Después de la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, no hay en el Cielo santo mayor que San José, por ser el esposo de la Madre de Dios, y el Padre legal o adoptivo de Jesucristo, Dios. Podríamos decir que, haciendo un parangón teológico con María, Corredentora, San José es el Corredentor del género humano de manera teológica comparativa.
Jesucristo, Dios, es el Redentor del género humano, como causa principal y eficiente, y María, Corredentora, como causa secundaría complementaria, formando un solo principio de Redención. Si María es Corredentora del género humano en sentido propio, San José es el Corredentor en sentido figurado, porque juntamente con María colaboró plenamente en la Redención. Ejerció esta altísima misión cuidando a Jesús, Redentor con la oración y el trabajo santificador.
Por ser esposo de
María y Padre legal de Jesús es el Patrono de la
Iglesia y de los sacerdotes. Tal
vez este título de honor teológico , la Iglesia se lo podría haber concedido a
San Pedro, por ser el primer papa o acaso a San Juan, privilegiado amigo
de Jesús y gran teólogo.
Aparece siempre en el Evangelio con un
papel de extra, personaje de referencias, acompañando a
María con virtuosos comportamientos de simple esposo, que hay que imaginar. San
Mateo nos facilita la única biografía de San José que existe
con esta oración sustantiva: "José era un hombre justo" (Mt
1,19). Justo quiere decir en la terminología bíblica y teológica
cumplidor de la ley, temeroso de Dios, perfecto, santo. Fue el Santo del
Silencio en la tierra, pues no sabemos quienes fueron sus padres, cómo fue su
niñez, su juventud, escasas cosas de su vida evangélica, nada de su muerte, ni
el lugar donde murió ni fue enterrado. Su oración de elevada
contemplación mística fue superior a la de los místicos más renombrados de la
Iglesia católica, en la que conjugaba la alta contemplación con la acción
ordinaria, sin manifestaciones espectaculares. Era un estar a gusto
con Dios en la tierra, como viviendo en estado místico el gozo del Cielo; y su
acción la realización sublime y perfecta de las cosas sencillas y
ordinarias de la vida.
A imitación de
San José, nosotros debemos orar y trabajar no solamente para perfeccionar
nuestra personalidad, sino también para contribuir al bien social
del mundo y de la Iglesia con perspectiva de la vida eterna en el Cielo. Porque
la oración, humanamente divinizada, cualquiera que sea, realizada con
las deficiencias propias de la naturaleza humana, y la acción orante y
contemplativa santifican y apostolizan.
Imitemos a San
José, pues haciendo bien y con amor lo que tenemos que hacer, y cumpliendo la
voluntad de Dios, según la vocación que cada uno ha recibido del Espíritu
Santo, podemos ser santos y apóstoles en la Iglesia.
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