El texto del libro de la Sabiduría de la
primera lectura de la liturgia de la
Palabra, que estamos celebrando, nos dice
que el hombre no conoce el designio de Dios ni comprende lo que Dios quiere,
porque los pensamientos de los mortales son inseguros y nuestros razonamientos
son falibles. Esta verdad es evidente,
porque Dios, el Ser eterno, infinitamente perfecto, sabio, todopoderoso,
con atributos divinos que los hombres imaginamos en Él, sacados de las
criaturas, no cabe dentro del entendimiento del hombre, como no cabe la
inmensidad de las aguas de los mares y océanos de la Tierra en un dedal. Si
Dios, el Ente necesario, no puede ser entendido por el hombre, tampoco su
entender, ni su querer. Su entendimiento divino, infinito, no puede ser
comprendido por la inteligencia humana, finita, que conoce la verdad con
limitaciones, errores, esfuerzos, dificultades; ni su voluntad divina, puede ser
entendida por el hombre, que conoce la
voluntad humana que quiere y no quiere, ama con egoísmos, e incluso odia. Por
eso, nos dice el libro de la Sabiduría que los pensamientos de los mortales son inseguros y sus razonamientos falibles.
Sabemos
por la fe, y hasta por la lógica de la razón humana, que Dios es absolutamente
perfecto, de tal manera que no se puede concebir en él defecto alguno, porque
repugna metafísicamente la convivencia de la bondad divina con el mal. Creemos
que todo lo que Dios hace o permite concurre para el bien de los que ama el
Señor, como nos dice la Sagrada Escritura, y en concreto San Pablo (Rm 8,
28). Sin embargo, la raquítica
inteligencia del hombre no comprende el por qué de tantos males físicos que hay
en el mundo, que no dependen de la libertad humana, como son ciertos fenómenos
de la Naturaleza: volcanes, inundaciones, terremotos,...; ni tampoco por qué
existen tantos nacimientos de discapacitados físicos y psíquicos, desgracias
corporales en el hombre que Él quiere, pero que reportan muchos males para la
Sociedad y para las familias; ni por qué existe el pecado, ni por qué Dios
conserva la salud de los que hacen muchos males, y no los impide, aunque sea
por el respeto a la libertad del individuo. La fe nos dice, y lo creemos, que
los males físicos y materiales no son males absolutos, sino relativos, y medios
para la salvación eterna, que es el bien supremo y último del hombre. Sabemos
que todos los males del mundo tienen un fin universal en bien de todos los
hombres, que entenderemos en el Cielo, cuando veamos en la esencia divina,
única y trinitaria, el por qué de todas las cosas. Así lo esperamos con el
consuelo de la fe, aunque la razón humana se resiste a conciliar el amor de
Dios con las desgracias humanas que quiere o permite.
Pero
todavía existe otro misterio que para nuestra limitada capacidad de entender es
una incógnita insoluble: ¿Cómo entenderá y juzgará Dios el corazón del hombre
en sus acciones, que nos parecen malas o son estimadas por los hombres como tales?
El conocimiento de la intimidad del corazón del hombre es una exclusiva de la
sabiduría omnipotente de Dios, misericordiosa, que ni siquiera la Iglesia
juzga, según el adagio teológico: “De las cosas internas ni la Iglesia juzga”.
La
triste experiencia de la Historia nos dice los horrendos crímenes que han
existido siempre, los gravísimos pecados que han cometido los hombres en todos
los tiempos; y hoy mismo, comprobamos el desmadre moral que hay en la Sociedad,
la barbarie de nuestro tiempo, las injusticias que claman al Cielo y el caos de
degradación social de la moral natural, religiosa y católica que existe en todo
el mundo. Para mí, Dios es más sabio y poderoso, cuando comprende y evalúa la
conciencia humana de cada hombre, en su justo precio divino, que humanamente no
se puede juzgar con rigurosa justicia, porque entra en juego la misteriosa
libertad del hombre y su responsabilidad moral, que cuando creó el mundo de la
nada. Si la malicia del hombre, que existe y existirá hasta el fin de los tiempos,
se juzgara con criterios humanos, la conclusión sería que la mayor parte de los
hombres se condenan, si nos atenemos a la moral católica que aprendimos,
vivimos y enseñamos. Pero estoy seguro de que Dios, infinitamente sabio y
misericordioso, juzgará a los hombres de distinta manera que los juzgamos
nosotros, porque los pensamientos de los mortales son inseguros y nuestros
razonamientos son falibles.
Con
una sencilla observación vemos que hay muchos hombres que no creen, pero que en
algunos actos virtuosos nos “dan sopas con hondas”; y que muchos cristianos actúan de manera que no
concebimos y viven con la mayor tranquilidad del mundo y con una paz
envidiable. Muchos cristianos que conocen la doctrina de la Iglesia, la
escuchan, y no la cumplen. ¿Por falta de fe? ¿Por incapacidad subjetiva?
¿Por...? ¡Cualquiera sabe las profundas motivaciones del obrar del hombre, tan
defectuoso, débil y pecador!
Y si nos atenemos al hombre del
mundo, no hace falta hacer esfuerzo alguno para comprobar que la gente vive
materializada, apegada a los placeres
mundanos, de espaldas a la ley de Dios y de la Iglesia, con una moral
caprichosa subjetiva, circunstancial. ¿Cómo conciliará Dios su justicia con su
misericordia, a la hora de juzgar los pecados que están en el corazón de cada
hombre?
Es
un consuelo pensar y saber que sólo Dios, y nadie más que Dios, puede juzgar al
hombre, su hijo, creado por Él para la salvación eterna, “porque los pensamientos de los mortales son inseguros y nuestros
razonamientos son falibles”.
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