sábado, 25 de julio de 2020
Décimo séptimo domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo A
sábado, 18 de julio de 2020
Décimo sexto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A
sábado, 11 de julio de 2020
Décimo quinto domingo. Tiempo ordinario. ciclo A
El texto de la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de hoy, del apóstol San Pablo a los Romanos, es de una profundidad teológica que necesita una explicación, pues no se entiende con una simple lectura o una escucha atenta y devota. El temario fundamental es la libertad plena y gloriosa de los hijos de Dios.
El Apóstol nos dice que el estado actual de toda la creación es como el de una madre que sufre dolores de parto en espera del nacimiento de su hijo: “La creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios”.
Es evidente que ahora son muchos los sufrimientos, trabajos y fatigas que los hombres padecemos, pero no se pueden comparar con la gloria que un día se nos descubrirá. Merece la pena padecer en esta vida todo tipo de dolores y pruebas, aunque humanamente sean inconcebibles, porque el premio en la otra superará todos los padecimientos de todos los hombres y de todos los tiempos, por muchos y graves que sean: ver y gozar de Dios, Uno y Trino, eternamente, visión y gozo, que ninguna criatura puede ni imaginar.
El mundo, que ahora conocemos, deformado por el pecado, será restaurado a su primitivo estado, al final de los tiempos, y se convertirá en los Nuevos Cielos y la Nueva Tierra; y entonces vendrá la plena y total libertad gloriosa de los hijos de Dios.
Este texto nos ofrece una buena oportunidad para hablar de la verdadera libertad.
No vamos a filosofar sobre la libertad, cometido que corresponde a la Universidad o a centros especializados del pensamiento humano. Simplemente hablaremos de la libertad cristiana, libertad de los hijos de Dios, que se opone a los distintos modos humanos de entender la libertad en sus múltiples acepciones.
La libertad no consiste en hacer cada uno lo que quiera, cosa imposible, pues toda libertad está limitada por los derechos y obligaciones de los hombres, mutuos y recíprocos, de manera que la libertad de uno termina donde empieza la libertad de los demás; y además, necesariamente, está regulada por la ley civil, normas de convivencia, costumbres sociales y obligaciones laborales, familiares y sociales.
Por otra parte, como es evidente, el hombre está sometido a debilidades y enfermedades de la propia persona que, aunque quiera, no puede evitar; y obligado a sufrir las diversas circunstancias de la vida que, en contra de su voluntad, no puede impedir. De modo que nadie es libre totalmente, de modo absoluto. A este estilo de libertad se podría apodar utopía de la libertad o libertad irracional. Solamente Dios es absolutamente libre, pues no depende de nada ni de nadie, porque es Señor de todas las cosas.
Ley, libertad y obediencia son conceptos íntimamente relacionados entre sí. La ley no es impedimento para la libertad sino una necesidad para su existencia: posibilita la libertad y hace factible la obediencia.
sábado, 4 de julio de 2020
Décimo cuarto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A
El evangelio de hoy me ofrece
dos temas interesantes para pronunciar la homilía: la sabiduría divina que el
Espíritu Santo regala a la gente sencilla y el alivio que Jesús concede a los
que están cansados y agobiados, porque el yugo es llevadero y la carga ligera.
Estas son las palabras: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y
tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has
revelado a la gente sencilla...Venid a mí todos los que estáis cansados
y
agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso
y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es
llevadero y mi carga ligera”. Yo voy a elegir el primer tema: Las cosas
de Dios están escondidas a los sabios y entendidos y reveladas a la gente
sencilla.
La sencillez es una cualidad
temperamental o virtud de la gracia. Es, en definitiva, un regalo de Dios en la
propia naturaleza del hombre o regalo del Espíritu Santo. Hay quien ha nacido
sencillo y quien por su propio ser constitutivo es complicado, de carácter
adverso. Tanto uno como otro puede conseguir
la sencillez, si bien el que la ha recibido en su propio ser, no tiene
que hacer nada más que potenciar sobrenaturalmente esa virtud con la que ha
venido a este mundo. En cambio, el que es rebelde por temperamento puede
conseguir la sencillez con la gracia de Dios y el esfuerzo personal. La
sencillez, como virtud, es conciliable con cualquier carácter, pues radica en
el corazón y se expresa con limpieza de intenciones y humildad en obras
caritativas. El que no es sencillo y estudia cuidadosamente la manera de serlo,
hace el papel del ridículo en el teatro de la hipocresía.
El sencillo no es el humilde de condición social, porque el dinero y la cuna no determinan la sencillez de una persona. Se puede ser sencillo, siendo rico, y soberbio siendo pobre. Tampoco el sencillo es el apocado, el vergonzoso, el tímido, porque siendo de condición psicológica débil, se puede ser soberbio, orgulloso y vanidoso; y por el contrario, el que tiene un carácter extrovertido, abierto puede esconder en su desparpajo gracioso o distante una mente traslúcida y un corazón sin trampa. El que estudia la manera de aparentar ser sencillo, cae en el peligro de resultar doble. La virtud de la sencillez en una persona es campo propicio para que el Espíritu Santo siembre en ella el don de la sabiduría.
La ciencia humana se consigue con la capacidad del entendimiento, la constancia paciente y laboriosa del estudio, el aprovechamiento de las oportunidades que sobrevienen y otros factores. Cuanto más inteligente es el hombre, más persevera en el empeño del dominio de la ciencia, y más y mejor explota los medios con que cuenta, más sabio es. La sabiduría humana no es de todos, es propia de unos cuantos o de muchos, pero de manera proporcional para quienes, siendo inteligentes, trabajan por alcanzar el conocimiento último de las cosas. Así sucede en las cosas humanas.
La Historia de la Iglesia demuestra que sabios, como, por ejemplo, San Agustín o santo Tomás de Aquino, que dominaron toda la ciencia de su tiempo, porque fueron sencillos de corazón recibieron el don de la sabiduría para entender, vivir y explicar, como pocos o como nadie, los misterios de la fe con una clarividencia meridiana que asombra a todos los que estudian sus obras.