sábado, 24 de septiembre de 2022

Vigésimo sexto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

    Muchas veces, hermanos, creemos que si tuviéramos al lado un buen
sacerdote, un director espiritual,  un digno confesor, si dispusiéramos de un ambiente propicio, y estuviéramos liberados de unas circunstancias pecaminosas, tendríamos fe. Y pensamos que si no somos mejores y estamos enredados en el mundo y en el pecado es por culpa de las circunstancias. Y esto en gran parte es un error.

    La fe no viene con el esfuerzo personal del estudio metódico y profundo de la filosofía, razonando sobre las cinco clásicas vías de Santo Tomás de Aquino que prueban la existencia de Dios; ni de la investigación de la Historia, maestra de la vida, ni de la reflexión de otras disciplinas: ni nace del ambiente cristiano familiar y social. Todas estas circunstancias pueden ser medios para transmitir la fe y conservarla, pero no la causan por sí mismas. La fe es un don divino que el Espíritu Santo regala a quien quiere, cuando quiere y de la manera que quiere, de muchas maneras y en diversas intensidades.

     La experiencia, madre de la ciencia, nos lo enseña. Se dan casos de inminentes filósofos y sabios que con el angustioso esfuerzo de la razón han buscado a Dios y no lo encontraron, quedando sumidos en el existencialismo, agnosticismo o ateísmo práctico. Conocemos familias muy cristianas, comprometidas con la Iglesia, que dieron a sus hijos ejemplos de fe viva y moralidad católica consecuente, y que gastaron parte de su capital en procurar para ellos los mejores colegios religiosos de su tiempo. Y cuando estos niños llegaron a la edad de la pubertad, por distintas razones personales y ambientales abandonaron la fe de los padres y se entregaron al desenfreno de las pasiones en este mundo en que vivimos plagado de vicios contagiosos y malas costumbres justificadas.

     Por otra parte, hay familias buenas, de costumbres cristianas, pero no religiosas practicantes, que tienen hijos sacerdotes y monjas de clausura muy en contra de su voluntad y con disgusto demostrado. Pero debido a un ambiente piadoso de circunstancias ocasionales encontraron a Cristo, sin buscarlo, y hoy militan en las primeras filas de los consagrados a Dios con heroísmo. Conocemos casos.            

    La fe, hermanos, repito, viene de Dios misteriosamente. El último versículo del Evangelio, que acabamos de proclamar en el nombre del Señor, es un argumento que justifica lo que hasta ahora acabo de decir: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas no harán caso, ni aunque resucite un muerto”.

     No penséis, hermanos, que si se hiciese un milagro la gente iba a creer o se iba a convertir. Pudiera ser, pero no es este hecho un argumento contundente para que venga la fe o la conversión de los pecadores. De la misma manera el que tiene fe y  vive su conversión cristiana, no la pierde por los males que le vengan en el mundo.          

     Muchos de nosotros hemos padecido pruebas muy duras. Acaso, las estamos padeciendo y no por eso se debilita la fe, sino que más bien se fortalece más. Hemos oído decir: yo antes era bueno, fui monaguillo, miembro de Acción Católica, pero conocí un cristiano de muchas Iglesia, un sacerdote del que aprendí malos ejemplos y por su culpa perdí la fe. Es una desgracia que esto te haya sucedido a ti que acaso me escuchas, y haya influido en la pérdida de tu fe. Pero te digo con el corazón en la mano y con la fuerza de la experiencia de muchos años de trato sacerdotal con fieles que el que tiene mucha fe, bien arraigada en el corazón, por nada del mundo la pierde. Es más, si está bien combatida por luchas, adversidades y pecados, por muchos y graves que sean los escándalos que se reciban, la fe se robustece, si Dios el Padre de las misericordias, nos saca ilesos de los duros combates que tenemos que mantener.

      Dice el apóstol San Pablo escribiendo a Timoteo: “Combate el buen combate de la fe”. Llevamos la gracia de Dios en vasijas de barro, dice el apóstol San Pablo, y tenemos que conservarla con el alimento de la vida espiritual y en buenos ambientes, como quien quiere tener siempre florido un jardín o una flor rica y delicada en una maceta. Hay que cuidarla, como se debe cuidar la salud, la memoria y el dinero, porque se puede perder. Conozco casos de personas muy cristianas y muy buenas, que siendo ejemplares en su profesión y ejemplares, incluso, en su vocación, después, no solamente perdieron la vocación, sino también la fe. Ahora mismo me estoy acordando de una persona por la que voy a pedir especialmente en la Misa, que en su niñez era un ángel, fervorosa en su juventud, y por circunstancias que Dios sólo sabe y el demonio también, anda por esos mundos de Dios dando tumbos en la fe y con el corazón roto por el pecado. Espero de Dios su misericordiosa recomposición.

      Por tanto, hermanos, lo primero que tenemos que hacer es agradecer al Señor, tener fe. Tengo fe, gracias a Dios, con todos los “aunques” y con todos los “sin embargos”: aunque pecador, débil, sexual, insolente, mentiroso, soberbio... pero, sin embargo hombre de fe, a pesar de todo, en gracia de Dios y dentro de la Iglesia y con paz de arrepentimiento de mi vida pasada con el deseo de una vida en presente santificada. Sin Embargo, tengo fe, aunque dejo mucho que desear, pues la fe, siendo una virtud “objetiva”, está siempre subjetivada en el corazón. Me parece que debo explicar mejor la última frase: La fe es objetiva, pero está subjetivada en el corazón del hombre.

     La verdad es objetiva, está revelada por Dios y se ha de hacer subjetiva en cada persona. No es la que cada uno piensa, ni el consenso común de los filósofos que discurren sobre la ética, ni la norma de la costumbre de los pueblos, ni el acuerdo parlamentario de un gobierno, ni la ley de un monarca. Es la que Dios ha revelado y la Iglesia nos enseña. La fe es una adhesión personal a Cristo y un seguimiento de Él, que es la Verdad divina, infinita y eterna. Pero estando en la verdad, cada uno la vive de manera subjetiva, según es la persona que la vive.

    Decimos muchísimas veces: Esta persona es tan rara, tan extraña, tan beata, que no sé cómo es la fe que vive. Pues la vive conforme ella es: con equilibrios o desequilibrios, con apasionamientos y apatías, con virtudes y defectos... Esto pasa también en el orden de las cosas humanas. Puede haber un buen médico y un buen profesional que actúe prodigiosamente con los nervios rotos. Santo Tomás decía, lo voy a decir en latín y luego lo voy a trazducir en un castellano popularizado. Quidquid recípitur al modum recipientis recípitur. Lo que se recibe en un recipiente, adopta la forma del continente donde se recibe. Valga un ejemplo: el agua que se vierte en un cántaro, en un botijo, en un florero, en una tubería de diversos diámetros y distintas formas, adopta el modelo del recipiente donde se contiene.

    La fe se vive según uno es, conforme ha sido hecho por Dios o se ha deshecho uno a sí mismo por el Pecado ¿Quién no tiene algún desajuste psicológico, alguna marca en su personalidad motivada por hechos y circunstancias de la niñez o juventud? ¿Quién no ha sufrido una mala educación familiar y social, y religiosa, moral y cívica, debida a los tiempos o ambientes de los tiempos? ¿Quién no tiene alguna rareza congénita o adquirida? ¿Quién no tiene alguna manía? Todos somos débiles por naturaleza o por el hábito de los pecados cometidos en la vida pasada o presente, cuya responsabilidad moral sólo Dios sabe? Pero las fe, gran misterio del amor misericordioso de Dios, coexiste con las miserias y debilidades del hombre, y se expresa y se vive con ellas.

    Pues, bien, hermanos, demos gracias al Señor, que nos ha concedido este fe, esta fe que la tenemos que vivir personalmente como somos y no de otra manera, que tenemos que defender  y combatir con nuestras propias fuerzas, potenciadas por la gracia de Dios.

    La fe, hermanos, nos hace conquistar la vida eterna a la que hemos sido llamados. No recapacitamos lo suficiente sobre la sublime realidad de que somos eternos. Hacemos muchos proyectos, luchamos por la conquista de muchas cosas, por el poder y el dinero, y no nos damos cuenta que vamos a morir, que tenemos que trabajar para la conquista de la vida eterna, combatiendo el buen combate de la fe,  el gran regalo de Dios que nos hacer vivir, arrepentidos de nuestros pecados, con la esperanza de conquistar el Reino de los Cielos por la misericordia infinita de Dios. 

 

sábado, 17 de septiembre de 2022

Vigésimo quinto domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo C

 

            


    En el Evangelio de hoy la Palabra de Dios nos propone la parábola del administrador infiel, que expuso Jesucristo a sus discípulos:  “Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: ¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión porque quedas despedido”.

 

            Como respuesta el administrador adoptó una actitud astuta. Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo, y a cada uno le fue haciendo una rebaja de la deuda que tenía contraída. Al que debía cien barriles de aceite, le rebajó cincuenta; al que debía cien fanegas de trigo, le rebajó veinte, y así hizo con todos. Cuando el amo se enteró de su modo de proceder, le felicitó no por el robo que había hecho, sino por la astucia con que había procedido. Con estas palabras Jesús nos dio a entender que debemos ser  sagaces para negociar el Reino de los Cielos, “porque los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz”.

          Jesús, sacando la moraleja de esta parábola, nos habló de la fidelidad en la administración, advirtiendo que el que no es fiel en lo poco, no puede ser fiel en lo mucho, terminando con una frase lapidaria, que todo el mundo conoce: “No podéis servir a Dios y al dinero”. Expliquemos este texto que hemos elegido como tema para la homilía de hoy.

         Hay en el mundo dos dioses a quienes no se puede servir a la vez porque se contraponen: el dios dinero y el Dios, Señor de todas las cosas creadas. El dinero, considerado como dios, es como un cáncer que corrompe al hombre y produce en él la metástasis de otros vicios. El que vive por el dinero y para el dinero trabaja, como fin único y supremo, pierde la sensibilidad del bien, se aparta de Dios, se desliza vertiginosamente por la cuesta de los vicios, se estrella contra la gracia de Dios y cae en el pecado empedernido. No debemos  servir al dinero, como esclavos de él, sino servirnos del dinero, como señores. 

 El dinero es en sí mismo bueno, necesario para vivir, pero no como fin del hombre, sino como medio para conseguir la felicidad temporal y eterna. El dinero que genera riqueza,  es un bien creado por Dios para el bien de todos los hombres, con el fin de que cada uno tenga proporcionalmente en justicia lo necesario para vivir dignamente; y es también un  bien para la Sociedad, porque tiene una función social: ayudar a otros a vivir bien, creando puestos de trabajo, mejorar el bienestar de la Sociedad en  la que vivimos, colaborar a erradicar el hambre en el mundo y a que los hombres de la Tierra gocen de los bienes creados por Dios para todos. Tenemos que trabajar para ganar el dinero necesario para vivir cada día mejor, disfrutando de las muchas cosas buenas que hay en el mundo, pues Dios se alegra cuando, como niños, gozamos de los juguetes de las cosas, que nos alegran y hacen felices, como un padre disfruta cuando sus hijos pequeños juegan  con los juguetes que les echaron los reyes magos con alborozo y alegría. Hay que vivir bien, cada uno según su condición social, lugar y tiempo en que vive. La riqueza justa no solamente tiene una finalidad personal y familiar, querida por Dios, sino que además debe de ser destinada para los que tienen menos o no tienen nada y para el bien común de la Sociedad y de la Iglesia. Un buen cristiano no puede desentenderse de los justos problemas del Estado, y debe aportar de sus bienes un porcentaje para Hacienda; ni conformarse con ayudar a la Iglesia con limosnas en las colectas o cepillos, o con aportaciones económicas por los servicios religiosos recibidos, a modo de paga voluntaria, sino que debe en conciencia “ayudar a la Iglesia en sus necesidades”, en cumplimiento del quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia. Ayudar a la Iglesia económicamente o con prestaciones personales para que pueda cumplir su misión evangelizadora no es una devoción, un gusto, sino una obligación de conciencia cristiana.

La pobreza, entendida  como virtud, es un precepto del Señor. Consiste en vivir lo mejor posible con el dinero que se gana justamente, según la ley de Dios, teniendo un sentido comunitario de los bienes de la Tierra que sobran, que son de los pobres, o que, sin perjuicio de la economía personal o familiar, otros necesitan vitalmente. Concebida como virtud evangélica, es un consejo del Señor para aquellos que con vocación de consagración quieran seguir a Jesucristo, pobre, con un corazón desprendido y como medio de mayor perfección. La miseria, es decir, la pobreza  de carecer de lo necesario para vivir dignamente, es un pecado social grave, cometido por la injusta administración política y es consecuencia del abuso de la riqueza por parte de los hombres.  Dios alaba y bendice la pobreza preceptuada, aconseja a los vocacionados la pobreza evangélica, y recrimina y condena la miseria.   

sábado, 10 de septiembre de 2022

Vigésimo cuarto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 

En la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de este domingo aparece un fragmento de la carta del apóstol San Pablo a su discípulo Timoteo, que es modelo de profunda humildad, insuperable, en la que le hace una confesión general de su vida pasada, gracias a la misericordia que el Señor tuvo con él y al derroche de su gracia, que le regaló la fe y el amor cristiano: Estas son sus palabras: ”Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era una blasfemo, un perseguidor y un violento. Pero Dios tuvo compasión de mí, porque yo no  sabía lo que hacía. Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano”

 

Vamos a ocupar el tiempo de la homilía en hacer un comentario a este texto para que, reconociendo la confianza que el Señor ha tenido con nosotros, a pesar de nuestros pecados, seamos fieles al ministerio que el Señor nos ha confiado; y reconozcamos que por la misericordia que Dios ha tenido para cada uno de nosotros y el derroche de su gracia, nos ha regalado la fe y el amor cristiano.

Pocos cristianos se atreven a hacer una confesión pública de los pecados graves de su vida a un amigo o delante de una comunidad cristiana. ¿Quién de nosotros sería capaz de subir al ambón y decir todos sus pecados o los más graves de su vida pasada o presente? Tampoco es necesario, ni lo mejor ni lo aconsejable. En cambio, el apóstol San Pablo dejó escrito  en una carta dirigida a su discípulo Timoteo  los más graves pecados de su vida, antes de su conversión, para el conocimiento de todos hasta el fin de los tiempos. ¡Qué humildad más profunda! Si alguien dijera ahora en público sus pecados aquí en la Iglesia, los sabríamos los que estamos presentes ahora en la Santa Misa, aquellos a quienes se los comentáramos en confianza, pero no todo el mundo y para siempre.

San Pablo reconoce y confiesa su antes, lo que era: un blasfemo, un perseguidor y un violento”, y su ahora: apóstol de Cristo. Y no sale de su asombro al comprobar que a pesar de todo Cristo se fio de él.

La gracia de Dios todo lo puede, incluso lo que a los hombres parece imposible. Aunque actúa generalmente al modo humano, siendo sobrenatural, algunas veces, a modo de excepción, convierte al pecador en santo, como sucedió en el caso de San Pablo. Cuando decimos que convierte al pecador en santo, no queremos decir que hace una transformación total del hombre en el acto, de manera que en un instante el pecador queda convertido en santo canonizable. No es así, aunque la gracia de Dios puede hacerlo. La conversión consiste en un cambio radical de voluntad: un deseo, una especie de instinto sobrenatural que empuja irresistiblemente al pecador a cambiar de vida, a seguir a Cristo, sin que al principio se sepa cómo. El pecador tocado por la gracia empieza a cambiar de mentalidad, a conocer a Cristo en la Iglesia, a luchar contra el pecado, a dejar el mundo y los caminos que le llevan al peligro de pecar. Pero tiene que mantener una lucha constante para vencer el pecado, hacer muchos sacrificios para ejercitar las virtudes, superar muchas dificultades de todo tipo.

En el pecador arrepentido las pasiones siguen en pie de guerra, y los malos hábitos adquiridos permanecen en su naturaleza. Entonces Dios multiplica su gracia, sin medida, a la que el convertido corresponde con generosidad y sacrificio. Y se empieza el camino progresivo de santidad, más o menos rápido, según la fuerza de la gracia y la correspondencia a ella. En el transcurso de conversión permanente se aumenta el conocimiento de Dios, desciende la fuerza de las pasiones, se disminuye el número de pecados y aumenta  progresivamente la gracia.

       Supongo que San Pablo fue convirtiéndose poco a poco, y no de repente, aunque con una rapidez vertiginosa, propia del milagro de la gracia tumbativa que se realizó en él. Pero la conversión no destruyó su propia naturaleza, sino que la sobrenaturalizó. En sus epístolas se nota su carácter violento, ya controlado, y un estilo temperamental en ciertas palabras y frases

Lo que más le conmovió a san Pablo fue que a pesar de haber sido el que fue: blasfemo, perseguidor de Jesús y violento, el Señor se fio de él y le confió su ministerio: “porque Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano, porque no sabía lo que hacía”.

San Pablo concluye su confesión invitando a que nos fiemos de las palabras que él dice, y para que creamos que ”Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero”. Por eso, de la misma manera que perdonó a San Pablo y se fió de él, nos ha perdonado a todos los que estamos escuchando la Palabra de Dios, y podemos decir lo mismo que él: El Señor se fió de mí, a pesar de mi pobreza personal, miserias y pecados. No vamos a hacer aquí en público una confesión de los pecados que hayamos cometido en nuestra vida pasada o hemos cometido en nuestra vida presente. Pero invito a que cada uno reconozca en su corazón el historial negro de los pecados cometidos; y sienta en su interior vergüenza de ellos y gratitud a Dios Padre, que nos ha elegido para ser cristianos, a pesar de nuestros pecados. Dejemos unos segundos en silencio para recordar nuestro comportamiento, sobre todo en cuanto a los pecados graves, si es que los hemos cometido. El Señor se fió de mí, que no he sido de fiar, ni soy de fiar, porque he perseguido a Jesucristo. Y a pesar de mi vida, más o menos pecaminosa, como la de San Pablo, Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe, conservándome en ella y en el amor cristiano. Muchos cristianos, con más valores que nosotros y con mayores gracias, perdieron la fe, y nosotros la conservamos todavía, sin mérito alguno por nuestra parte, gracias a la infinita misericordia de Dios Padre.

Lo mismo que San Pablo, estamos en estado de conversión permanente. Tenemos que luchar contra el pecado para vencer en nosotros a la fuerza del mal,  cooperando a la gracia de Dios con todas nuestra fuerzas. Y aunque pequemos, no nos desanimemos en el camino de la santidad, que es angosto y difícil, sino que protegidos y amparados por la gracia de Dios, caminemos con la cruz a cuestas de nuestros pecados y contrariedades de la vida, siendo fieles a quien se fió de nosotros, sin merecerlo, trabajando por la vida eterna, dando gracias al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos.

sábado, 3 de septiembre de 2022

Vigésimo tercer domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo C

        


         
    El texto del libro de la Sabiduría de la primera lectura de la liturgia de la
Palabra, que estamos celebrando, nos dice que el hombre no conoce el designio de Dios ni comprende lo que Dios quiere, porque los pensamientos de los mortales son inseguros y nuestros razonamientos son falibles. Esta verdad es evidente,  porque Dios, el Ser eterno, infinitamente perfecto, sabio, todopoderoso, con atributos divinos que los hombres imaginamos en Él, sacados de las criaturas, no cabe dentro del entendimiento del hombre, como no cabe la inmensidad de las aguas de los mares y océanos de la Tierra en un dedal. Si Dios, el Ente necesario, no puede ser entendido por el hombre, tampoco su entender, ni su querer. Su entendimiento divino, infinito, no puede ser comprendido por la inteligencia humana, finita, que conoce la verdad con limitaciones, errores, esfuerzos, dificultades; ni su voluntad divina, puede ser entendida por el  hombre, que conoce la voluntad humana que quiere y no quiere, ama con egoísmos, e incluso odia. Por eso, nos dice el libro de la Sabiduría que los pensamientos de los mortales son inseguros y sus razonamientos falibles.

           Sabemos por la fe, y hasta por la lógica de la razón humana, que Dios es absolutamente perfecto, de tal manera que no se puede concebir en él defecto alguno, porque repugna metafísicamente la convivencia de la bondad divina con el mal. Creemos que todo lo que Dios hace o permite concurre para el bien de los que ama el Señor, como nos dice la Sagrada Escritura, y en concreto San Pablo (Rm 8, 28).  Sin embargo, la raquítica inteligencia del hombre no comprende el por qué de tantos males físicos que hay en el mundo, que no dependen de la libertad humana, como son ciertos fenómenos de la Naturaleza: volcanes, inundaciones, terremotos,...; ni tampoco por qué existen tantos nacimientos de discapacitados físicos y psíquicos, desgracias corporales en el hombre que Él quiere, pero que reportan muchos males para la Sociedad y para las familias; ni por qué existe el pecado, ni por qué Dios conserva la salud de los que hacen muchos males, y no los impide, aunque sea por el respeto a la libertad del individuo. La fe nos dice, y lo creemos, que los males físicos y materiales no son males absolutos, sino relativos, y medios para la salvación eterna, que es el bien supremo y último del hombre. Sabemos que todos los males del mundo tienen un fin universal en bien de todos los hombres, que entenderemos en el Cielo, cuando veamos en la esencia divina, única y trinitaria, el por qué de todas las cosas. Así lo esperamos con el consuelo de la fe, aunque la razón humana se resiste a conciliar el amor de Dios con las desgracias humanas que quiere o permite.

           Pero todavía existe otro misterio que para nuestra limitada capacidad de entender es una incógnita insoluble: ¿Cómo entenderá y juzgará Dios el corazón del hombre en sus acciones, que nos parecen malas o son estimadas por los hombres como tales? El conocimiento de la intimidad del corazón del hombre es una exclusiva de la sabiduría omnipotente de Dios, misericordiosa, que ni siquiera la Iglesia juzga, según el adagio teológico: “De las cosas internas ni la Iglesia juzga”.

          La triste experiencia de la Historia nos dice los horrendos crímenes que han existido siempre, los gravísimos pecados que han cometido los hombres en todos los tiempos; y hoy mismo, comprobamos el desmadre moral que hay en la Sociedad, la barbarie de nuestro tiempo, las injusticias que claman al Cielo y el caos de degradación social de la moral natural, religiosa y católica que existe en todo el mundo. Para mí, Dios es más sabio y poderoso, cuando comprende y evalúa la conciencia humana de cada hombre, en su justo precio divino, que humanamente no se puede juzgar con rigurosa justicia, porque entra en juego la misteriosa libertad del hombre y su responsabilidad moral, que cuando creó el mundo de la nada. Si la malicia del hombre, que existe y existirá hasta el fin de los tiempos, se juzgara con criterios humanos, la conclusión sería que la mayor parte de los hombres se condenan, si nos atenemos a la moral católica que aprendimos, vivimos y enseñamos. Pero estoy seguro de que Dios, infinitamente sabio y misericordioso, juzgará a los hombres de distinta manera que los juzgamos nosotros, porque los pensamientos de los mortales son inseguros y nuestros razonamientos son falibles.  

           Con una sencilla observación vemos que hay muchos hombres que no creen, pero que en algunos actos virtuosos nos “dan sopas con hondas”; y que  muchos cristianos actúan de manera que no concebimos y viven con la mayor tranquilidad del mundo y con una paz envidiable. Muchos cristianos que conocen la doctrina de la Iglesia, la escuchan, y no la cumplen. ¿Por falta de fe? ¿Por incapacidad subjetiva? ¿Por...? ¡Cualquiera sabe las profundas motivaciones del obrar del hombre, tan defectuoso, débil y pecador!

Y si nos atenemos al hombre del mundo, no hace falta hacer esfuerzo alguno para comprobar que la gente vive materializada, apegada a los placeres  mundanos, de espaldas a la ley de Dios y de la Iglesia, con una moral caprichosa subjetiva, circunstancial. ¿Cómo conciliará Dios su justicia con su misericordia, a la hora de juzgar los pecados que están en el corazón de cada hombre?

          Es un consuelo pensar y saber que sólo Dios, y nadie más que Dios, puede juzgar al hombre, su hijo, creado por Él para la salvación eterna, “porque los pensamientos de los mortales son inseguros y nuestros razonamientos son falibles”.