La fe no viene con el esfuerzo personal del estudio metódico y profundo de la filosofía, razonando sobre las cinco clásicas vías de Santo Tomás de Aquino que prueban la existencia de Dios; ni de la investigación de la Historia, maestra de la vida, ni de la reflexión de otras disciplinas: ni nace del ambiente cristiano familiar y social. Todas estas circunstancias pueden ser medios para transmitir la fe y conservarla, pero no la causan por sí mismas. La fe es un don divino que el Espíritu Santo regala a quien quiere, cuando quiere y de la manera que quiere, de muchas maneras y en diversas intensidades.
La
experiencia, madre de la ciencia, nos lo enseña. Se dan casos de inminentes
filósofos y sabios que con el angustioso esfuerzo de la razón han buscado a
Dios y no lo encontraron, quedando sumidos en el existencialismo, agnosticismo
o ateísmo práctico. Conocemos familias muy cristianas, comprometidas con la
Iglesia, que dieron a sus hijos ejemplos de fe viva y moralidad católica
consecuente, y que gastaron parte de su capital en procurar para ellos los
mejores colegios religiosos de su tiempo. Y cuando estos niños llegaron a la
edad de la pubertad, por distintas razones personales y ambientales abandonaron
la fe de los padres y se entregaron al desenfreno de las pasiones en este mundo
en que vivimos plagado de vicios contagiosos y malas costumbres justificadas.
Por otra parte, hay familias buenas, de costumbres cristianas, pero no religiosas practicantes, que tienen hijos sacerdotes y monjas de clausura muy en contra de su voluntad y con disgusto demostrado. Pero debido a un ambiente piadoso de circunstancias ocasionales encontraron a Cristo, sin buscarlo, y hoy militan en las primeras filas de los consagrados a Dios con heroísmo. Conocemos casos.
La fe, hermanos, repito, viene de Dios misteriosamente. El último versículo del Evangelio, que acabamos de proclamar en el nombre del Señor, es un argumento que justifica lo que hasta ahora acabo de decir: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas no harán caso, ni aunque resucite un muerto”.
No
penséis, hermanos, que si se hiciese un milagro la gente iba a creer o se iba a
convertir. Pudiera ser, pero no es este hecho un argumento contundente para que
venga la fe o la conversión de los pecadores. De la misma manera el que tiene
fe y vive su conversión cristiana, no la
pierde por los males que le vengan en el mundo.
Muchos
de nosotros hemos padecido pruebas muy duras. Acaso, las estamos padeciendo y
no por eso se debilita la fe, sino que más bien se fortalece más. Hemos oído
decir: yo antes era bueno, fui monaguillo, miembro de Acción Católica, pero
conocí un cristiano de muchas Iglesia, un sacerdote del que aprendí malos
ejemplos y por su culpa perdí la fe. Es una desgracia que esto te haya sucedido
a ti que acaso me escuchas, y haya influido en la pérdida de tu fe. Pero te
digo con el corazón en la mano y con la fuerza de la experiencia de muchos años
de trato sacerdotal con fieles que el que tiene mucha fe, bien arraigada en el
corazón, por nada del mundo la pierde. Es más, si está bien combatida por
luchas, adversidades y pecados, por muchos y graves que sean los escándalos que
se reciban, la fe se robustece, si Dios el Padre de las misericordias, nos saca
ilesos de los duros combates que tenemos que mantener.
Dice
el apóstol San Pablo escribiendo a Timoteo: “Combate el buen combate de la fe”. Llevamos la gracia de Dios en
vasijas de barro, dice el apóstol San Pablo, y tenemos que conservarla con el
alimento de la vida espiritual y en buenos ambientes, como quien quiere tener
siempre florido un jardín o una flor rica y delicada en una maceta. Hay que
cuidarla, como se debe cuidar la salud, la memoria y el dinero, porque se puede
perder. Conozco casos de personas muy cristianas y muy buenas, que siendo
ejemplares en su profesión y ejemplares, incluso, en su vocación, después, no
solamente perdieron la vocación, sino también la fe. Ahora mismo me estoy
acordando de una persona por la que voy a pedir especialmente en la Misa, que
en su niñez era un ángel, fervorosa en su juventud, y por circunstancias que
Dios sólo sabe y el demonio también, anda por esos mundos de Dios dando tumbos
en la fe y con el corazón roto por el pecado. Espero de Dios su misericordiosa
recomposición.
Por
tanto, hermanos, lo primero que tenemos que hacer es agradecer al Señor, tener
fe. Tengo fe, gracias a Dios, con todos los “aunques” y con todos los “sin
embargos”: aunque pecador, débil, sexual, insolente, mentiroso, soberbio...
pero, sin embargo hombre de fe, a pesar de todo, en gracia de Dios y dentro de
la Iglesia y con paz de arrepentimiento de mi vida pasada con el deseo de una
vida en presente santificada. Sin Embargo, tengo fe, aunque dejo mucho que
desear, pues la fe, siendo una virtud “objetiva”, está siempre subjetivada en
el corazón. Me parece que debo explicar mejor la última frase: La fe es
objetiva, pero está subjetivada en el corazón del hombre.
La
verdad es objetiva, está revelada por Dios y se ha de hacer subjetiva en cada
persona. No es la que cada uno piensa, ni el consenso común de los filósofos
que discurren sobre la ética, ni la norma de la costumbre de los pueblos, ni el
acuerdo parlamentario de un gobierno, ni la ley de un monarca. Es la que Dios ha
revelado y la Iglesia nos enseña. La fe es una adhesión personal a Cristo y un
seguimiento de Él, que es la Verdad divina, infinita y eterna. Pero estando en
la verdad, cada uno la vive de manera subjetiva, según es la persona que la
vive.
Decimos
muchísimas veces: Esta persona es tan rara, tan extraña, tan beata, que no sé
cómo es la fe que vive. Pues la vive conforme ella es: con equilibrios o
desequilibrios, con apasionamientos y apatías, con virtudes y defectos... Esto
pasa también en el orden de las cosas humanas. Puede haber un buen médico y un
buen profesional que actúe prodigiosamente con los nervios rotos. Santo Tomás
decía, lo voy a decir en latín y luego lo voy a trazducir en un castellano
popularizado. Quidquid recípitur al modum recipientis recípitur. Lo que se
recibe en un recipiente, adopta la forma del continente donde se recibe. Valga
un ejemplo: el agua que se vierte en un cántaro, en un botijo, en un florero, en
una tubería de diversos diámetros y distintas formas, adopta el modelo del recipiente
donde se contiene.
La
fe se vive según uno es, conforme ha sido hecho por Dios o se ha deshecho uno a
sí mismo por el Pecado ¿Quién no tiene algún desajuste psicológico, alguna
marca en su personalidad motivada por hechos y circunstancias de la niñez o
juventud? ¿Quién no ha sufrido una mala educación familiar y social, y
religiosa, moral y cívica, debida a los tiempos o ambientes de los tiempos?
¿Quién no tiene alguna rareza congénita o adquirida? ¿Quién no tiene alguna
manía? Todos somos débiles por naturaleza o por el hábito de los pecados
cometidos en la vida pasada o presente, cuya responsabilidad moral sólo Dios
sabe? Pero las fe, gran misterio del amor misericordioso de Dios, coexiste con
las miserias y debilidades del hombre, y se expresa y se vive con ellas.
Pues,
bien, hermanos, demos gracias al Señor, que nos ha concedido este fe, esta fe
que la tenemos que vivir personalmente como somos y no de otra manera, que
tenemos que defender y combatir con
nuestras propias fuerzas, potenciadas por la gracia de Dios.
La
fe, hermanos, nos hace conquistar la
vida eterna a la que hemos sido llamados. No recapacitamos lo suficiente
sobre la sublime realidad de que somos eternos. Hacemos muchos proyectos, luchamos por la conquista de muchas
cosas, por el poder y el dinero, y no nos damos cuenta que vamos a morir, que
tenemos que trabajar para la conquista de la vida eterna, combatiendo el buen combate de la fe, el gran regalo de Dios que nos hacer vivir,
arrepentidos de nuestros pecados, con la esperanza de conquistar el Reino de
los Cielos por la misericordia infinita de Dios.
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