sábado, 17 de septiembre de 2022

Vigésimo quinto domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo C

 

            


    En el Evangelio de hoy la Palabra de Dios nos propone la parábola del administrador infiel, que expuso Jesucristo a sus discípulos:  “Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: ¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión porque quedas despedido”.

 

            Como respuesta el administrador adoptó una actitud astuta. Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo, y a cada uno le fue haciendo una rebaja de la deuda que tenía contraída. Al que debía cien barriles de aceite, le rebajó cincuenta; al que debía cien fanegas de trigo, le rebajó veinte, y así hizo con todos. Cuando el amo se enteró de su modo de proceder, le felicitó no por el robo que había hecho, sino por la astucia con que había procedido. Con estas palabras Jesús nos dio a entender que debemos ser  sagaces para negociar el Reino de los Cielos, “porque los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz”.

          Jesús, sacando la moraleja de esta parábola, nos habló de la fidelidad en la administración, advirtiendo que el que no es fiel en lo poco, no puede ser fiel en lo mucho, terminando con una frase lapidaria, que todo el mundo conoce: “No podéis servir a Dios y al dinero”. Expliquemos este texto que hemos elegido como tema para la homilía de hoy.

         Hay en el mundo dos dioses a quienes no se puede servir a la vez porque se contraponen: el dios dinero y el Dios, Señor de todas las cosas creadas. El dinero, considerado como dios, es como un cáncer que corrompe al hombre y produce en él la metástasis de otros vicios. El que vive por el dinero y para el dinero trabaja, como fin único y supremo, pierde la sensibilidad del bien, se aparta de Dios, se desliza vertiginosamente por la cuesta de los vicios, se estrella contra la gracia de Dios y cae en el pecado empedernido. No debemos  servir al dinero, como esclavos de él, sino servirnos del dinero, como señores. 

 El dinero es en sí mismo bueno, necesario para vivir, pero no como fin del hombre, sino como medio para conseguir la felicidad temporal y eterna. El dinero que genera riqueza,  es un bien creado por Dios para el bien de todos los hombres, con el fin de que cada uno tenga proporcionalmente en justicia lo necesario para vivir dignamente; y es también un  bien para la Sociedad, porque tiene una función social: ayudar a otros a vivir bien, creando puestos de trabajo, mejorar el bienestar de la Sociedad en  la que vivimos, colaborar a erradicar el hambre en el mundo y a que los hombres de la Tierra gocen de los bienes creados por Dios para todos. Tenemos que trabajar para ganar el dinero necesario para vivir cada día mejor, disfrutando de las muchas cosas buenas que hay en el mundo, pues Dios se alegra cuando, como niños, gozamos de los juguetes de las cosas, que nos alegran y hacen felices, como un padre disfruta cuando sus hijos pequeños juegan  con los juguetes que les echaron los reyes magos con alborozo y alegría. Hay que vivir bien, cada uno según su condición social, lugar y tiempo en que vive. La riqueza justa no solamente tiene una finalidad personal y familiar, querida por Dios, sino que además debe de ser destinada para los que tienen menos o no tienen nada y para el bien común de la Sociedad y de la Iglesia. Un buen cristiano no puede desentenderse de los justos problemas del Estado, y debe aportar de sus bienes un porcentaje para Hacienda; ni conformarse con ayudar a la Iglesia con limosnas en las colectas o cepillos, o con aportaciones económicas por los servicios religiosos recibidos, a modo de paga voluntaria, sino que debe en conciencia “ayudar a la Iglesia en sus necesidades”, en cumplimiento del quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia. Ayudar a la Iglesia económicamente o con prestaciones personales para que pueda cumplir su misión evangelizadora no es una devoción, un gusto, sino una obligación de conciencia cristiana.

La pobreza, entendida  como virtud, es un precepto del Señor. Consiste en vivir lo mejor posible con el dinero que se gana justamente, según la ley de Dios, teniendo un sentido comunitario de los bienes de la Tierra que sobran, que son de los pobres, o que, sin perjuicio de la economía personal o familiar, otros necesitan vitalmente. Concebida como virtud evangélica, es un consejo del Señor para aquellos que con vocación de consagración quieran seguir a Jesucristo, pobre, con un corazón desprendido y como medio de mayor perfección. La miseria, es decir, la pobreza  de carecer de lo necesario para vivir dignamente, es un pecado social grave, cometido por la injusta administración política y es consecuencia del abuso de la riqueza por parte de los hombres.  Dios alaba y bendice la pobreza preceptuada, aconseja a los vocacionados la pobreza evangélica, y recrimina y condena la miseria.   

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