Jesús en la última cena, después
de instituir la Eucaristía pronunció a sus discípulos un sermón de despedida en
el que les anunció que se iba al Padre,
a prepararles una morada entre las muchas que hay allí, y les rogó que
siguieran el camino. Entonces Tomás no entendió el sentido de las palabras que
estaba utilizando que le parecían extrañas y simbólicas, como me imagino que
los pasó a todos los demás discípulos; y para aclarar los conceptos confusos
que le iban viniendo a la cabeza, preguntó a Jesús:
- Señor no sabemos a dónde vas;
¿cómo vamos a saber el camino?
Jesús le dijo:
-Yo soy el camino, la verdad y
la vida.
Después siguió con su discurso
en el que les habló de la fe, les prometió la venida del Espíritu Santo, les
explico el misterio de la Iglesia con la alegoría de la Vid y los sarmientos,
instituyó el mandamiento nuevo el amor, les anunció la persecución por parte
del mundo y les habló de otros temas.
Los Apóstoles grabaron en su
memoria estas palabras lapidarias, sin entender el sentido místico que
teológicamente encerraban. Necesitaban el trato personal con Cristo resucitado,
el tiempo, las contrariedades de la vida, la persecución y la pasión y muerte,
para descubrir el significado trascendente de Cristo, como Camino, Verdad y Vida.
Cristo es el Camino, no un camino más, sino el
camino, con artículo determinado, único, exclusivo, sin el cual no hay
manera de llegar al Padre.
El que busca a Dios con sincero corazón,
guiado por la luz de la recta conciencia en el bien obrar; y el que de buena fe
vive en la verdad de su religión, que a él le parece la verdadera, se encuentra
con Cristo místico, aunque no conozca al Cristo histórico, ni al Cristo
teológico de la Iglesia Católica.
Todo el que obra el mal se
aparta del Camino que conduce al Padre; y todo el que hace el bien en su
conciencia o buena fe, aunque no sea expresamente por Cristo, se sitúa dentro
del Camino, que es Cristo. El Espíritu Santo actúa en el hombre de conciencia
recta y de buena fe, haciendo que camine de la mano del Cristo desconocido, o
conocido de otra manera, y llegue al Padre por la vía misteriosa de la gracia
de la misericordia divina.
Con más facilidad llega al Padre
el católico que conoce a Cristo y le sigue conducido por la Iglesia; y, mejor
aún todavía, si comprometido con su fe vive identificado con Cristo, activado
con fuerza del Espíritu Santo.
La fe es condición indispensable
para entrar en camino, y seguir por él, aunque sea con miserias, pasos
inseguros, tropiezos y caídas. La gracia del Espíritu Santo, que nos acompaña
siempre, fortalece nuestra debilidad y repara nuestras averías espirituales.
El camino se hace autopista para
el fervoroso católico que camina con Cristo, correspondiendo a la gracia del
Espíritu Santo con amor y dolor, aceptándose a sí mismo y aceptando las
diversas circunstancias de la vida en el ejercicio de buenas y santas obras.
Cuando se camina con fe, de
bracero con Cristo, nuestro caminar es firme y seguro, y nuestro encuentro con
el Padre es constante, porque el Espíritu Santo hace que hagamos juntos un
camino trinitario. Si además de caminar en peregrinación trinitaria, hacemos el
viaje al Padre escondidos en Dios con Cristo, en familiaridad de oración fervorosa,
reforzados por la fuerza sacramentaria y avalada por la operatividad de santas
obras, llegamos al Padre por el atajo de Jesucristo, el Camino.
Existe además un camino singular
para el católico que emprende hacia el Padre un vuelo espacial: la consagración
de la vida a Cristo con la vivencia o profesión de los consejos
evangélicos. Entonces, “cristificado”,
respira a tope la atmósfera divina de la Santísima Trinidad, en el espacio
sobrenatural de la gracia divina con el Padre y el Espíritu Santo, y llega al Padre con seguridad y rapidez.
Cristo es la Verdad, el Ser eternamente existente, el que Es en suma perfección
siempre, que satisface en plenitud las
aspiraciones de la sabiduría del entendimiento humano, el Amor que sacia el hambre del corazón humano,
insatisfecho en la Tierra por el alimento de cosas y personas que perecen
y pasan. Cristo es el mismo de siempre:
el de ayer, el de hoy, y el de mañana, el Dios eterno, Creador y Señor de todas
las cosas, el Padre de todos los hombres, y, a la vez, justo juez, Dios mismo,
el Dios profundo, misterio insondable de la Santísima Trinidad.
Cristo es la Vida, el principio eterno del vivir (Jn 1,4), que nos comunica por la gracia la participación analógica de la Vida de Dios Uno y Trino, del Amor
eterno, la realidad trascendente que
supera todo conocimiento, fuerza
para sufrir, luchar contra el mal, creer y esperar contra toda esperanza, potencia sobrenatural para merecer
cielo, semilla de la visión y gozo
de Dios eternamente. De Cristo procede la diversidad múltiple de la vivencia de
la gracia en todos los seres, ángeles, bienaventurados y hombres, de manera tan
compleja y distinta.
Este misterio es explicado por Cristo en el
Evangelio en la alegoría de la Vid y los sarmientos (Jn 15,1-5). Cristo es la
Vid y nosotros los sarmientos. Si vivimos unidos a Él, la savia de la gracia
hace que produzcamos frutos (Jn 1,5).
La Vid es el Cuerpo místico de
la Iglesia, cuya cabeza es Cristo (Col 1,18). De Él procede la vida que se
extiende a todos hombres de forma que sólo conoce la sabiduría eterna de
Dios.
Cristo
es el Camino de la Verdad, pues todas las demás personas o cosas son pequeñas verdades o pequeñas o grandes
mentiras que llevan a un mundo
falsificado. Todo lo que no es de Cristo o Cristo es senda que con mucho
trabajo o difícilmente conduce al Padre, camino tortuoso por el que uno
caminando pierde la ruta, desviación de
la meta. Cristo es la Verdad del camino de la Vida, y todo lo que no es Él es
vida simulada, falsa, enfermedad o muerte. Cristo es la Vida del verdadero
camino, pues gracias a Él tiene sentido
el misterio de la vida que tantos misterios ofrece a los que no tienen fe.
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