Como respuesta el
administrador adoptó una actitud astuta. Fue llamando uno a uno a los deudores
de su amo, y a cada uno le fue haciendo una rebaja de la deuda que tenía
contraída. Al que debía cien barriles de aceite, le rebajó cincuenta; al que
debía cien fanegas de trigo, le rebajó veinte, y así hizo con todos. Cuando el
amo se enteró de su modo de proceder, le felicitó no por el robo que había
hecho, sino por la astucia con que había procedido. Con estas palabras Jesús
nos dio a entender que debemos ser
sagaces para negociar el Reino de los Cielos, “porque los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los
hijos de la luz”.
Jesús, sacando la moraleja de esta parábola, nos habló de la fidelidad en la administración, advirtiendo que el que no es fiel en lo poco, no puede ser fiel en lo mucho, terminando con una frase lapidaria, que todo el mundo conoce: “No podéis servir a Dios y al dinero”. Expliquemos este texto que hemos elegido como tema para la homilía de hoy.
Hay en el mundo dos dioses a quienes no se puede servir a la vez porque se contraponen: el dios dinero y el Dios, Señor de todas las cosas creadas. El dinero, considerado como dios, es como un cáncer que corrompe al hombre y produce en él la metástasis de otros vicios. El que vive por el dinero y para el dinero trabaja, como fin único y supremo, pierde la sensibilidad del bien, se aparta de Dios, se desliza vertiginosamente por la cuesta de los vicios, se estrella contra la gracia de Dios y cae en el pecado empedernido. No debemos servir al dinero, como esclavos de él, sino servirnos del dinero, como señores.
La pobreza, entendida como virtud, es un precepto del Señor. Consiste en vivir lo mejor posible con el dinero que se gana justamente, según la ley de Dios, teniendo un sentido comunitario de los bienes de la Tierra que sobran, que son de los pobres, o que, sin perjuicio de la economía personal o familiar, otros necesitan vitalmente. Concebida como virtud evangélica, es un consejo del Señor para aquellos que con vocación de consagración quieran seguir a Jesucristo, pobre, con un corazón desprendido y como medio de mayor perfección. La miseria, es decir, la pobreza de carecer de lo necesario para vivir dignamente, es un pecado social grave, cometido por la injusta administración política y es consecuencia del abuso de la riqueza por parte de los hombres. Dios alaba y bendice la pobreza preceptuada, aconseja a los vocacionados la pobreza evangélica, y recrimina y condena la miseria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario