En la segunda lectura de la
liturgia de la Palabra de este domingo aparece un fragmento de la carta del
apóstol San Pablo a su discípulo Timoteo, que es modelo de profunda humildad,
insuperable, en la que le hace una confesión general de su vida pasada, gracias
a la misericordia que el Señor tuvo con él y al derroche de su gracia, que le
regaló la fe y el amor cristiano: Estas son sus palabras: ”Doy gracias a Cristo Jesús,
nuestro Señor, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio. Eso
que yo antes era una blasfemo, un perseguidor y un violento. Pero Dios tuvo
compasión de mí, porque yo no sabía lo
que hacía. Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano”
Vamos a ocupar el tiempo de la
homilía en hacer un comentario a este texto para que, reconociendo la confianza
que el Señor ha tenido con nosotros, a pesar de nuestros pecados, seamos fieles
al ministerio que el Señor nos ha confiado; y reconozcamos que por la
misericordia que Dios ha tenido para cada uno de nosotros y el derroche de su
gracia, nos ha regalado la fe y el amor cristiano.
Pocos cristianos se atreven a
hacer una confesión pública de los pecados graves de su vida a un amigo o
delante de una comunidad cristiana. ¿Quién de nosotros sería capaz de subir al
ambón y decir todos sus pecados o los más graves de su vida pasada o presente?
Tampoco es necesario, ni lo mejor ni lo aconsejable. En cambio, el apóstol San
Pablo dejó escrito en una carta dirigida
a su discípulo Timoteo los más graves
pecados de su vida, antes de su conversión, para el conocimiento de todos hasta
el fin de los tiempos. ¡Qué humildad más profunda! Si alguien dijera ahora en
público sus pecados aquí en la Iglesia, los sabríamos los que estamos presentes
ahora en la Santa Misa, aquellos a quienes se los comentáramos en confianza,
pero no todo el mundo y para siempre.
San Pablo reconoce y confiesa su antes, lo que era: un
blasfemo, un perseguidor y un violento”, y su ahora: apóstol de Cristo. Y no sale de su asombro al comprobar
que a pesar de todo Cristo se fio de él.
La gracia de Dios todo lo puede,
incluso lo que a los hombres parece imposible. Aunque actúa generalmente al
modo humano, siendo sobrenatural, algunas veces, a modo de excepción, convierte
al pecador en santo, como sucedió en el caso de San Pablo. Cuando decimos que
convierte al pecador en santo, no queremos decir que hace una transformación
total del hombre en el acto, de manera que en un instante el pecador queda
convertido en santo canonizable. No es así, aunque la gracia de Dios puede
hacerlo. La conversión consiste en un cambio radical de voluntad: un deseo, una
especie de instinto sobrenatural que empuja irresistiblemente al pecador a
cambiar de vida, a seguir a Cristo, sin que al principio se sepa cómo. El
pecador tocado por la gracia empieza a cambiar de mentalidad, a conocer a
Cristo en la Iglesia, a luchar contra el pecado, a dejar el mundo y los caminos
que le llevan al peligro de pecar. Pero tiene que mantener una lucha constante
para vencer el pecado, hacer muchos sacrificios para ejercitar las virtudes,
superar muchas dificultades de todo tipo.
En el pecador arrepentido las
pasiones siguen en pie de guerra, y los malos hábitos adquiridos permanecen en
su naturaleza. Entonces Dios multiplica su gracia, sin medida, a la que el
convertido corresponde con generosidad y sacrificio. Y se empieza el camino
progresivo de santidad, más o menos rápido, según la fuerza de la gracia y la
correspondencia a ella. En el transcurso de conversión permanente se aumenta el
conocimiento de Dios, desciende la fuerza de las pasiones, se disminuye el
número de pecados y aumenta
progresivamente la gracia.
Lo que más le conmovió a san
Pablo fue que a pesar de haber sido el que fue: blasfemo, perseguidor de Jesús
y violento, el Señor se fio de él y le confió su ministerio: “porque
Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano, porque no
sabía lo que hacía”.
San Pablo concluye su confesión invitando a que nos fiemos de las palabras que él dice, y para que creamos que ”Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero”. Por eso, de la misma manera que perdonó a San Pablo y se fió de él, nos ha perdonado a todos los que estamos escuchando la Palabra de Dios, y podemos decir lo mismo que él: El Señor se fió de mí, a pesar de mi pobreza personal, miserias y pecados. No vamos a hacer aquí en público una confesión de los pecados que hayamos cometido en nuestra vida pasada o hemos cometido en nuestra vida presente. Pero invito a que cada uno reconozca en su corazón el historial negro de los pecados cometidos; y sienta en su interior vergüenza de ellos y gratitud a Dios Padre, que nos ha elegido para ser cristianos, a pesar de nuestros pecados. Dejemos unos segundos en silencio para recordar nuestro comportamiento, sobre todo en cuanto a los pecados graves, si es que los hemos cometido. El Señor se fió de mí, que no he sido de fiar, ni soy de fiar, porque he perseguido a Jesucristo. Y a pesar de mi vida, más o menos pecaminosa, como la de San Pablo, Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe, conservándome en ella y en el amor cristiano. Muchos cristianos, con más valores que nosotros y con mayores gracias, perdieron la fe, y nosotros la conservamos todavía, sin mérito alguno por nuestra parte, gracias a la infinita misericordia de Dios Padre.
Lo mismo que San Pablo, estamos
en estado de conversión permanente. Tenemos que luchar contra el pecado para
vencer en nosotros a la fuerza del mal,
cooperando a la gracia de Dios con todas nuestra fuerzas. Y aunque pequemos,
no nos desanimemos en el camino de la santidad, que es angosto y difícil, sino
que protegidos y amparados por la gracia de Dios, caminemos con la cruz a
cuestas de nuestros pecados y contrariedades de la vida, siendo fieles a quien
se fió de nosotros, sin merecerlo, trabajando por la vida eterna, dando gracias
al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los
siglos de los siglos.
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