sábado, 3 de septiembre de 2022

Vigésimo tercer domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo C

        


         
    El texto del libro de la Sabiduría de la primera lectura de la liturgia de la
Palabra, que estamos celebrando, nos dice que el hombre no conoce el designio de Dios ni comprende lo que Dios quiere, porque los pensamientos de los mortales son inseguros y nuestros razonamientos son falibles. Esta verdad es evidente,  porque Dios, el Ser eterno, infinitamente perfecto, sabio, todopoderoso, con atributos divinos que los hombres imaginamos en Él, sacados de las criaturas, no cabe dentro del entendimiento del hombre, como no cabe la inmensidad de las aguas de los mares y océanos de la Tierra en un dedal. Si Dios, el Ente necesario, no puede ser entendido por el hombre, tampoco su entender, ni su querer. Su entendimiento divino, infinito, no puede ser comprendido por la inteligencia humana, finita, que conoce la verdad con limitaciones, errores, esfuerzos, dificultades; ni su voluntad divina, puede ser entendida por el  hombre, que conoce la voluntad humana que quiere y no quiere, ama con egoísmos, e incluso odia. Por eso, nos dice el libro de la Sabiduría que los pensamientos de los mortales son inseguros y sus razonamientos falibles.

           Sabemos por la fe, y hasta por la lógica de la razón humana, que Dios es absolutamente perfecto, de tal manera que no se puede concebir en él defecto alguno, porque repugna metafísicamente la convivencia de la bondad divina con el mal. Creemos que todo lo que Dios hace o permite concurre para el bien de los que ama el Señor, como nos dice la Sagrada Escritura, y en concreto San Pablo (Rm 8, 28).  Sin embargo, la raquítica inteligencia del hombre no comprende el por qué de tantos males físicos que hay en el mundo, que no dependen de la libertad humana, como son ciertos fenómenos de la Naturaleza: volcanes, inundaciones, terremotos,...; ni tampoco por qué existen tantos nacimientos de discapacitados físicos y psíquicos, desgracias corporales en el hombre que Él quiere, pero que reportan muchos males para la Sociedad y para las familias; ni por qué existe el pecado, ni por qué Dios conserva la salud de los que hacen muchos males, y no los impide, aunque sea por el respeto a la libertad del individuo. La fe nos dice, y lo creemos, que los males físicos y materiales no son males absolutos, sino relativos, y medios para la salvación eterna, que es el bien supremo y último del hombre. Sabemos que todos los males del mundo tienen un fin universal en bien de todos los hombres, que entenderemos en el Cielo, cuando veamos en la esencia divina, única y trinitaria, el por qué de todas las cosas. Así lo esperamos con el consuelo de la fe, aunque la razón humana se resiste a conciliar el amor de Dios con las desgracias humanas que quiere o permite.

           Pero todavía existe otro misterio que para nuestra limitada capacidad de entender es una incógnita insoluble: ¿Cómo entenderá y juzgará Dios el corazón del hombre en sus acciones, que nos parecen malas o son estimadas por los hombres como tales? El conocimiento de la intimidad del corazón del hombre es una exclusiva de la sabiduría omnipotente de Dios, misericordiosa, que ni siquiera la Iglesia juzga, según el adagio teológico: “De las cosas internas ni la Iglesia juzga”.

          La triste experiencia de la Historia nos dice los horrendos crímenes que han existido siempre, los gravísimos pecados que han cometido los hombres en todos los tiempos; y hoy mismo, comprobamos el desmadre moral que hay en la Sociedad, la barbarie de nuestro tiempo, las injusticias que claman al Cielo y el caos de degradación social de la moral natural, religiosa y católica que existe en todo el mundo. Para mí, Dios es más sabio y poderoso, cuando comprende y evalúa la conciencia humana de cada hombre, en su justo precio divino, que humanamente no se puede juzgar con rigurosa justicia, porque entra en juego la misteriosa libertad del hombre y su responsabilidad moral, que cuando creó el mundo de la nada. Si la malicia del hombre, que existe y existirá hasta el fin de los tiempos, se juzgara con criterios humanos, la conclusión sería que la mayor parte de los hombres se condenan, si nos atenemos a la moral católica que aprendimos, vivimos y enseñamos. Pero estoy seguro de que Dios, infinitamente sabio y misericordioso, juzgará a los hombres de distinta manera que los juzgamos nosotros, porque los pensamientos de los mortales son inseguros y nuestros razonamientos son falibles.  

           Con una sencilla observación vemos que hay muchos hombres que no creen, pero que en algunos actos virtuosos nos “dan sopas con hondas”; y que  muchos cristianos actúan de manera que no concebimos y viven con la mayor tranquilidad del mundo y con una paz envidiable. Muchos cristianos que conocen la doctrina de la Iglesia, la escuchan, y no la cumplen. ¿Por falta de fe? ¿Por incapacidad subjetiva? ¿Por...? ¡Cualquiera sabe las profundas motivaciones del obrar del hombre, tan defectuoso, débil y pecador!

Y si nos atenemos al hombre del mundo, no hace falta hacer esfuerzo alguno para comprobar que la gente vive materializada, apegada a los placeres  mundanos, de espaldas a la ley de Dios y de la Iglesia, con una moral caprichosa subjetiva, circunstancial. ¿Cómo conciliará Dios su justicia con su misericordia, a la hora de juzgar los pecados que están en el corazón de cada hombre?

          Es un consuelo pensar y saber que sólo Dios, y nadie más que Dios, puede juzgar al hombre, su hijo, creado por Él para la salvación eterna, “porque los pensamientos de los mortales son inseguros y nuestros razonamientos son falibles”.

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