sábado, 24 de septiembre de 2022

Vigésimo sexto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

    Muchas veces, hermanos, creemos que si tuviéramos al lado un buen
sacerdote, un director espiritual,  un digno confesor, si dispusiéramos de un ambiente propicio, y estuviéramos liberados de unas circunstancias pecaminosas, tendríamos fe. Y pensamos que si no somos mejores y estamos enredados en el mundo y en el pecado es por culpa de las circunstancias. Y esto en gran parte es un error.

    La fe no viene con el esfuerzo personal del estudio metódico y profundo de la filosofía, razonando sobre las cinco clásicas vías de Santo Tomás de Aquino que prueban la existencia de Dios; ni de la investigación de la Historia, maestra de la vida, ni de la reflexión de otras disciplinas: ni nace del ambiente cristiano familiar y social. Todas estas circunstancias pueden ser medios para transmitir la fe y conservarla, pero no la causan por sí mismas. La fe es un don divino que el Espíritu Santo regala a quien quiere, cuando quiere y de la manera que quiere, de muchas maneras y en diversas intensidades.

     La experiencia, madre de la ciencia, nos lo enseña. Se dan casos de inminentes filósofos y sabios que con el angustioso esfuerzo de la razón han buscado a Dios y no lo encontraron, quedando sumidos en el existencialismo, agnosticismo o ateísmo práctico. Conocemos familias muy cristianas, comprometidas con la Iglesia, que dieron a sus hijos ejemplos de fe viva y moralidad católica consecuente, y que gastaron parte de su capital en procurar para ellos los mejores colegios religiosos de su tiempo. Y cuando estos niños llegaron a la edad de la pubertad, por distintas razones personales y ambientales abandonaron la fe de los padres y se entregaron al desenfreno de las pasiones en este mundo en que vivimos plagado de vicios contagiosos y malas costumbres justificadas.

     Por otra parte, hay familias buenas, de costumbres cristianas, pero no religiosas practicantes, que tienen hijos sacerdotes y monjas de clausura muy en contra de su voluntad y con disgusto demostrado. Pero debido a un ambiente piadoso de circunstancias ocasionales encontraron a Cristo, sin buscarlo, y hoy militan en las primeras filas de los consagrados a Dios con heroísmo. Conocemos casos.            

    La fe, hermanos, repito, viene de Dios misteriosamente. El último versículo del Evangelio, que acabamos de proclamar en el nombre del Señor, es un argumento que justifica lo que hasta ahora acabo de decir: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas no harán caso, ni aunque resucite un muerto”.

     No penséis, hermanos, que si se hiciese un milagro la gente iba a creer o se iba a convertir. Pudiera ser, pero no es este hecho un argumento contundente para que venga la fe o la conversión de los pecadores. De la misma manera el que tiene fe y  vive su conversión cristiana, no la pierde por los males que le vengan en el mundo.          

     Muchos de nosotros hemos padecido pruebas muy duras. Acaso, las estamos padeciendo y no por eso se debilita la fe, sino que más bien se fortalece más. Hemos oído decir: yo antes era bueno, fui monaguillo, miembro de Acción Católica, pero conocí un cristiano de muchas Iglesia, un sacerdote del que aprendí malos ejemplos y por su culpa perdí la fe. Es una desgracia que esto te haya sucedido a ti que acaso me escuchas, y haya influido en la pérdida de tu fe. Pero te digo con el corazón en la mano y con la fuerza de la experiencia de muchos años de trato sacerdotal con fieles que el que tiene mucha fe, bien arraigada en el corazón, por nada del mundo la pierde. Es más, si está bien combatida por luchas, adversidades y pecados, por muchos y graves que sean los escándalos que se reciban, la fe se robustece, si Dios el Padre de las misericordias, nos saca ilesos de los duros combates que tenemos que mantener.

      Dice el apóstol San Pablo escribiendo a Timoteo: “Combate el buen combate de la fe”. Llevamos la gracia de Dios en vasijas de barro, dice el apóstol San Pablo, y tenemos que conservarla con el alimento de la vida espiritual y en buenos ambientes, como quien quiere tener siempre florido un jardín o una flor rica y delicada en una maceta. Hay que cuidarla, como se debe cuidar la salud, la memoria y el dinero, porque se puede perder. Conozco casos de personas muy cristianas y muy buenas, que siendo ejemplares en su profesión y ejemplares, incluso, en su vocación, después, no solamente perdieron la vocación, sino también la fe. Ahora mismo me estoy acordando de una persona por la que voy a pedir especialmente en la Misa, que en su niñez era un ángel, fervorosa en su juventud, y por circunstancias que Dios sólo sabe y el demonio también, anda por esos mundos de Dios dando tumbos en la fe y con el corazón roto por el pecado. Espero de Dios su misericordiosa recomposición.

      Por tanto, hermanos, lo primero que tenemos que hacer es agradecer al Señor, tener fe. Tengo fe, gracias a Dios, con todos los “aunques” y con todos los “sin embargos”: aunque pecador, débil, sexual, insolente, mentiroso, soberbio... pero, sin embargo hombre de fe, a pesar de todo, en gracia de Dios y dentro de la Iglesia y con paz de arrepentimiento de mi vida pasada con el deseo de una vida en presente santificada. Sin Embargo, tengo fe, aunque dejo mucho que desear, pues la fe, siendo una virtud “objetiva”, está siempre subjetivada en el corazón. Me parece que debo explicar mejor la última frase: La fe es objetiva, pero está subjetivada en el corazón del hombre.

     La verdad es objetiva, está revelada por Dios y se ha de hacer subjetiva en cada persona. No es la que cada uno piensa, ni el consenso común de los filósofos que discurren sobre la ética, ni la norma de la costumbre de los pueblos, ni el acuerdo parlamentario de un gobierno, ni la ley de un monarca. Es la que Dios ha revelado y la Iglesia nos enseña. La fe es una adhesión personal a Cristo y un seguimiento de Él, que es la Verdad divina, infinita y eterna. Pero estando en la verdad, cada uno la vive de manera subjetiva, según es la persona que la vive.

    Decimos muchísimas veces: Esta persona es tan rara, tan extraña, tan beata, que no sé cómo es la fe que vive. Pues la vive conforme ella es: con equilibrios o desequilibrios, con apasionamientos y apatías, con virtudes y defectos... Esto pasa también en el orden de las cosas humanas. Puede haber un buen médico y un buen profesional que actúe prodigiosamente con los nervios rotos. Santo Tomás decía, lo voy a decir en latín y luego lo voy a trazducir en un castellano popularizado. Quidquid recípitur al modum recipientis recípitur. Lo que se recibe en un recipiente, adopta la forma del continente donde se recibe. Valga un ejemplo: el agua que se vierte en un cántaro, en un botijo, en un florero, en una tubería de diversos diámetros y distintas formas, adopta el modelo del recipiente donde se contiene.

    La fe se vive según uno es, conforme ha sido hecho por Dios o se ha deshecho uno a sí mismo por el Pecado ¿Quién no tiene algún desajuste psicológico, alguna marca en su personalidad motivada por hechos y circunstancias de la niñez o juventud? ¿Quién no ha sufrido una mala educación familiar y social, y religiosa, moral y cívica, debida a los tiempos o ambientes de los tiempos? ¿Quién no tiene alguna rareza congénita o adquirida? ¿Quién no tiene alguna manía? Todos somos débiles por naturaleza o por el hábito de los pecados cometidos en la vida pasada o presente, cuya responsabilidad moral sólo Dios sabe? Pero las fe, gran misterio del amor misericordioso de Dios, coexiste con las miserias y debilidades del hombre, y se expresa y se vive con ellas.

    Pues, bien, hermanos, demos gracias al Señor, que nos ha concedido este fe, esta fe que la tenemos que vivir personalmente como somos y no de otra manera, que tenemos que defender  y combatir con nuestras propias fuerzas, potenciadas por la gracia de Dios.

    La fe, hermanos, nos hace conquistar la vida eterna a la que hemos sido llamados. No recapacitamos lo suficiente sobre la sublime realidad de que somos eternos. Hacemos muchos proyectos, luchamos por la conquista de muchas cosas, por el poder y el dinero, y no nos damos cuenta que vamos a morir, que tenemos que trabajar para la conquista de la vida eterna, combatiendo el buen combate de la fe,  el gran regalo de Dios que nos hacer vivir, arrepentidos de nuestros pecados, con la esperanza de conquistar el Reino de los Cielos por la misericordia infinita de Dios. 

 

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