En la primera lectura de la
liturgia de la Palabra del domingo décimo sexto del tiempo ordinario, que
estamos celebrando, hay un texto del libro de la Sabiduría sobre el que yo
quiero ocupar mi atención para pronunciar la homilía de hoy: el justo deber ser humano.
Para desarrollar esta tesis, y
de su exposición poder sacar las consecuencias prácticas espirituales para el
alimento de nuestras almas, haré antes una breve explicación sobre el
significado de la palabra justo.
Justo es el hombre cumplidor de la ley, el santo. El Evangelio
nos dice que San José era un hombre justo (Mt 1,19), que equivale a decir
santo, porque fue el fiel cumplidor de la ley de Dios y de todas sus
obligaciones personales, familiares, laborables y sociales. Santidad y justicia
en sentido cristiano se identifican.
El hombre, justo o pecador, debe
ser humano, es decir, comprensivo, no intransigente, sino tolerante y
condescendiente. En el santo no se concibe la santidad sin la caridad, máxima
virtud cristiana que en su suprema expresión exige la comprensión; además el santo tiene que ser
comprensivo porque también es pecador, pues nos dice la Sagrada Escritura que
el justo cae siete veces al día, como queriendo decir que es débil y
diariamente comete muchas faltas e imperfecciones, que no siempre son ofensas a
Dios. Por consiguiente, el santo, por exigencia de su condición de santidad y
de hombre pecador también, debe ser humano o comprensivo, porque él necesita
también la comprensión de los demás y el perdón de Dios. Y con más razón
todavía debe ser humano el pecador, a título de justicia, pues es injusto que
él sea rígido y severo con los demás, siendo él igual o peor que otros.
Comprender implica conocer al
hombre en concreto, aceptarle como es, y no como a nosotros nos gustaría que
fuera, valorar sus virtudes y hacerse cargo de sus debilidades, miserias y
pecados, excusarle de la manera que sea posible, juzgarle con misericordia, y
jamás condenarle en el corazón, porque como nos dice San Pablo “el amor no se
irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, todo lo
excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (I Co 13,5-7).
El conocimiento del hombre es
una ciencia de las más difíciles de dominar, pues cada uno es un misterio que
solamente Dios comprende en su totalidad. El hombre difícilmente se conoce a sí
mismo en su profundidad, ni es conocido
del todo por los que conviven con él, y ni siquiera por los sabios de las
ciencias de la Psicología y Psiquiatría, que sólo saben generalmente los
comportamientos normales y extraños del individuo. Pero siempre quedan aspectos
escondidos en los pliegues secretos del desequilibrio humano, que a veces
surgen inesperadamente, causando asombros extraños y sorpresas inconcebibles
para todo el mundo, incluso para los mismos entendidos.
Tenemos la mala costumbre, poca psicología, poca educación y virtud de juzgar a los hombres
con el propio criterio, aprobando en ellos lo que nos gusta y rechazando lo que
nos disgusta, como si nuestros gustos fueran la norma única y cierta para
evaluar la conducta de los demás, habiendo muchas y diversas opiniones sobre el
conocimiento humano.
Comprender es darse cuenta de
que todos somos distintos, que no hay una persona repetida, que cada uno es
único, con su propia constitución natural de
carácter o temperamento, y con las añadiduras de las taras que ha
heredado de sus padres, de la educación familiar que ha recibido, de la cultura
que ha adquirido, del ambiente social en que ha vivido, que son factores que
configuran al hombre en su ser, sentir, pensar y obrar.
Cada hombre tiene su propia
personalidad física, irrepetible, personalidad psicológica, parecida a la de
otros, pero distinta, personalidad espiritual diferente a la de los demás, con la que entiende las cosas, obra y se
comporta en sociedad. Cada pecado es personal, cometido por una persona en
concreto con su propia personalidad, teniendo en cuenta el conocimiento del
mal, su libertad, sus pasiones, desequilibrios, sentimientos y muchas
circunstancias, que determinan la malicia del hombre, que sólo Dios puede juzgar.
Es frecuente entre los
cristianos, y más aún entre las personas piadosas, ser intransigentes,
excesivamente rigurosos al juzgar los actos de los que son practicantes de
manera diferente a la nuestra, no lo son, o se llaman descreídos, agnósticos y
ateos, pues, tal vez, les sucede como dice el Evangelio: “ven la mota en el ojo
del prójimo y no ven la viga en el propio”.
El que es bueno, el que es
santo, reconoce que ha sido y es pecador, y porque tiene presente los pecados
de su vida pasada o presente, comprende las debilidades de los demás y sus
pecados. Porque sabe que si no hubiera sido por la misericordia de Dios, sería
tan malo como el primero; y si es tan bueno o santo, como piensa que es, no se
debe a su esfuerzo sino a la gracia de Dios, que le ha arropado con
circunstancias especiales de amor. Santa Teresita del Niño Jesús decía que era
buena porque Dios iba delante de ella quitando del camino, por donde ella tenía
que pasar, las piedras para que no tropezara. Y piensa también que si aquellos
a quienes critica hubieran tenido las mismas gracias que él, tal vez serían mejores, más humanos, más
comprensivos, más santos.
En estos momentos de escucha de
la palabra de Dios, cada uno reflexione sobre la familia en que ha nacido,
padres que ha tenido, educación que ha recibido, colegio que ha frecuentado y
ambientes en que ha sido educado. Y sopesando todas las circunstancias: el
amigo que Dios ha puesto a su lado, la Parroquia, la catequesis, el sacerdote,
la religiosa, etc. forzosamente tiene que caer de rodillas dando gracias a Dios
por el diluvio de gracias que ha recibido; y al mismo tiempo, considerando los
pocos medios con que han contado aquellos a quienes censura injustamente y con
poca caridad, pedirá perdón a Dios por la desconsiderada crítica, y no se
atreverá a juzgar a los hermanos, comprendiendo sus fallos, debilidades y pecados.
En definitiva ser humano es
respetar la manera de ser de los demás, aunque no nos guste, su pensamiento, aunque sea contrario al
nuestro, su ideología cultural, religiosa y política, incluso su pecado, que no
conculque los derechos humanos, pues el hombre es libre para pecar. Significa
también respetar los distintos estilos de pensar y obrar, tener relación laboral con los que trabajan con
nosotros y relación social con todos los hombres, porque todos somos todos
hijos de Dios y hermanos en Jesucristo.
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