La inhabitación de la Santísima Trinidad dentro del
alma del justo, por medio de la gracia, es una realidad teológica. No es una
singular presencia de Dios en el hombre, en virtud de su inmensidad, Dios
inmerso en todos los seres, por la que es lo que es, vive, piensa y ama, al
estilo de Dios, porque ha sido creado “a su imagen y semejanza”. Es algo más
sublime y transcendente: una presencia real, pero mística del ser de Dios en su
hijo; una especie de “divinización del ser humano”, por la que el hombre queda
sobrenaturalizado en cuanto al ser, como hemos dicho muchas veces y ahora
repito: su cuerpo convertido en templo vivo del Espíritu Santo y su alma en
sagrario de la Santísima Trinidad. Dios no está en el alma por su gracia de manera pasiva, sino siendo lo que es:
Amor y Vida. La esencia de la Santísima Trinidad está en el alma, de manera
inimaginable: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en unión íntima e
indisoluble de esencia trinitaria, de igual manera que en el Cielo pero de
distinta forma. La gracia es la semilla de la visión y gozo de Dios
eternamente.
La Santísima Trinidad está en el alma comunicando
al hombre su vida en un efluvio
constante de amor, dando la capacidad de merecer Cielo, y siendo objeto de
consolaciones y experiencias místicas inefables para algunos seres
privilegiados. La presencia de Dios en el alma no conlleva el gozo de la
experiencia de Dios sensible, fervorosa, como consecuencia de la fiel
correspondencia a la gracia, como he leído en algún teólogo de nuestros días.
El estar de Dios en el alma por la gracia es un misterio insondable que no
exige un comportamiento científico. Dios está de la manera que quiere, como
quiere y con la intensidad que quiere en el alma del justo, unas veces sin que
se sienta jamás su presencia, otras con alternativas de fervores y arideces de
espíritu, otras siempre en sequedad, y pocas veces en elevadas experiencias
místicas, que hay que discernir bien, no sea que sea intervención del diablo o
fruto de un desequilibrio humano con proyección religiosa. La religión es un
buen abono para la sensibilidad desequilibrada del hombre.
Existe una intercomunicación de amor entre Dios y el
alma. Dios comunica amor, que es vida y fuerza; y el hombre, agradecido,
devuelve al Señor el amor que recibe, aumentado con el esfuerzo de su libertad
traducido en santas obras. El amor humano se recicla en divino y el amor divino
se humaniza.
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