miércoles, 22 de abril de 2020

Tercer domingo de Pascua. Ciclo A


La aparición de Jesús a los discípulos de Emaús es uno de los pasajes más encantadores del Evangelio, no sólo por su contenido sino también por su bello relato literario. Vamos a hacer un comentario espiritual al texto del Evangelio, fijando preferentemente nuestra atención en tres frases:

  • Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos”
  • Nosotros esperábamos que Él fuera el futuro liberador de Israel
  • "¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!" 

           
“MIENTRAS CONVERSABAN Y DISCUTÍAN, JESÚS EN PERSONA SE ACERCÓ Y SE PUSO A CAMINAR CON ELLOS”

Dos discípulos de Jesús, el primer día de la semana judía, domingo, se dirigían hacia su aldea, Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén, conversando y discutiendo sobre todo lo que había sucedido en esos días en Jerusalén. No solamente iban conversando o dialogando sino también discutiendo, quitándose las palabras de la boca, sin respetar un orden de turno, como sucede en estos casos en los que cada uno, con su propio temperamento, repite mil veces las mismas palabras y circunstancias.
Discutir significa no sólo examinar con mucho cuidado una cuestión, sino también debatir, contradecir y responder. Y en casos de amor y de interés propio se discute tratando de imponer al otro la propia opinión, generalmente en tono elevado,  y pasional, de manera que uno se ofusca defendiendo la propia idea sin escuchar la del otro. La soberbia y el amor hacen discurrir a los interlocutores que discuten más por la fuerza de la pasión que por la de la razón. Probablemente en su discusión, acalorada unas veces, en son de crítica y quejas, y otras teñida de amor, pena y desilusión, iban criticando a Jesús o echando de menos con añoranzas su reinado ilusorio.
En esto, en la mitad del camino, imagino yo, Jesús se colocó detrás de ellos, oyendo los gritos de la conversación acalorada, que se podían percibir sin mayor esfuerzo desde lejos. De repente, se adelantó y se puso a caminar con ellos en la misma fila. Y les dijo:
-¿De qué habláis?
Uno de ellos llamado Cleofás, le replicó:
-¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido en Jerusalén en estos días?
Y Jesús, para comprobar el pensamiento de los discípulos, hizo una restricción mental, y, sin afirmar ni negar lo que sabía, contestó:
- ¿Qué?
Y ellos contaron lo sucedido desde la institución de la Eucaristía hasta la pasión y muerte de Jesús en la cruz.
En nuestra vida ordinaria se presentan casos en  los que no nos conviene o no queremos decir la verdad que no obliga. Entonces se puede utilizar el arte difícil de ocultar la verdad sin mentir, dando una respuesta adecuada y verdadera  a quien nos pregunta sin derecho, para salir del paso de una situación crítica y comprometida. Esta fue la actitud piadosa y caritativa de Jesús que preguntó a sus discípulos lo que Él sabía para averiguar su estado de ánimo y afianzarlos en la fe.

“NOSOTROS ESPERÁBAMOS QUE ÉL FUERA EL FUTURO LIBERADOR DE ISRAEL”


            Los discípulos, decepcionados de la persona de Jesús, como profeta de Nazaret, y de su doctrina sobre el nuevo reino de Dios, se marcharon a su aldea a dedicarse a su trabajo habitual, pues sus esperanzas en que Jesús iba a ser el futuro liberador de Israel quedaron defraudadas.
            De este texto se deducen claramente tres cosas: el amor a Jesús necesitado de purificación, la fe incompleta en Él y el remedio para creer en Jesús: La Sagrada Escritura.

AMOR A JESÚS

Que los discípulos de Emaús amaban al Señor y que ellos fueron preferidos en el amor por Él es incuestionable, pues merecieron la aparición de Jesús resucitado. Pero su amor necesitaba una purificación de la fe, pues estaba mezclada de esperanzas humanas. Tenían un concepto equivocado o no completo de la persona de Jesús, que para ellos vino al mundo a salvar a su pueblo de Israel de la esclavitud humana, sociológica, política y religiosa que padecía, y no sabían que era el Redentor de todos los pueblos y de todos los hombres; ni tampoco entendían el sentido trascendente del reino de Cristo, la Iglesia, sacramento universal de salvación, como nos enseña el Concilio Vaticano II.

LA FE INCOMPLETA EN ÉL

Los discípulos de Emaús dudaban o no creían firmemente en la resurrección de Jesús,  anunciada en el Antiguo Testamento, y profetizada por Él muchas veces y en distintas ocasiones durante su vida pública, porque necesitaban la transformación de su fe imperfecta en fe perfecta en virtud de la resurrección de Jesús.
Aclaremos esta afirmación. En primer lugar, los discípulos no esperaron a que pasara el tercer día para comprobar lo que iba a pasar, sabiendo que Jesús había anunciado su resurrección al tercer día, pues el primer día de la semana judía, el domingo, se marcharon a su tierra; y, en segundo lugar, porque conocieron el hecho de que algunas mujeres habían ido al sepulcro y no vieron el cadáver de Jesús y vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles que les habían dicho que estaba vivo; y supieron también que Pedro y Juan fueron al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres. Para estos discípulos estos hechos no fueron signo de la resurrección, como hubiera sido lo más lógico, sino fruto de mentes exaltadas de mujeres visionarias. La lógica del pensamiento hubiera sido éste: Cristo no está en el sepulcro, luego ha resucitado, como lo había anunciado Él y estaba profetizado en el Antiguo Testamento.
A partir de la resurrección de Cristo, sus discípulos fueron transformados radicalmente en la fe y se convirtieron en apóstoles santos, aunque con sus propias debilidades temperamentales, miserias y pecados.
Lo mismo nos pasa a nosotros, que amamos a Jesús, creemos en su resurrección, pero con tentaciones, acaso dudas, interrogantes, infidelidades y pecados.

"¡QUÉ NECIOS Y TORPES SOIS PARA CREER LO QUE ANUNCIARON LOS PROFETAS!"

Jesús no reprende a sus discípulos su falta de fe sino que les advierte su torpeza en creer la Sagrada Escritura. Es más, se quedó con ellos a cenar, signo de amistad, y a la hora de partir el pan se les dio a conocer, haciendo que se les abrieran sus ojos y lo reconocieran. Y sin dormir, al instante, en esa misma noche, se pusieron en marcha hacia Jerusalén y fueron en busca de los once Apóstoles para contarles lo que les había pasado.
También nosotros, cristianos, discípulos del Señor, merecemos el cariñoso y comprensivo aviso de Jesús, porque nuestra fe es débil, imperfecta y necesitamos el cambio radical de nuestra vida haciendo que el amor que profesamos a Cristo, humanizado, quede resucitado.               

sábado, 18 de abril de 2020

Segundo domingo de Pascua. Ciclo A



            Sin fe no tiene sentido la vida humana, porque la fe da repuesta a los grandes interrogantes del hombre y le hace vivir los grandes misterios de la vida. No vamos a tratar en esta homilía de la fe en general, como virtud teologal, sino de la fe en la Eucaristía, el gran misterio de nuestra fe, como proclamamos todos después de la consagración del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Es la actualización mística del sacrificio que Jesús ofreció al Padre por nuestros pecados en el monte Calvario.

            Sin fe la Santa Misa no tiene sentido, es un espectáculo más o menos aburrido, pues siempre es el mismo acto, la misma temática o parecida, el mismo guión y desarrollo, las mismas palabras, y frecuentemente el mismo actor, que, como hombre, tiene iguales o parecidos defectos que los demás.  Sin embargo es, por otra parte, el espectáculo más concurrido de todos los que se representan en los teatros, se emiten por la pequeña pantalla o se proyectan en las salas cinematográficas- ¿Hay en las pantallas de T. V. E., en los cines o teatros algún espectáculo que se repita años y hasta siglos, siendo siempre el mismo actor, la misma obra o película, el mismo drama, con el mismo guión o parecido... ?

            De la misma manera que cualquier espectáculo humano aburre y cansa con el tiempo, cuando se repite, así también la misa cansa y es aburrida para los no creyentes.  Los jóvenes que flaquean en la fe o no la tienen  se cansan y se aburren en las misas cuando no están celebradas con cierta animación teatral, músicas, ritmos y movimientos; y concluyen: no voy a misa porque la Misa a mí no me dice nada. La razón suprema de ir a misa no es el espectáculo en sí, sino la fe en Jesucristo, que perpetúa en el altar, por medio de su ministro, el sacerdote, el mismo sacrificio de la cruz; y en ella escuchamos la Palabra de Dios para conocer el camino del Cielo y alimentarnos con el Cuerpo y la Sangre de Jesús.

Vosotros, hermanos, habéis venido esta mañana a participar en la Santa Misa, no porque la celebro yo, pues aunque la celebrara un sacerdote chino, ninguno de vosotros abandonaría los bancos y se marcharía de la Iglesia. Los cristianos no vamos a misa por el sacerdote o porque la misa se celebra con mejor o más perfecta liturgia, con guitarra y con cantos, con mayor solemnidad, o con mejor participación, pues, aunque se celebrara en silencio, asistiríamos a misa de la misma manera ¿Quién es capaz de valorar la vida de fe de una comunidad cristiana?

No son mejores las misas que se celebran con jóvenes, donde todo el mundo participa, canta, toca las palmas. Son más entretenidas o divertidas que las que se celebran en silencio, pero no mejores, pues hay gustos diferentes. Estáis concelebrando conmigo, en sentido bautismal, la Eucaristía, porque tenéis fe, y queréis además cumplir  con gozo el precepto dominical.

            Durante muchos años, nosotros, los mayores, hemos asistido al sacrificio de la Santa Misa, sin entender una sola palabra, cuando se celebraba en latín, de espaldas al público, aunque generalmente no se predicaba la homilía, que en aquellos tiempos era una exclusiva de los párrocos. Y, sin embargo, nunca faltábamos a misa; y asistíamos a las conferencias cuaresmales y misiones, competencia de los dominicos, jesuitas, capuchinos y predicadores especialistas. Y se llenaban las Iglesias.

Hoy anunciamos en las Parroquias en Adviento y en Cuaresma conferencias, y casi nadie asiste. ¿Por qué? Porque se está perdiendo la fe. A misa generalmente asisten personas mayores con honrosas excepciones de jóvenes. Ya no existen familias enteras que vayan a misa, como antes, pues incluso en familias muy cristianas, hay hijos y hermanos que ni pisan la Iglesia. El Papa Pablo VI decía que el humo de Satanás se ha infiltrado por las rendijas dentro de la Iglesia.

         ¡Cuánta fe se necesita tener para creer en la misa que estamos celebrando!  Soy yo el primero que, como un hombre de fe, me estoy creyendo que con mis propias palabras y gestos estoy actualizando el misterio del Calvario. Yo me creo que dentro de unos minutos, por el poder que Jesucristo me ha regalado,  cuando diga: "tomad y comed, esto es mi Cuerpo, tomad y bebed esta en mi Sangre", el pan y el vino se van a convertir en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. ¿Quién tiene que tener más fe el sacerdote que celebra o el fiel que escucha la Santa Misa? Tanta o más fe tiene el que se cree que está haciendo las veces de Jesucristo, que el que está escuchando y creyendo que el sacerdote, un hombre como los demás, es otro Cristo.

            La fe es necesaria, no solamente para la vida cristiana, sino para la vida humana. Si solamente creyéramos  lo que vemos, se cae toda la ciencia que no sea exacta por su propia base. Porque la mayor parte de las cosas y acontecimientos los creemos por la fe humana.

Tendríamos que dudar o negar nuestra propia existencia, pues ninguno se ha visto nacer, lo sabe porque se lo han dicho. Siguiendo esta norma, llegaríamos a la conclusión de que los no científicos no tendríamos que creer muchas cosas, porque ni las entendemos ni las hemos visto; y, por supuesto, no tendríamos que creer en los personajes de la Historia ni en la mayor parte de los sucesos humanos.

De la misma manera, pero con fe divina, que es un don del Espíritu Santo, debemos creer en los misterios que Dios nos ha revelado y la Iglesia nos enseña.
La gente que no tiene fe dice: Yo no me confieso porque no voy a decir  mis pecados a un hombre como yo, con menos cualidades, o peor que yo y hasta más pecador. Y en este presupuesto, se entiende, pues los pecados sólo se dicen al hombre investido con el poder de Dios para que sean perdonados.

Pero el que tiene fe, no se fija en el sacerdote que está sentado en el confesionario, no le pide el documento de identidad para ver si es sacerdote, ni comprueba si es bueno o es santo, porque el que se confiesa cree que el sacerdote  representa a Cristo, y, por eso, el penitente le confiesa sus pecados, aunque le de vergüenza.

Mayor fe que el penitente tiene que tener el confesor, pues perdona  no las ofensas que a él le ha hecho el penitente, sino las ofensas que el pecador ha hecho a Dios. Alguien me decía una vez: Padre, yo no creo en los curas. Yo le contesté, en eso coincidimos, porque yo tampoco creo, yo creo en el sacerdocio ejercido por los curas, hombres de barro, como los demás, creo en los ministros de Dios, aunque sean pecadores ¡Cuánta fe, hermanos, necesitamos los sacerdotes y necesitan los fieles!

            Vamos a pedirle al Señor que la fe sea siempre el móvil de nuestra vida cristiana y humana; y demos gracias al Señor, que nos ha regalado la fe, y a pedirle que nos la conserve hasta el último  momento de nuestra existencia.


sábado, 11 de abril de 2020

Domingo de Resurrección. Ciclo A




La propia resurrección de Cristo es el mayor de todos los milagros que realizó Jesús durante toda su vida apostólica, pues, como Dios que era, no sólo podía curar todo tipo de enfermedades y resucitar muertos, sino también poseía el superpoder de resucitarse a sí mismo.

La resurrección es el centro principal de la predicación de la Iglesia, la celebración más importante del año litúrgico y la culminación del misterio pascual. Es teológicamente:
  • El fundamento de nuestra fe (1 Co 15,12-18;Rm 10,9) y de nuestra esperanza (1 Co 15,19), porque si “Cristo no ha resucitado la fe no tiene contenido” ni sentido, y “si sólo esperamos en Cristo para esta vida, somos los más desgraciados de los hombres”;
  • Y la causa de la rehabilitación del hombre (Rm 4,25). Es decir la restauración del hombre viejo en hombre nuevo. Expliquemos brevemente este misterio.
La fe nos enseña que el primer hombre fue creado por Dios, en el cuerpo y en el alma, perfecto, en estado de gracia santificante, don sobrenatural que supera la capacidad de la naturaleza creada, y con unas dotes en el alma y en el cuerpo que exceden las propiedades humanas.

En cuanto al alma, su entendimiento gozaba del privilegio de conocer la verdad sin posibilidad de equivocarse. Esto no quiere decir que fue sabio desde el principio de su existencia, de manera que conocía la verdad más que conoce hoy el más sabio de este mundo, sino que tenía una asombrosa facilidad para adquirir la máxima sabiduría en podo tiempo. Con su voluntad amaba de todo corazón a Dios y con el mismo amor puro y ordenado amaba a su esposa Eva y a todas las criaturas.

En cuanto al cuerpo estaba libre de la concupiscencia desordenada, es decir tenía las pasiones controladas tanto en la sexualidad como en las otras apetencias carnales, y además, por si fuera poco, no padecía el sufrimiento ni tenía que morir. Estos privilegios personales son conocidos en la doctrina del concilio de Trento como dones de integridad, impasibilidad e inmortalidad.

Pero sucedió lo que nadie podía imaginar: el misterio del pecado que desbarató todos los planes de Dios y el hombre perdió el estado sobrenatural de gracia en el que fue creado y todo su ser personal, alma y cuerpo, quedó dañado en su propia naturaleza humana para él y para todos los hombres. El entendimiento, que tiene por propia función conocer la verdad pura, empezó desde entonces a conocerla de manera limitada, defectuosa, con muchos esfuerzos, a lo largo de mucho tiempo, y mezclada con equivocaciones; la voluntad, que antes amaba sin egoísmos ni resentimientos, quedó vulnerada para amar y odiar; y el cuerpo, impasible e inmortal por creación, conoció el apetito desordenado del mal, empezó a sufrir  y fue condenado a la pena de muerte.

Pero esta tragedia se solucionó con la redención de Jesús, que es conocida en la liturgia y teología como el misterio pascual. Lo explicamos de manera sencilla.

El Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre en las entrañas purísimas de Santa María, Virgen, vivió, padeció y murió crucificado, y al tercer día resucitó de entre los muertos. Con su resurrección devolvió al hombre la gracia, perdida por el pecado, y la capacidad de redimirse por medio del dolor, de la muerte y de la propia resurrección. El ama después de la muerte resucitará y con su entendimiento conocerá a Dios, Verdad infinita, tal cual es en su misterio Uno y Trino, y en Él conocerá a la Virgen María, a todos los santos y ángeles del Cielo, todos los misterios de la vida y todas las cosas; y con su voluntad amará a Dios y a todas las criaturas plenamente y gozará de Él por toda la eternidad, felicidad celestial que ni siquiera se puede imaginar. Al final de los tiempos, los cuerpos de todos los muertos resucitarán y se unirán a sus propias almas resucitadas, y el hombre viejo resucitado totalmente quedará restaurado o rehabiltado en el hombre nuevo glorioso perfecto, impasible e inmortal para siempre. Entonces será más perfecto aún que el hombre que creó Dios al principio en estado de gracia y con los dones de preternaturales de integridad, impasibilidad e inmortalidad con que fue adornado.

Mientras tanto llega ese día final y glorioso acontecimiento, el hombre viejo debe vivir en estado de gracia, en lucha constante contra el pecado, asumiendo los males físicos, psicológicos y psíquicos del cuerpo, como redención de los pecados propios y de todos los hombres, al estilo de Jesús, que nos redimió haciéndose pecado, si ser pecador, como nos dice San Pablo.

El modo como nos redimimos y redimimos nos lo enseña la liturgia de la Palabra de hoy en la primera y segunda lectura:
  • Haciendo el bien: Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el pecado”
  • Predicando el Evangelio: “Nos encargó predicar al pueblo
  • Dando solemne testimonio de la resurrección de Cristo” con nuestras palabras y obras.
Y viviendo la espiritualidad que nos enseña San Pablo en la segunda lectura:

Resucitar con Cristo aspirando a los bienes de allá arriba y no a los de la tierra” Nuestro empeño cristiano se debe cifrar en trabajar los bienes del Cielo por medio de la oración constante, el trabajo santificado y apostólico y la aceptación de todos los acontecimientos buenos y malos.
Morir con Cristo de manera que nuestra vida esté con Cristo escondida en Dios”



















jueves, 9 de abril de 2020

Viernes Santo

Desde una tradición antiquísima, la Iglesia no celebra en este día la Eucaristía sino la Pasión de Jesús. Para meditar este doloroso acontecimiento, me parece oportuno hablar del misterio del dolor.

 El dolor en la cultura popular, pagana, filosófica y religiosa de la Historia ha tenido muchas y diversas interpretaciones peregrinas, extravagantes, imaginarias e irrisorias, como lo explica la Historia de las Religiones. La explicación auténtica la reveló Dios y está contenida en el Magisterio auténtico y perenne de la Iglesia: el dolor es consecuencia del pecado original. Sabemos por la fe que Dios creó al hombre y a la mujer en un estado de santidad y justicia, especial participación de la vida divina, en el que el hombre no iba a sufrir ni morir, y con una perfecta armonía consigo mismo. Pero el hombre misteriosamente desobedeció a Dios y perdió el estado en que fue creado y cometió el pecado original, y como consecuencia sobrevino el dolor y la muerte (Compendio Catecismo de la Iglesia Católica nº 71,72,75,76).

Jesús, Dios hecho hombre, asumió la naturaleza humana en todo menos en el pecado; y por eso la vida, el gozo, el dolor y la muerte adquirieron la categoría divina de Redención.

El dolor o la cruz, gracia de salvación

El hombre en su peregrinación por la tierra hacia la vida eterna lleva la cruz a cuestas, de una o de otra manera, en siete expresiones distintas: personal, familiar, cultural, laboral, social, política y circunstancial.
Todas estas cruces, inevitables muchas veces, pueden aprovecharse para la santificación personal y bien espiritual de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo.

Posturas ante la cruz

Entre otras muchas actitudes que se pueden adoptar, se me ocurren tres principales: No hacer nada, rebelarse o aceptar la cruz.

 No hacer nada por no saber o no poder es una solución humana, explicable y no responsable, pero cristianamente se puede hacer mucho: rezar, sufrir y ofrecer. No hacer nada por no querer es actitud negativa y pecaminosa.
 Rebelarse no es una postura cristiana, pues con esa actitud no se consigue siempre lo que se pretende, es inútil y se aumenta la cruz a cambio de nada.
Aceptar la cruz que viene de parte de Dios o permitida por ÉL, es una postura fundamentalmente cristiana; y cuando sea muy pesada ofrecerla en reparación de los pecados propios o ajenos o por otras intenciones espirituales, como medio de santificación personal y eclesial, pues el dolor redime y santifica. Con la cruz aceptada, sufrida y ofrecida nos identificamos con Cristo y completamos lo que faltó a su pasión en sus miembros.



martes, 7 de abril de 2020

Jueves Santo


Institución de la Eucaristía

En el primer jueves Santo de la Historia de la Salvación, Jesús en la noche en que fue entregado (1 Co 11,23) instituyó la Eucaristía, el Sacerdocio y estableció el gran precepto del amor. En este documento trato la Eucaristía a grandes rasgos, dejando el sacerdocio y el Amor fraterno para otra ocasión.

Cuando Jesús celebraba con sus apóstoles la Última Cena en el Cenáculo tomó en sus manos el pan, lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros”. Después tomó en sus manos el cáliz con el vino y les dijo: “Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros para el perdón de los pecados”. Haced esto en conmemoración mía y con estas palabras instituyó el Sacerdocio.

 Naturaleza de la Eucaristía

La Eucaristía es el sacrificio mismo del Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús, que Él instituyó para perpetuar por los siglos, hasta su segunda venida, el Sacrificio de la Cruz confiando así a la Iglesia el memorial de su muerte y resurrección. Es signo de unidad, vínculo de caridad y banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la vida eterna” (Cat compendio 271).

Según esta definición del Catecismo de la Iglesia Católica del Papa Juan Pablo II, la Eucaristía es el sacrificio perpetuo que Jesús ofreció al Padre para redimir los pecados de todos los hombres que se celebrará en la Iglesia hasta el fin del mundo. Es el banquete pascual en el que se come el verdadero Cuerpo de Cristo y se bebe su sangre, como alimento espiritual del alma para la vida eterna; fuente de la que mana toda la gracia para la vida cristiana y apostólica, y cima a la que se encaminan todos los demás sacramentos, los ministerios eclesiales y las obras de apostolado. La Eucaristía celebrada y recibida debidamente santifica más que cualquier otro sacramento, porque es Cristo, el autor de la gracia, quien, glorioso y sacramentado, santifica personalmente con su gracia, mientras que en los demás santifica solamente con su gracia. Es presencia real y sustancial del cuerpo, alma y divinidad de Jesucristo bajo las especies de pan y vino.

Presencia eucarística

La presencia de Cristo sacramentado en la Eucaristía no se puede comparar con ninguna de las presencias que conoce la filosofía y la teología porque rebasa todo conocimiento humano. No se conoce por los sentidos, dice Santo Tomás, sino sólo por la fe. Es, por tanto, una presencia real, verdadera, sustancial, sobrenatural, y no imaginaria, ni metafórica. No es una presencia teológica por la que Cristo está presente en la oración, en el canto, en la caridad con el prójimo, ni mucho menos una presencia espiritual humana de entendimiento, ni presencia de amor en el corazón, ni una presencia virtual de imagen.


sábado, 4 de abril de 2020

Domingo de Ramos. Ciclo A


En este tiempo sagrado de Semana Santa, propicio para la oración, me parece oportuno hacer una visión esquemática, teológica y global, de la Redención de Jesús y la de sus miembros de su Cuerpo Místico que es la Iglesia.

La Redención de Jesucristo empezó inicialmente en el mismo momento en que encarnó el Hijo de Dios en el seno virginal de Santa María y se hizo hombre. Una vez nacido, la fue desarrollando paulatinamente mediante tres grandes etapas importantes:vida oculta durante treinta años aproximadamente, en la que redimió al hombre mediante la oración humana divinizada, el trabajo contemplativo de las cosas sencillas y ordinarias de la vida en obediencia; vida pública en el espacio de tres años aproximadamente por la predicación del Evangelio, realización de milagros y acciones humanas; y vida de pasión con torturas inhumanas, flagelación despiadada, coronación de espinas, espectacular viacrucis hacia el calvario, cruenta crucifixión y muerte violenta en la cruz; y, por fin, tuvo lugar la resurrección que fue el último y feliz desenlace del drama de la Redención.

Jesús vivió la vida oculta la mayor parte de su vida para enseñarnos que la vida sencilla de oración y trabajo en obediencia es también apostólica y de pasión. En ella se han inspirado y se inspiran los Institutos de vida consagrada contemplativa y Obras que existen en la Iglesia, y la vida consagrada o simplemente cristiana en los diversos estados sociales que hay en el mundo, porque orando, trabajando y sufriendo en obediencia se hace tanto o más que haciendo, y se es apóstol en la Iglesia.

La vida pública de Jesús fue inseparable de la vida oculta, porque la realizó conjugando en ella la vida oculta de oración y trabajo y sufriendo en obediencia al Padre, para enseñarnos que el apóstol debe predicar el Evangelio con el soporte de la vida oculta sufriente en oración con obediencia, pues quien predica y realiza obras apostólicas, sin vida interior, socializa, pero no apostoliza. En ese caso Dios lo utiliza como instrumento, pues es Él el autor de la eficacia del apostolado.

La vida de pasión y muerte de Jesús comprende también la vida oculta y la pública, pues la realizó en el ocultamiento de vida orante cumpliendo la voluntad del Padre, que fue también apostólica.
Resumiendo: La Redención de Jesús fue vida oculta, pública y paciente simultáneamente efectuada de diversa manera en actos.

Redención del cristiano

Toda vocación cristiana en todas sus versiones es por su misma naturaleza oculta, pública y de pasión. Se debe vivir y realizar en estado de gracia, orando, haciendo lo que se tiene que hacer y sufriendo cumpliendo la voluntad de Dios, según la vocación que cada cristiano ha recibido del Espíritu Santo.