LA
SAMARITANA
Jesús
dijo a a la Samaritana:
“Dame
de beber” (Jn
4,7).
Impresiona ver
a un Dios, que todo lo puede, pedir agua a la Samaritana, como un
simple hombre sediento, sometido a las necesidades humanas. Jesús
aprovechó la circunstancia de la sed para pedir agua natural a esta
mujer pecadora con la intención de regalarle el agua sobrenatural de
la gracia de la conversión.
La Samaritana
desde hace tiempo estaba ya tocada de la gracia, y sin saber cómo ni
por qué, de modo natural y humano, se encontró con Jesús para
convertirse. Y le llegó la ocasión en el mismo momento en que Jesús
le pidió agua para beber. En la conversión y en su proceso, como en
todas las cosas de la vida, no existen nada más que causalidades de
la providencia amorosa de Dios Padre.
Cuando la
Samaritana observó que Jesús le pidió agua, sintió una inmensa
alegría por tener una buena ocasión para tramar conversación
humana con un hombre extranjero, sensacionalmente atractivo: y con
coquetería de simpatía personal, extrañada, le dijo:
¿Cómo
tú, siendo judío, me pides de beber a mí que soy samaritana? (Jn
4,9).
Jesús le
contestó:
Si
conocieras el don de Dios y quien es el que te dice: dame de beber,
tú se lo habrías pedido a Él, y Él te hubiera dado agua viva (Jn
4,10).
La Samaritana
entendió que las palabras de Jesús encerraban un sentido simbólico,
y adivinó que le estaba hablando de un don espiritual privilegiado;
y con mirada sonriente que se entrecruzó con la expresiva de Jesús,
con deseo de que le explicara el significado del misterio del agua
viva, le dijo:
Señor,
no tienes cubo y el pozo es hondo; ¿de dónde vas tú a sacar el
agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este
pozo y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?
Jesús
entonces le explicó:
El
que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua
que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se
convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la
vida eterna” (Jn
4,14).
Con estas
palabras trascendentes la Samaritana empezó a sospechar que Jesús
le ofrecía algo espiritual, pues su corazón empezó a latir
fuertemente con emoción sobrenatural; y, conmovida por la gracia y
deseosa de saber el misterio, le pidió el agua viva de la gracia:
“Señor,
dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a
sacarla” (Jn
4,15).
Jesús dijo a
la Samaritana que estaba ya deseando conocer el misterio de la
gracia:
“Anda,
llama a tu marido y vuelve” (Jn
4,16).
La mujer le
contestó:
“No
tengo marido”.
Jesús
le dice:
“Tienes
razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco y el de ahora no es
tu marido. En esto has dicho la verdad” (Jn
4,18).
La
mujer entonces cayó en la cuenta de que estaba en la presencia de un
profeta:
“Señor,
veo que tú eres un profeta”. Sé que va a venir el Mesías, el
Cristo; cuando venga Él nos lo dirá todo.
Jesús le dice:
“Soy
yo el que habla contigo”.
En esto
llegaron sus discípulos y se extrañaron de que estuviera hablando
con una mujer, aunque ninguno le dijo: ¿qué le preguntas o de qué
le hablas? No se acostumbraba entonces que un hombre, y menos un
rabino, conversase en público y a solas con una mujer, según las
costumbres de los tiempos.
La Samaritana,
que era ya una mujer convertida, dejó su cántaro y echó a correr
al pueblo a invitar a toda la gente a ir a ver a un hombre, que dice
ser el Mesías, que le había adivinado toda su vida.
El resultado de
este coloquio fue que la Samaritana no sólo se convirtió sino que
se hizo misionera, pues muchos samaritanos, al comprobar los hechos,
creyeron que Jesús era el Mesías, el Salvador del mundo por el
testimonio que les había dado la mujer.
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