sábado, 30 de mayo de 2020

Pentecostés. Ciclo A

Pentecostés tiene su origen en el Antiguo Testamento. Era una fiesta religiosa de sentido popular, conocida con el nombre de la fiesta de la recolección y de las siete semanas o Pentecostés, en la que los judíos ofrecían a Dios las primicias de todos los frutos del campo (Éx 23,16; 34,22). 

 

En el Antiguo Testamento, desde las primeas páginas, se nos habla del Espíritu de Dios, presente en la Creación y actuando en los profetas y en toda la Historia de la Salvación. Pero la revelación del Espíritu Santo, como Persona Divina, distinta a la del Padre y a la del Hijo, sólo es revelada en el Nuevo Testamento.

 

La acción de la santificación en la Iglesia y la de cada uno de los fieles  se atribuye al Espíritu Santo, dador de todo bien; la acción creadora al Padre y la acción redentora al Hijo; pero toda acción divina es común a las tres divinas Personas de la Santísima Trinidad. 

 

 Con el hecho histórico de la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles se inaugura oficialmente la Iglesia, que tuvo un origen eterno en el seno íntimo de la Santísima Trinidad. Fue prefigurada en el Antiguo Testamento en los Patriarcas y profetas; y cuando llegó  la plenitud de los tiempos, en  la concepción del Hijo de Dios en las entrañas purísimas de Santa María, por obra del Espíritu Santo, se concibió la Iglesia en su Cabeza y en sus miembros místicamente.

 

Después, cuando nació Jesucristo, nació la Iglesia en su Cabeza con sus miembros en potencia. Luego, durante treinta y tres años Jesucristo fue estructurando su Iglesia en cuatro etapas principales.

 

En su vida oculta con el ejemplo de la oración, silencio, trabajo y obediencia; en su vida pública con la predicación del Evangelio, realización de signos y milagros, la formación del Colegio apostólico, y la institución de la Eucaristía; y en su pasión y muerte derramando su sangre divina. Resucitado Cristo, estuvo con sus discípulos durante cuarenta días perfilando los últimos detalles de la constitución jerárquica de la Iglesia; y después de encomendar a sus apóstoles la misma misión que recibió del Padre, subió a los Cielos para seguir desde allí, ministerialmente el gobierno de la Iglesia.

 

Por fin, a los cincuenta días de su resurrección, envió al Espíritu Santo para inaugurar oficialmente la Iglesia hasta la Parusía o final de los tiempos. Cuando  este mundo se acabe, se clausurará la Iglesia peregrina en la tierra y se establecerá en el Cielo la Iglesia triunfante por los siglos que no tienen fin.

 

El Espíritu Santo  reparte entre los hombres, a quienes quiere, cuando quiere y de la manera que quiere, diversidad de dones, para diversidad de servicios, y diversidad de funciones, como hemos escuchado en la segunda lectura de la liturgia de la Palabra (1 Co 12,3b-7.12-13), para el bien común de la Iglesia. Son innumerables y no se pueden conocer, pero teniendo en cuenta el Nuevo Testamento y la Tradición de la Iglesia, se pueden clasificar en siete: don de sabiduría, don de entendimiento, don de ciencia, don de consejo, don de fortaleza, don de piedad y don de temor a Dios. Los frutos principales del Espíritu Santo, entre otros, son amor, alegría,  paz, comprensión, agrado, generosidad, lealtad, sencillez y dominio de sí (Gá 5,22-23), según nos enseña San Pablo.

 

Siguiendo la doctrina teológica de Santo Tomás de Aquino, vertida en muchos documentos del magisterio de la Iglesia, existen dos vidas con ciertas analogías: la natural y la sobrenatural.

 

El hombre, en la vida natural, es un ser misterioso, compuesto de cuerpo y alma, materia y espíritu, que íntimamente asociados forman una sola naturaleza y una sola persona. Con razón se dice que es un microcosmos, síntesis admirable de la creación entera. El alma humana es una sustancia que en su ser y en su obrar es, de suyo, independiente de la materia. Separada del cuerpo, como es el caso de los santos en el Cielo, el alma actúa sin la materia, en virtud  de la visión intuitiva, pero está exigiendo la unión con el cuerpo para ser y actuar de manera completa actuación, como persona resucitada. Mientras el alma permanece unida al cuerpo, para operar se sirve de las potencias espirituales de entendimiento y de  voluntad, y de los órganos corporales.

 

Hay una estrecha analogía entre el orden natural y el sobrenatural. La gracia es como el alma de la vida sobrenatural. De manera parecida a como el alma actúa en la persona humana valiéndose de las potencias espirituales y corporales, así, en sentido analógico, se puede decir que en el organismo sobrenatural la gracia santificante, que es en sí misma estática y no operativa, actúa mediante las virtudes y dones del Espíritu Santo.

 

Toda esta doctrina teológica es  puramente humana, y está concebida con fundamentos teológicos razonables. Pero la realidad sobrenatural de la acción del Espíritu Santo es inimaginable,  actúa, de modo misterioso que supera la ciencia ficción, el discurso del hombre y la imaginación. El modo como el Espíritu Santo comunica sus dones y carismas a todos los hombres, sin excepción, es realmente misterioso, desconocido, personal, múltiple, y entra dentro del misterio de la salvación del amor misericordioso de la Santísima Trinidad.


sábado, 23 de mayo de 2020

Ascensión del Señor. Ciclo A



            La Solemnidad litúrgica de la Ascensión,  que estamos celebrando hoy , es el broche de oro de la redención personal que Jesús realizó en la Tierra. Vamos a historiar, a grandes rasgos esenciales, el contenido doctrinal del misterio de la Ascensión de Jesús a los Cielos, según la doctrina de la Iglesia.

La Santísima Trinidad, en consenso común eterno de la única divinidad en trinidad de Personas, decretó crear el mundo como morada del hombre para hacerle partícipe de su suerte divina; y creó a Adán, el primer hombre, de la nada: el cuerpo de la materia y el alma inmortal en estado original de santidad y justicia, en términos del Concilio de Trento, es decir, en GRACIA SOBRENATURAL y con unos  privilegiados dones preternaturales: inmunidad de la concupiscencia o inclinación al pecado, impasibilidad o ausencia de dolor e inmortalidad.

Por un misterio insondable, que no se puede concebir, el hombre, tentado por Satanás, desobedeció libremente el mandato de Dios y cometió el llamado pecado original que se transmitió a todos los hombres. Entonces Dios castigó la desobediencia de Adán, desposeyéndole de la gracia integral y de los dones preternaturales que graciosamente le había concedido, quedando el hombre reducido a un estado puramente natural. La Palabra de Dios lo describe en la Biblia con la figura poética del paraíso terrenal en los capítulos 1,2 y 3.
En el mismo momento en que pecó Adán,  la Santísima Trinidad acordó que por amor al hombre, el Hijo de Dios encarnaría en las entrañas Purísimas de una mujer única, que lo concebiría  humanamente por obra y gracia del Espíritu Santo. Esta mujer sería creada de modo excepcional Inmaculada, es decir, sin pecado original, porque estaría destinada a ser la Madre de Dios y juntamente con su Hijo, Redentor, Corredentora del género humano.

En efecto, cuando en los planes divinos llegó la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios encarnó virginalmente en el seno de su Madre, Santa María, como estaba previsto, y empezó inicialmente la redención de los hombres. Después de nueve meses de gestación, como cualquier otro ser humano, nació Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, en Nazaret, y empezó la Historia de la Salvación. Vivió en esa pequeña ciudad casi treinta años, oculto, realizando la salvación de los hombres mediante una vida sencilla de familia, dedicado a la oración y al trabajo, en entera obediencia a sus padres. Una vez que cumplió su misión redentora en la más larga etapa de su vida oculta, empezó la vida pública de predicación del Evangelio, la Buena Noticia, realizó milagros, como pruebas evidentes de su divinidad y de su misión en el mundo, e instituyó la Iglesia, como Sacramento universal de salvación. Y, por fin, instituida la Eucaristía y el Sacerdocio, empezó la dolorosa e ignominiosa pasión, que terminó con la muerte en la cruz. Al tercer día resucitó, como lo había anunciado repetidas veces en su vida apostólica. Confió a sus Apóstoles realizar en el mundo la misma misión que Él había recibido del Padre, y luego, subió a los Cielos para seguir desde allí gobernando la Iglesia ministerialmente hasta el fin de los tiempos. Entonces resucitaremos todos los muertos con nuestros propios cuerpos, y Jesús volverá otra vez a la Tierra, revestido de gloria y majestad, y juzgará a todos los hombres, clausurando la Iglesia y convirtiéndola para los salvados en el Reino eterno de Amor, Paz y gozo de la visión eterna del misterio de la Salvación.

San Pablo dice que completamos lo que faltó a la pasión de Cristo. ¿Cómo se entiende este aserto? ¿No nos redimió Jesucristo a todos y a cada uno de los hombres totalmente y de todos los pecados? ¿Cómo se puede decir que faltó algo a la Redención de Cristo?.

Efectivamente, Jesucristo realizó total y en toda su plenitud la redención de todos los pecados de los hombres de manera genérica y universal, pero su aplicación tiene que hacerse individualmente, pues se salva cada uno si quiere, y en virtud de los méritos divinos de Jesús. En este sentido se dice que completamos lo que faltó a la Pasión de Cristo, en cuanto que su aplicación depende individualmente de cada hombre que tiene que redimirse, como miembro de su Cuerpo Místico, viviendo el estilo de la Redención en sus tres etapas principales: vida oculta, vida pública y vida de pasión, muerte y resurrección.

Por tanto, cada hombre tiene que vivir su propia vida personal en el ejercicio de la vida ordinaria de oración y trabajo, en obediencia a la Ley de Dios y  en plena conformidad con la voluntad divina, de cualquier manera que se presente. Además debe hacer que su vida pública sea una copia de la vida pública de Jesús, que pasó por este mundo haciendo el bien, en pacífica convivencia con los hombres,  sufriendo los sinsabores que conlleva la convivencia social, pruebas de todo tipo, enemistases y persecuciones, al estilo de Cristo. Y como complemento de la redención, lo mismo que Jesús, cada hombre tiene que sufrir la propia y personal pasión, que culmine en la muerte, semilla de la resurrección gloriosa, como premio eterno para gozar de Dios en el Cielo.

Por tanto, cuando hacemos cosas que no tienen prensa, que el mundo no valora, vivimos silenciosamente en el escondite de la salvación de la vida oculta, estamos aplicando la redención de la vida oculta de Jesús; cuando en Sociedad realizamos el trabajo, cualquiera que sea, grandioso o insignificante, con publicidad notoria o desconocida, con aplauso de la gente o con desprecio,  reproducimos la vida pública de Jesús en nosotros; cuando padecemos dolores en nuestro propio cuerpo o en nuestra alma, sufrimos alteraciones nerviosas o desequilibrios, personalizamos la pasión de Cristo en nosotros. Y, por fin, cuando nos llegue la última hora de nuestra vida y nos sobrevenga la muerte, moriremos con Cristo con quien hemos vivido para resucitar con Él ahora en el alma, y después, al fin de los tiempos con nuestros propios cuerpos resucitados y gloriosos para cantar eternamente las misericordias del Señor.

De manera breve y en pocas palabras hemos tratado de explicar el sentido teológico que celebramos hoy, solemnidad litúrgica del día de la Ascensión de Cristo a los Cielos.



sábado, 16 de mayo de 2020

Sexto domingo de Pascua. Ciclo A



La inhabitación de la Santísima Trinidad dentro del alma del justo, por medio de la gracia, es una realidad teológica. No es una singular presencia de Dios en el hombre, en virtud de su inmensidad, Dios inmerso en todos los seres, por la que es lo que es, vive, piensa y ama, al estilo de Dios, porque ha sido creado “a su imagen y semejanza”. Es algo más sublime y transcendente: una presencia real, pero mística del ser de Dios en su hijo; una especie de “divinización del ser humano”, por la que el hombre queda sobrenaturalizado en cuanto al ser, como hemos dicho muchas veces y ahora repito: su cuerpo convertido en templo vivo del Espíritu Santo y su alma en sagrario de la Santísima Trinidad. Dios no está en el alma por su gracia  de manera pasiva, sino siendo lo que es: Amor y Vida. La esencia de la Santísima Trinidad está en el alma, de manera inimaginable: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en unión íntima e indisoluble de esencia trinitaria, de igual manera que en el Cielo pero de distinta forma. La gracia es la semilla de la visión y gozo de Dios eternamente.

La Santísima Trinidad está en el alma comunicando al  hombre su vida en un efluvio constante de amor, dando la capacidad de merecer Cielo, y siendo objeto de consolaciones y experiencias místicas inefables para algunos seres privilegiados. La presencia de Dios en el alma no conlleva el gozo de la experiencia de Dios sensible, fervorosa, como consecuencia de la fiel correspondencia a la gracia, como he leído en algún teólogo de nuestros días. El estar de Dios en el alma por la gracia es un misterio insondable que no exige un comportamiento científico. Dios está de la manera que quiere, como quiere y con la intensidad que quiere en el alma del justo, unas veces sin que se sienta jamás su presencia, otras con alternativas de fervores y arideces de espíritu, otras siempre en sequedad, y pocas veces en elevadas experiencias místicas, que hay que discernir bien, no sea que sea intervención del diablo o fruto de un desequilibrio humano con proyección religiosa. La religión es un buen abono para la sensibilidad desequilibrada del hombre.

Existe una intercomunicación de amor entre Dios y el alma. Dios comunica amor, que es vida y fuerza; y el hombre, agradecido, devuelve al Señor el amor que recibe, aumentado con el esfuerzo de su libertad traducido en santas obras. El amor humano se recicla en divino y el amor divino se humaniza.








sábado, 9 de mayo de 2020

Quinto domingo de Pascua. Ciclo A

     YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA (Jn 14,6)

Jesús en la última cena, después de instituir la Eucaristía pronunció a sus discípulos un sermón de despedida en el que les anunció que se iba al Padre,  a prepararles una morada entre las muchas que hay allí, y les rogó que siguieran el camino. Entonces Tomás no entendió el sentido de las palabras que estaba utilizando que le parecían extrañas y simbólicas, como me imagino que los pasó a todos los demás discípulos; y para aclarar los conceptos confusos que le iban viniendo a la cabeza, preguntó a Jesús:

- Señor no sabemos a dónde vas; ¿cómo vamos a saber el camino?
Jesús le dijo:
-Yo soy el camino, la verdad y la vida.

Después siguió con su discurso en el que les habló de la fe, les prometió la venida del Espíritu Santo, les explico el misterio de la Iglesia con la alegoría de la Vid y los sarmientos, instituyó el mandamiento nuevo el amor, les anunció la persecución por parte del mundo y les habló de otros temas.

Los Apóstoles grabaron en su memoria estas palabras lapidarias, sin entender el sentido místico que teológicamente encerraban. Necesitaban el trato personal con Cristo resucitado, el tiempo, las contrariedades de la vida, la persecución y la pasión y muerte, para descubrir el significado trascendente de Cristo, como Camino, Verdad y Vida.


Cristo es el Camino, no un camino más, sino el camino, con artículo determinado, único, exclusivo, sin el cual no hay manera de llegar al Padre.
El que busca a Dios con sincero corazón, guiado por la luz de la recta conciencia en el bien obrar; y el que de buena fe vive en la verdad de su religión, que a él le parece la verdadera, se encuentra con Cristo místico, aunque no conozca al Cristo histórico, ni al Cristo teológico de la Iglesia Católica.

Todo el que obra el mal se aparta del Camino que conduce al Padre; y todo el que hace el bien en su conciencia o buena fe, aunque no sea expresamente por Cristo, se sitúa dentro del Camino, que es Cristo. El Espíritu Santo actúa en el hombre de conciencia recta y de buena fe, haciendo que camine de la mano del Cristo desconocido, o conocido de otra manera, y llegue al Padre por la vía misteriosa de la gracia de la misericordia divina.

Con más facilidad llega al Padre el católico que conoce a Cristo y le sigue conducido por la Iglesia; y, mejor aún todavía, si comprometido con su fe vive identificado con Cristo, activado con fuerza del Espíritu Santo.

La fe es condición indispensable para entrar en camino, y seguir por él, aunque sea con miserias, pasos inseguros, tropiezos y caídas. La gracia del Espíritu Santo, que nos acompaña siempre, fortalece nuestra debilidad y repara nuestras averías espirituales.

El camino se hace autopista para el fervoroso católico que camina con Cristo, correspondiendo a la gracia del Espíritu Santo con amor y dolor, aceptándose a sí mismo y aceptando las diversas circunstancias de la vida en el ejercicio de buenas y santas obras.

Cuando se camina con fe, de bracero con Cristo, nuestro caminar es firme y seguro, y nuestro encuentro con el Padre es constante, porque el Espíritu Santo hace que hagamos juntos un camino trinitario. Si además de caminar en peregrinación trinitaria, hacemos el viaje al Padre escondidos en Dios con Cristo, en familiaridad de oración fervorosa, reforzados por la fuerza sacramentaria y avalada por la operatividad de santas obras, llegamos al Padre por el atajo de Jesucristo, el Camino.

Existe además un camino singular para el católico que emprende hacia el Padre un vuelo espacial: la consagración de la vida a Cristo con la vivencia o profesión de los consejos evangélicos.  Entonces, “cristificado”, respira a tope la atmósfera divina de la Santísima Trinidad, en el espacio sobrenatural de la gracia divina con el Padre y  el Espíritu Santo, y llega al Padre con seguridad y rapidez.


Cristo es la Verdad, el Ser eternamente existente, el que Es en suma perfección siempre,  que satisface en plenitud las aspiraciones de la sabiduría del entendimiento humano, el  Amor que sacia el hambre del corazón humano, insatisfecho en la Tierra por el alimento de cosas y personas que perecen y  pasan. Cristo es el mismo de siempre: el de ayer, el de hoy, y el de mañana, el Dios eterno, Creador y Señor de todas las cosas, el Padre de todos los hombres, y, a la vez, justo juez, Dios mismo, el Dios profundo, misterio insondable de la Santísima Trinidad.


Cristo es la Vida, el principio eterno del vivir (Jn 1,4), que nos comunica por la gracia la participación analógica de la Vida de Dios Uno y Trino, del Amor eterno, la realidad trascendente que supera todo conocimiento, fuerza para sufrir, luchar contra el mal, creer y esperar contra toda esperanza, potencia sobrenatural para merecer cielo, semilla de la visión y gozo de Dios eternamente. De Cristo procede la diversidad múltiple de la vivencia de la gracia en todos los seres, ángeles, bienaventurados y hombres, de manera tan compleja y distinta.

       Este misterio es explicado por Cristo en el Evangelio en la alegoría de la Vid y los sarmientos (Jn 15,1-5). Cristo es la Vid y nosotros los sarmientos. Si vivimos unidos a Él, la savia de la gracia hace que produzcamos frutos (Jn 1,5).

La Vid es el Cuerpo místico de la Iglesia, cuya cabeza es Cristo (Col 1,18). De Él procede la vida que se extiende a todos hombres de forma que sólo conoce la sabiduría eterna de Dios.   

       Cristo es el Camino de la Verdad, pues todas las demás personas o cosas  son pequeñas verdades o pequeñas o grandes mentiras que llevan a un mundo  falsificado. Todo lo que no es de Cristo o Cristo es senda que con mucho trabajo o difícilmente conduce al Padre, camino tortuoso por el que uno caminando pierde la ruta,  desviación de la meta. Cristo es la Verdad del camino de la Vida, y todo lo que no es Él es vida simulada, falsa, enfermedad o muerte. Cristo es la Vida del verdadero camino,  pues gracias a Él tiene sentido el misterio de la vida que tantos misterios ofrece a los que no tienen fe.

sábado, 2 de mayo de 2020

Cuarto domingo de Pascua. Ciclo A



¿Quién es el buen pastor?    
     
A esta pregunta muchos o todos habéis respondido mentalmente, tal vez: Jesucristo. Y es verdad, Jesucristo es el buen Pastor; es, no fue, no en pasado, sino en presente también, porque Cristo no es como un personaje más de la Historia que vivió entre los hombres, hizo grandes obras y dejó su memoria en recuerdos escritos, como puede ser el caso de San Juan de la Cruz, por decir un ejemplo.

Cristo es un personaje actualizado que está vivo siempre entre los hombres, en la Iglesia. En su tiempo predicó personalmente el Evangelio, realizó milagros o signos de su divinidad, fundó la Iglesia, instituyó los Sacramentos y después de sufrir una pasión inimaginable murió por todos los hombres en la cruz y resucitó, cumpliendo de esta manera su palabra de que el buen pastor da la vida por sus ovejas.

Realizada la misión de Redentor que le encomendó el Padre en la Tierra, ascendió a los Cielos y en unión con Él y la fuerza del Espíritu Santo, desde allí sigue siendo el Buen Pastor ministerialmente por medio de la Iglesia.

El Papa, Vicario de Cristo, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles, gobiernan la Iglesia. El Papa es el buen Pastor en toda la Iglesia universal; y los Obispos son pastores propios en las diócesis, puestos por el Espíritu Santo, que el Papa les ha encomendado. Y todos, coordinados entre sí, unidos al Papa y bajo su obediencia, gobiernan la Iglesia en nombre de Cristo.

Pero como el obispo no puede estar presente en todas las partes de la Diócesis, nombra un delegado suyo, conocido con el nombre de párroco, que ayudado por vicarios parroquiales o coadjutores en parroquias importantes, como es la nuestra, bajo su obediencia gobierna una parcela de la Diócesis, llamada Parroquia, que el Obispo le ha encomendado.

        En tareas apostólicas diocesanas, extraparroquiales, el Obispo nombra delegados para que, en su nombre y bajo su obediencia, atiendan las distintas necesidades eclesiales que se presenten en cada momento y en cada diócesis.

Luego también ahora como entonces, en sentido propio, Cristo es el buen pastor de la Iglesia que él fundó. Además del sentido propio de pastor, obispo y sacerdote, podríamos decir que pastor en la Iglesia, en un sentido amplio, es también el cristiano que tiene cierta autoridad delegada en las acciones pastorales que se le encomiendan, como, por ejemplo, el catequista, delegado de Cáritas, delegado de liturgia, delegado de pastoral de juventud, de matrimonio etc...

Y todavía, en un sentido extensivo y universal, es pastor en la Iglesia cualquier cristiano que ejerce una misión apostólica  en la familia o sociedad, como por ejemplo, el padre de familia, el profesor, el empresario,  el obrero que ejerce cualquier trabajo apostólico en la sociedad; incluso es pastor en la Iglesia el político que ejerce una autoridad civil cristianamente a favor del bien común.

Por consiguiente, en un sentido o en otro, y de distinta manera, todos los cristianos somos ovejas y pastores en la Iglesia. 

En consecuencia, todos los cristianos, el Papa, el Obispo, el Sacerdote  tenemos que dar la vida por Cristo, cada uno según la medida de gracia que ha recibido. ¿Cómo? Dándose, gastándose por Cristo, cumpliendo su misión  con obras santas: predicando la Palabra de Dios, administrando los sacramentos, principalmente el de la Eucaristía y ejerciendo santamente su ministerio los sacerdotes; y los fieles recibiendo los sacramentos y santificándose en la vida ordinaria o en la vida extraordinaria con humildad y sencillez.

Procuremos, hermanos, ser fieles ovejas y fieles pastores en obediencia y entrega a Dios en el puesto de trabajo que cada uno tiene que desempeñar en la Iglesia, a imitación de Jesús que como buen Pastor dio la vida por sus ovejas.