El sacramento de la Penitencia es también
llamado sacramento de la Reconciliación en el Catecismo de la Iglesia Católica
de Juan Pablo II, “porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia” Cat
1424).
Después
del bautismo, el hombre sigue pecando, porque quedó en él la concupiscencia,
que no es pecado, pero que inclina a él y permanece en su misma naturaleza “a fin de que sirva de prueba en el combate
de la vida cristiana ayudado por la gracia de Dios. Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de
llamarnos”.
Existe dos conversiones sacramentales: la conversión bautismal y la conversión penitencial.
Existe dos conversiones sacramentales: la conversión bautismal y la conversión penitencial.
La primera conversión es la conversión bautismal que
convierte al hombre, nacido en pecado, en
hijo de Dios y heredero de la vida eterna. En el bautismo se realiza una
transformación total del ser del hombre, de manera que toda su persona se
convierte en santa: su cuerpo en templo vivo del Espíritu Santo y su alma en
sagrario de la Santísima Trinidad; y recibe la semilla de la inmortalidad con
capacidad de desarrollarse por las obras santas, para poder fructificar en la
gloriosa resurrección eterna, ahora en el alma hasta el fin del mundo, y
después en la resurrección total de toda la persona.
El sacramento de la Penitencia es llamado segunda conversión porque convierte al hombre pecador, en estado de pecado mortal, en santo; y al pecador, en estado de pecados veniales, lo purifica y lo santifica, concediéndole fortaleza para la lucha y la vida de gracia.
Jesús en el Evangelio dice de sí mismo: “El
Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados de conversión del la tierra
(Mc 2,10) y ejerce ese poder divino durante su vida perdonando pecados (Mc 2,5;
Lc 7,48). En virtud de su autoridad divina, Jesús confirió este poder a sus
Apóstoles (Jn 20,21-23), a sus sucesores y colaboradores, que son los
sacerdotes, para que lo ejercieran en su nombre hasta el fin de los tiempos
(Cat 1441.1444)
Cristo
instituyó el sacramento de la Reconciliación para los cristianos que después
del bautismo hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia
bautismal y lesionado la comunión eclesial. Por este sacramento admirable el
cristiano recupera la gracia de la justificación.
A
lo largo de los siglos la forma concreta de administrar este sacramento ha
variado mucho. Durante los primeros siglos los cristianos que cometían ciertos
pecados graves (idolatría, homicidio o adulterio) recibían el perdón de sus
pecados después de hacer algunas penitencias públicas, muy severas, durante
largos años, y en algunos casos solamente se recibía una sola vez en la vida.
Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición
monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica “privada” de la
Penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia
antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. Y desde entonces este
sacramento se celebra de manera secreta entre el penitente y el sacerdote, con
una estructura fundamental con pequeñas variaciones en su celebración
(1446-1448).
ACTOS DEL PENITENTE
Los actos del penitente son tres: contrición, confesión y satisfacción.
Los actos del penitente son tres: contrición, confesión y satisfacción.
Contrición es “un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar” (Cc de Trento: DS 1676; Cat 1451). La pena de haber ofendido a Dios es el acto más importante para hacer una buena confesión. Incluye el propósito de la enmienda, es decir hacer lo posible por corregirse del pecado. Prever que se puede volver a pecar no es obstáculo para el arrepentimiento, si se tiene en cuenta la fragilidad humana y las circunstancias personales del pecador.
La contrición llamada “imperfecta” nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Arrepentirse del pecado por temor al castigo de Dios, vergüenza del acto que se comete, miedo a las penas que puedan sobrevenir y consecuencias humanas y sociales que se pueden padecer es suficiente dolor de atrición para recibir fructuosamente el sacramento de la Reconciliación. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia (Cc. De Trento: DS 1678,1705;Cat 1453).
La confesión, incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. En el sacramento constituye una parte esencial. Los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente (Cat 1456), según su formación religiosa personal.
Según el mandamiento de la Iglesia “todo fiel llegado a la edad de uso de razón debe confesar, al menos una vez al año, los pecados graves de que tiene conciencia (CIC c 989;Cat 1457).
Sin ser estrictamente necesaria la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (CIC 988;Cat 1458).
MINISTRO DEL SACRAMENTO
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