira y el mal; y, como Dios, todo lo que Él solo puede hacer: Dios humanizado o encarnado.
El Evangelio de hoy nos cuenta la amistad especial, única, que tenía Jesús con una familia de Betania, compuesta por tres hermanos de condición social alta y judíos, profundamente religiosos: Lázaro, Marta y María.

Sucedió que Lázaro cayó enfermo estando Jesús ausente. Marta y María se vieron obligadas a enviar a unos mensajeros para hacerle llegar la noticia de que su amigo Lázaro estaba enfermo. Cuando Jesús llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Marta salió de casa, y después de muchas búsquedas, azarosa, consiguió encontrar a Jesús. Y cuando lo vio le dijo en tono apenado: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto. Jesús le contestó: Tu hermano resucitará María. Ella le respondió: Sé que resucitará en la resurrección del último día

Jesús le contestó: Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,25)

El que tiene fe, cree firmemente, y vive en consecuencia, aunque muera, vive siempre de muchas maneras, porque Cristo es Camino, Verdad y Vida.
Camino único y exclusivo para llegar al Padre y gozar en plenitud de la eternidad de la Santísima Trinidad. Otros caminos que no sean Cristo son sendas o veredas que desvían del Camino verdadero.
Cristo es la Verdad eterna. Todo lo que no es Cristo es verdad minúscula, terrena, caduca o mentira. Las verdades de este mundo son participaciones analógicas de la verdad de Cristo.

Cristo es la Vida en esencia, vivencia, presencia y potencia, verdad eterna, causa de todas las cosas. Es Resurrección, vuelta a la vida para quien muere en el cuerpo con fe en la VIDA ETERNA.


sábado, 21 de marzo de 2020

Cuarto domingo de Cuaresma. Ciclo A


Maestro: ¿“Quién pecó”?
Origen del mal

Maestro: ¿“Quién pecó”?
Los expertos en el estudio de los Evangelios afirman que este milagro sucedió en el tercer año de la vida pública de Jesús, y según se deduce del relato, el ciego se encontraba en una edad joven. Estaba sentado pidiendo limosna a los transeúntes, quizás en una de las puertas exteriores del templo de Jerusalén. Pienso yo que clamoreaba con frases patéticas su dramático estado de un pobre joven y ciego de nacimiento, con el fin de conmover los corazones de los que pasaban para que le dieran cuantiosas y generosas limosnas. Jesús, al oír las lamentaciones suplicantes, se paró, y se le quedó mirando con tal ternura que sus discípulos, como respuesta a su gesto de comprensión y lástima, le preguntaron:
Maestro, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego? Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios, respondió Jesús.

Origen del mal
Sobre la incógnita del mal en el mundo han pensado diversamente los filósofos racionalistas cayendo en el ateísmo, escepticismo, pragmatismo, existencialismo o agnosticismo.
Los místicos de las diversas culturas religiosas de la Historia de las Religiones han afirmado con muchas contradicciones y teorías peregrinas que los espíritus o dioses malos, rivales y enemigos del Dios verdadero, son los culpables del mal que existe en el mundo.

¿Por qué existen tantos males en el mundo
Por tres razones principales:
1ª El mal en todas sus dimensiones y consecuencias es efecto del misterio del pecado original
El pecado original cometido por Adán, cabeza del género humano, es la causa de todos los males que existen en el mundo.
2ª Para que se manifiesten en el hombre las obras de Dios
La voluntad de Dios es un misterio de bondad que el hombre no conoce, pues existen cosas en el mundo que parecen malas, y en su fin último son buenas. Todo lo que Dios quiere es un bien, aunque no se entienda y no lo parezca, porque Dios es eternamente bondad infinita que no se puede conciliar con el mal, que es un medio para un bien supremo, no conocido por el hombre.
3ª Castigo de los pecados
La Sagrada Escritura en muchos textos de diversos libros nos enseña que los males suceden algunas veces por los pecados de los hombres o propios, y no pocas veces para probar la virtud de los cristianos o la santidad de los santos. Los discípulos de Jesús querían saber quién tenía la culpa de su ceguera, apoyados en algunos textos de la Sagrada Escritura, que afirman que los castigos son en muchos casos, no en todos, efectos de los pecados. El mismo Jesús reafirma esta sentencia en algunas ocasiones, por ejemplo cuando curó al paralítico de la piscina de Betesda a quien le dijo: “No peques más para que no te sucede algo peor” (Jn 5,14).
No sólo entre los judíos contemporáneos de Jesús era esta teoría muy creída, sino también en algunos pueblos paganos, principalmente en muchas obras literarias de Grecia. Resulta extraño que los discípulos preguntaran a Jesús si el ciego padecía su ceguera por sus pecados, pues era ciego desde su nacimiento y antes de nacer no pudo pecar ni, por consiguiente ser castigado por sus pecados. Tiene su explicación esta aparente contradicción porque algunos rabinos enseñaban la doctrina extraña a la Biblia de que el hombre puede pecar aun en estado de embrión o en previsión de los pecados que cometería en su vida, una vez nacido.

Para que se manifiesten las obras de Dios.
Muchos niños nacen con enfermedades congénitas, sin haber cometido pecados personales; y personas mayores padecen múltiples enfermedades, aparentes males físicos por fines espirituales y eternos desconocidos por la razón humana. Solamente Dios sabe cuál es el bien supremo de todos los males humanos, físicos y materiales.
Hay muchas personas muy buenas que no son castigadas por sus pecados, y Dios les manda enfermedades para probar su virtud, como gracias para su propio conocimiento, santificación o salvación de los pecadores. Uno no es como él se cree o imagina, ni como le dicen otros que es, sino como se reconoce con las enfermedades que Dios manda o permite. De esta manera se sabe qué grado de virtud se tiene y cuáles y cuántos defectos están escondidos en la supuesta santidad. Solamente con la oración y la convivencia de la vida comunitaria se consigue el propio conocimiento aunque uno nunca acaba de conocerse del todo. La enfermedad es necesaria para conseguir un doctorado en la virtud.

Por razones de santidad
Las enfermedades enseñan al cristiano de fe el valor de la salud; la virtud de la humildad que se necesita para conocer a Dios y a sí mismo; el conocimiento de  que uno solo no puede valerse por sí mismo y necesita la ayuda de los demás; la comprensión de la caridad para ayudar a todos los que sufren; y, sobre todo, el sentido de la redención, pues Cristo realizó la Redención de todos los hombres principalmente por medio de su pasión y muerte, que culminó en la Resurrección.
Es posible que tú padezcas alguna enfermedad crónica o pasajera por cualquiera de estas causas, pero no concluyas que siempre es por culpa de tus pecados. Dios sabe el por qué de tu vida de dolor y cuál es la razón de tus males. Lo mejor de todo es vivir escondido en Dios con Cristo por las razones que sean, aceptando gustosamente la enfermedad, aunque con pena cristiana, pidiendo el perdón por tus propios pecados y los del todo el mundo. Y luego reposar con paz en las manos de Dios, Padre, como niño que duerme dulcemente en los brazos de su madre.


sábado, 14 de marzo de 2020

Tercer domingo de Cuaresma. Ciclo A


LA SAMARITANA

Jesús dijo a a la Samaritana:
Dame de beber” (Jn 4,7).
Impresiona ver a un Dios, que todo lo puede, pedir agua a la Samaritana, como un simple hombre sediento, sometido a las necesidades humanas. Jesús aprovechó la circunstancia de la sed para pedir agua natural a esta mujer pecadora con la intención de regalarle el agua sobrenatural de la gracia de la conversión.
La Samaritana desde hace tiempo estaba ya tocada de la gracia, y sin saber cómo ni por qué, de modo natural y humano, se encontró con Jesús para  convertirse. Y le llegó la ocasión en el mismo momento en que Jesús le pidió agua para beber. En la conversión y en su proceso, como en todas las cosas de la vida, no existen nada más que causalidades de la providencia amorosa de Dios Padre.

Cuando la Samaritana observó que Jesús le pidió agua, sintió una inmensa alegría por tener una buena ocasión para tramar conversación humana con un hombre extranjero, sensacionalmente atractivo: y con coquetería de simpatía personal, extrañada, le dijo:
¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí que soy samaritana? (Jn 4,9).
Jesús le contestó:
Si conocieras el don de Dios y quien es el que te dice: dame de beber, tú se lo habrías pedido a Él, y Él te hubiera dado agua viva (Jn 4,10).

La Samaritana entendió que las palabras de Jesús encerraban un sentido simbólico, y adivinó que le estaba hablando de un don espiritual privilegiado; y con mirada sonriente que se entrecruzó con la expresiva de Jesús, con deseo de que le explicara el significado del misterio del agua viva, le dijo:
Señor, no tienes cubo y el pozo es hondo; ¿de dónde vas tú a sacar el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?
Jesús entonces le explicó:
El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14).
Con estas palabras trascendentes la Samaritana empezó a sospechar que Jesús le ofrecía algo espiritual, pues su corazón empezó a latir fuertemente con emoción sobrenatural; y, conmovida por la gracia y deseosa de saber el misterio, le pidió el agua viva de la gracia:
Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla” (Jn 4,15).

Jesús dijo a la Samaritana que estaba ya deseando conocer el misterio de la gracia:
Anda, llama a tu marido y vuelve” (Jn 4,16).
La mujer le contestó:
No tengo marido”.
Jesús le dice:
Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido. En esto has dicho la verdad” (Jn 4,18).
La mujer entonces cayó en la cuenta de que estaba en la presencia de un profeta:
Señor, veo que tú eres un profeta”. Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga Él nos lo dirá todo.
Jesús le dice:
Soy yo el que habla contigo”.

En esto llegaron sus discípulos y se extrañaron de que estuviera hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo: ¿qué le preguntas o de qué le hablas? No se acostumbraba entonces que un hombre, y menos un rabino, conversase en público y a solas con una mujer, según las costumbres de los tiempos.

La Samaritana, que era ya una mujer convertida, dejó su cántaro y echó a correr al pueblo a invitar a toda la gente a ir a ver a un hombre, que dice ser el Mesías, que le había adivinado toda su vida.

El resultado de este coloquio fue que la Samaritana no sólo se convirtió sino que se hizo misionera, pues muchos samaritanos, al comprobar los hechos, creyeron que Jesús era el Mesías, el Salvador del mundo por el testimonio que les había dado la mujer.



domingo, 8 de marzo de 2020

Segundo domingo de Cuaresma. Ciclo A



TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS

Comentario
Lugar geográfico de la Transfiguración
Símbolos de la transfiguración

COMENTARIO

Era el verano del tercer año de la vida pública de Jesús, seis u ocho días después de prometer Jesús a Pedro el primado de la Iglesia en Cesarea de Filipo. Jesús dejó en alguna aldea cercana a los otros nueve discípulos al pie del del monte Tabor, y se llevó consigo a sus tres íntimos amigos (Pedro, Santiago y Juan) a escalarlo para orar en la cima, y al mismo tiempo descansar del ajetreo agobiante del intenso apostolado que había realizado. ¿Qué monte de Galilea fue aquél?

Lugar geográfico de la Transfiguración

Una tradición antiquísima, que data del siglo III, nos dice que el monte privilegiado de la Transfiguración fue el monte Tabor. Este monte, casi aislado de los montes vecinos, se levanta gracioso y simétrico en la extremidad nordeste de la vasta llanura de Esdrelón. Visto desde el Sur, parece la figura de un segmento de esfera. Sólo por una arista, poco elevada, se une a las colinas de Galilea. No es un monte que cause admiración por su altura, pues se eleva a 400 metros desde la llanura, a 600 sobre el nivel del Mediterráneo y 780 por encima del nivel del lago de Tiberíades. Pero contrasta por la desnudez de las alturas próximas que a su lado resultan raquíticas y pobres.
La superficie está cubierta de tierra fértil, siempre verde en cualquier estación del año. En primavera está revestida con una espesa alfombra de verdor. Sus laderas están cubiertas de árboles y arbustos de todas clases, muchos de ellos tienen follaje perenne, si bien son de escasas dimensiones en su mayoría. En la cumbre hay una vasta meseta de forma alargada, que tiene unos 1000 metros de longitud por unos 500 ó 600 metros de anchura media. Está en gran parte cubierta de ruinas, pertenecientes a diversas épocas de la era cristiana. Entre estas se distinguen restos de tres Iglesias edificadas en el siglo VI, en recuerdo de las tres tiendas que hubiera querido levantar Pedro para Jesús, Moisés y Elías para quedarse eternamente con ellos en aquella visión celeste. También se aprecian vestigios de varios monasterios que existieron en la antigüedad y cimientos de una fortaleza atrincherada de la que nos habla el célebre historiador Flavio Josefo.
Para algunos autores modernos el lugar privilegiado donde tuvo lugar la transfiguración no fue el Tabor, sino el Hermón, magnífica montaña de Palestina, cuya altísima cumbre está cubierta de nieve hasta entrado el verano. Se divisa desde la mayor parte de las alturas de Tierra Santa. Sus picos más altos alcanzan 2.800 metros. La razón principal que dan para no adjudicar al monte Tabor la gracia de la presencia de Cristo transfigurado, en visión  glorificada en la Tierra, es porque en tiempos de Jesús en ese lugar existía una fortaleza militar, que impedía la soledad y el silencio, que se requerían para poder gozar en él el éxtasis elevado de la Transfiguración del Señor. Este argumento no convence a los historiadores clásicos, porque sólo se utilizaba en momentos de guerra que en tiempos de Jesús no existía. Además, porque en esta sagrada montaña existían muchos parajes escondidos y solitarios, de singular belleza, donde sólo se oía el recogido ambiente de la Naturaleza, que invitaba a la más alta contemplación en soledad. La ascensión a la cima no requiere mucho más de una hora a pie, a paso ligero. El camino, fabricado por las muchas pisadas de caminantes, estaba bordeado de zarzas y cardos secos que se multiplicaban por el declive de las laderas. En esta vegetación silvestre muchos arbustos y árboles de diversos tamaños invitaban a descansar pacíficamente bajo sus sombras.
Cuando llegaron a la cúspide, buscaron un lugar silencioso y resguardado, lleno de belleza natural, donde pudieran pasar la noche a gusto. El sol estaba escondiendo su pálido rostro por el horizonte de la llanura, dejando en el Cielo destellos de luz anaranjada, que parecía el resplandor rojo de una fogata que se apaga. La montaña estaba solitaria y en silencio. Ni un solo ruido perturbaba la paz de aquel privilegiado paraje; ni siquiera se oía el zumbido del viento que solía producir un silbido desafinado al rozar con las ramas de los árboles.
Al llegar al sitio elegido por Jesús, todos tomaron un bocadillo con unos cuantos tragos de vino de la bota común, para recuperar las fuerzas desgastadas en el camino. El Maestro se despidió de ellos y se alejó unos pocos metros de distancia, y entró en alta contemplación, como era habitual en Él por las noches.
Como los discípulos sabían que la cosa iba para toda la noche, como en otras ocasiones, hicieron un camastro común en el santo suelo, acolchonado por hojas de árboles, arropadas por sus mantos, y se echaron a dormir tranquilamente; y, como estaban rendidos por la faena del día y agotados por la caminata, quedaron al momento profundamente dormidos.
A media noche, cuando dormían, como angelotes, las primicias del plácido sueño, un rayo de luz celeste se posó sobre los rostros de cada uno de ellos. Entonces los tres, a la vez, se despertaron sobresaltados; se sentaron en el suelo y fijaron sus ojos en Jesús y vieron que estaba totalmente transfigurado. Para comprobar la realidad de la visión, por si hubiera sido un sueño, se levantaron, se acercaron al Señor, y observaron que estaba divinizado. Sus facciones estaban revestidas de una belleza sin igual con un resplandor deslumbrante. Su rostro brillaba como el sol, y sus vestidos resplandecían con una luz tan blanca, que ningún batanero de la Tierra era capaz de conseguir igual blancura, nos dice San Marcos.
Estando embelesados en aquella celestial escena, bien espabilados, observaron que dos personajes misteriosos estaban junto a Él, a quienes por inspiración divina reconocieron inmediatamente: Moisés, representante de la ley de Dios, y Elías representante de los profetas. Los dos estaban revestidos también de fulgores de gloria; y observaron que estaban hablando con Jesús sobre su pasión, muerte y resurrección.
El paraje donde vieron a Jesús transfigurado se había convertido en una antesala del Cielo, plenamente iluminada. Los tres evangelistas señalan que la luz procedía de la Persona divina de Jesús. La emoción fue tan grande y el gozo tan indescriptible, que Pedro, tan impetuoso como siempre, no se pudo aguantar y, enloquecido de fervor, dijo a Jesús: ¡Qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía.Todavía estaba diciendo esto cuando una nube luminosa, de calidad celeste, los envolvió a todos haciendo que la noche se hiciera pleno día. Y se oyó una voz, misteriosa, timbrada, de singular sonido que desde la nube decía: Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo.
En estado de elevada contemplación mística quedaron los tres transportados hasta que Jesús en su propio ser humano dio un golpecito suave sobre el hombro de cada uno y dijo:
Levantaos, no tengáis miedo”. No contéis a nadie nada de lo que habían visto, visión de un cielo anticipado, hasta después de resucitar de entre los muertos. Pero ellos no entendieron qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos. Creían que se trataba de la resurrección de los muertos al final de los tiempos, pues no se podían imaginar que les hablaba de una resurrección anticipada de Jesús, al tercer día después de su muerte. Los tres volvieron en sí al momento, alzaron sus ojos, y no vieron a nadie más que a Jesús. Las cosas volvieron a su estado normal, dejando en el corazón de cada uno de ellos una huella imborrable para siempre. ¿Cuánto duraría el acto glorioso de la transfiguración de Jesús? Probablemente toda la noche hasta la salida del sol, unas siete u ocho horas, que a ellos les parecieron segundos (Lc 9,28-36 y Mt 17,1-9; Mc 9,28-36).

SÍMBOLOS DE LA TRANSFIGURACIÓN

El relato evangélico de la Transfiguración del Señor no fue una sugestión colectiva, causada por Jesús que tenía poderes parapsicológicos, como dicen algunos racionalistas; ni tampoco una visión apocalíptica de Pedro contada con pura fantasía literaria, como aseguran algunos agnósticos, que se empeñan en negar todo aquello que supera el conocimiento de la razón y de los sentidos. Fue una visión sobrenatural captada por los ojos corporales, en la que los discípulos preferidos vieron ráfagas de la Persona divina de Jesús, encerrada en su cuerpo humano.
Esta manifestación de la gloria de Dios en Jesucristo es considerada por todos los intérpretes del Evangelio como una prueba de la divinidad de Jesús, una preparación para sufrir y morir en la cruz, una revelación de lo que será al fin de los tiempos la vida gloriosa de los cuerpos resucitados en el Cielo, y un consuelo para que sus discípulos pudieran sufrir el martirio que les esperaba, con el recuerdo del gozo experimentado en el Tabor.
En el hecho evangélico real de la transfiguración se pueden considerar dos signos: el estado de los cuerpos gloriosos y el estado de contemplación mística.
Haciendo una interpretación espiritual de la Transfiguración de Jesús se podría decir que existen tres clases de transfiguración sobrenatural: Transfiguración bautismal, transfiguración sacramental y transfiguración moral.

Transfiguración bautismal
Cuando el hombre, nacido en pecado, recibe el bautismo, toda su persona queda transfigurada y convertida en un ser sobrenatural: su cuerpo se transfigura o convierte en templo vivo del Espíritu Santo y su alma en sagrario de la Santísima Trinidad, porque el sacramento realiza misteriosamente en ella una transfiguración total.

Transfiguración sacramental
Cada sacramento que un cristiano recibe con las debidas disposiciones realiza en su alma una transfiguración sacramental por la gracia. Si recibe el sacramento de la Penitencia en estado de pecado mortal, su alma, desfigurada por el pecado, queda transfigurada en estado de gracia; y si lo recibe en gracia de Dios, su alma queda transfigurada en mayor gracia. En la celebración de la Eucaristía se realiza una auténtica transfiguración misteriosa, que se llama en teología transustanciación, porque el pan y el vino se cambian, se convierten o transfiguran en el Cuerpo y la sangre de Jesús, permaneciendo las especies de pan y vino.

Transfiguración moral
El cristiano durante toda su vida debe vivir transfigurado en sus actos, convirtiendo su vida humana en vida divina, transfigurando con Cristo todos los actos humanos y todas las cosas.