sábado, 25 de marzo de 2023
Quinto domingo de Cuaresma. Ciclo A
domingo, 19 de marzo de 2023
Solemnidad de San José. Ciclo A
La justicia es la virtud que consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. Y dar a Dios lo que le corresponde es darle todo lo que uno es y lo que uno tiene, pues todo procede de Él, y dar al hombre lo suyo: el pecado.
El santo es el hombre bueno, justo, que con su colaboración personal potencia la gracia que del Espíritu Santo ha recibido, a pesar de tener defectos personales, que muchas veces son moralmente inculpables.
San
José es el santo más grande que hay en el Cielo, después de la Santísima Virgen
María. Y, sin embargo, no fue hombre que hizo cosas extraordinarias,
admirables, un gran predicador, un sacerdote carismático, un asceta penitente,
un misionero incansable y fervoroso, un santo que prodigaba milagros, sino un
hombre bueno, sencillo, común, esposo único, y padre adoptivo de Jesús,
inigualable.
¿Quién fue San José? Fue simplemente un hombre bueno, de profunda y continuada oración, trabajador apostólico cumplidor de sus obligaciones religiosas y humanas, buen esposo y buen padre.
¿Qué hizo? Nada humanamente importante. Ser un profesional excelente con talante evangélico. Orar y trabajar silenciosamente con sentido apostólico, cumpliendo bien sus obligaciones.
Orar, primero, de manera ininterrumpida, estando siempre en unión con Dios de muchas maneras; dedicar espacios de tiempo, solamente a estar con Él, sintiéndose amado y pidiéndole la gracia de cumplir siempre la voluntad divina en todo.
San José, con su oración contemplativa en la acción y con su trabajo común de carpintero y obrero de oficios varios, es Patrono de los esposos cristianos, por ser esposo de María Inmaculada y Virgen, Madre de Dios; Patrono de los padres, por ser padre legal de Jesús, Dios encarnado, Padre adoptivo con los mismo derechos y las mismas obligaciones que corresponden a los padres biológicos Patrono de la Iglesia Universal y de las vocaciones sacerdotales, dignidad que parece es más propia de uno de los Apóstoles de Jesús, San Pedro o San Juan, por ejemplo; y, por último, Patrono de todos los hombres, pues si San José fue el Padre de Jesús, y Jesús es el hermano mayor de todos los hombres, San José es también el Padre de todos los hombres en cierto sentido místico.
Por consiguiente, los esposos, los padres, los hijos, los seminaristas y todos los hombres tenemos a San José por modelo y protector.
¿Qué
virtudes tenemos que copiar de él?
En
primer lugar, la vida de oración contemplativa en la acción, que él llevó en
todo momento, según el carisma que a cada uno le regala el Espíritu Santo.
La
oración activa no consiste solamente en rezar las tres avemarías al levantarse
y al acostarse, como nos enseñaron nuestros padres; ni tampoco es el acto de
oración que cada cristiano hace cada día: cinco minutos, un cuarto de hora,
media hora, un a hora, dos horas... Es además estar en contacto permanentemente
con Dios, de manera ininterrumpida; un estado habitual de presencia de Dios en
los quehaceres del día...
Trabajar en lo que sea, pero con amor haciendo bien lo que tenemos que hacer, sin pensar en la categoría del trabajo que realizamos, pues las obras humanas valen lo que vale el amor que se ponga en ellas al realizarlas. ¿Qué es más importante? En el mundo se valora más ser general que soldado raso, ser director de una empresa que aprendiz, propietario de un palacio que portero, ser ministro que ordenanza, ser obispo que sacerdote...
El
trabajo cristiano, por encumbrado y elevado que sea, debe ser siempre una
actividad sencilla, desempañada con humildad, que deponga todo orgullo o
empaque personal. Todo trabajo, por humilde y bajo que parezca, es digno,
santificador y apostólico. La vida personal, aunque esté revestida de la mayor
dignidad, de debe ser sencilla, evangélica.
Tenemos
que copiar de San José también el silencio, virtud que no consiste en ser
callado, ni en ser silencioso, sino en hablar o callar oportunamente con
caridad, es decir en administrar la palabra con prudente caridad.
San José nunca aparece en el Evangelio como protagonista, sino como un personaje extra, escondido y silencioso. En el episodio del Niño perdido y hallado en el Templo, que se proclama en el día de hoy, San José aparece asintiendo a las palabras que María dice a su Hijo, Jesús con derechos de Madre:
sábado, 18 de marzo de 2023
Cuarto domingo. Cuaresma. Ciclo A
sábado, 11 de marzo de 2023
LA SAMARITANA
“Dame de beber” (Jn 4,7).
Impresiona ver a un Dios, que todo lo puede, pedir agua a la Samaritana,
como un simple hombre sediento, sometido a las necesidades humanas. Jesús
aprovechó la circunstancia de la sed para pedir agua natural a esta mujer
pecadora con la intención de regalarle el agua sobrenatural de la gracia de la
conversión.
La Samaritana desde hace tiempo estaba ya tocada de la gracia, y sin saber
cómo ni por qué, de modo natural y humano, se encontró con Jesús para
convertirse. Y le llegó la ocasión en el mismo momento en que Jesús le pidió
agua para beber. En la conversión y en su proceso, como en todas las cosas de
la vida, no existen nada más que causalidades de la providencia amorosa de Dios
Padre.
Cuando la Samaritana observó que Jesús le pidió agua, sintió una inmensa alegría por tener una buena ocasión para tramar conversación humana con un hombre extranjero, sensacionalmente atractivo: y con coquetería de simpatía personal, extrañada, le dijo:
¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí que soy samaritana? (Jn 4,9).
Jesús le contestó:
Si conocieras el don de Dios y quien es el que te dice: dame de beber, tú
se lo habrías pedido a Él, y Él te hubiera dado agua viva (Jn 4,10).
La Samaritana entendió que las palabras de Jesús encerraban un sentido simbólico, y adivinó que le estaba hablando de un don espiritual privilegiado; y con mirada sonriente que se entrecruzó con la expresiva de Jesús, con deseo de que le explicara el significado del misterio del agua viva, le dijo:
Señor, no tienes cubo y el pozo es hondo; ¿de dónde vas tú a sacar el agua
viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él
bebieron él y sus hijos y sus ganados?
Jesús entonces le explicó:
El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que
yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro
de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14).
Con estas palabras trascendentes la Samaritana empezó a sospechar que Jesús
le ofrecía algo espiritual, pues su corazón empezó a latir fuertemente con
emoción sobrenatural; y, conmovida por la gracia y deseosa de saber el
misterio, le pidió el agua viva de la gracia:
“Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a
sacarla” (Jn 4,15).
“Anda, llama a tu marido y vuelve” (Jn 4,16).
La mujer le contestó:
“No tengo marido”.
Jesús le dice:
“Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco y el de ahora
no es tu marido. En esto has dicho la verdad” (Jn 4,18).
La mujer entonces cayó en la cuenta de que estaba en la presencia de un
profeta:
“Señor, veo que tú eres un profeta”. Sé que va a venir el Mesías, el
Cristo; cuando venga Él nos lo dirá todo.
Jesús le dice:
“Soy yo el que habla contigo”.
El resultado de este coloquio fue que la Samaritana no sólo se convirtió sino que se hizo misionera, pues muchos samaritanos, al comprobar los hechos, creyeron que Jesús era el Mesías, el Salvador del mundo por el testimonio que les había dado la mujer.
sábado, 4 de marzo de 2023
Segundo domingo de Cuaresma. Ciclo A
La transfiguración de Jesús fue un anticipo analógico de lo que va a ser nuestra condición humana, cuando toda la Humanidad sea transformada, transfigurada, resucitada. Resucitaremos en cuerpos gloriosos, para vivir eternamente con Cristo Resucitado, tal vez en este mismo mundo en el que vivimos, “resucitado”, es decir totalmente transformado, como piensan algunos teólogos. Este mundo al que la Sagrada Escritura llama “Nuevos Cielos y nueva Tierra”, podría ser el receptáculo de los cuerpos gloriosos.
El hecho de recordar hoy la transfiguración de Jesús nos recuerda la total transfiguración que recibimos en el Sacramento del Bautismo, transfiguración bautismal, en el que fuimos transformados o transfigurados personalmente en cuanto al cuerpo, que quedó convertido en templo vivo del Espíritu Santo, y el alma convertida en sagrario de la Santísima Trinidad. Entonces se realizó una transfiguración personal, pues el hombre, nacido en pecado original, quedó convertido en hijo de Dios por la gracia.
Esto nos impulsa, hermanos, a que vivamos totalmente transformados como hijos de Dios. Es decir, que en cierto sentido nos anticipemos a vivir en la Tierra la resurrección gloriosa del Cielo, pues si hemos sido en el bautismo transformados en Cristo, resucitemos en Él a la vida de la gracia.
La razón es muy clara. Nos la da el apóstol San Pablo escribiendo a los filipenses: “Somos ciudadanos del Cielo y peregrinos en la tierra”. Por lo tanto, como ciudadanos del Cielo tenemos que llevar la condición propia del Cielo que es la transfiguración en Cristo Jesús.
¿Y quiénes son los que viven como hijos de Dios? Los que hacen y viven un pacto con Dios, como Abrahám. El pacto de Abrahám con Dios consistió en que Dios se comprometió a ser Padre de Abrahám y Abrahám a ser hijo de Dios. Así también tiene que ser el pacto del cristiano con Dios, vivir como hijo del Padre, porque el Padre será siempre padre del hombre bautizado, viviendo esta alianza, como ciudadano del Cielo, pisando tierra. Así hermanos, transformados en Cristo por el Bautismo, hemos de vivir la “transfiguración” bautismal desde la óptica de la fe, cambiando el sentido de todas las realidades humanas y terrestres.
Haciendo las salvedades convenientes, y en
sentido analógico, podríamos decir que de la misma manera que en Jesucristo hay
una sola persona divina y dos naturalezas, divina y humana, así nosotros
también tenemos una sola persona que es humana, con dos naturalezas, la
naturaleza humana que corresponde a nuestra
propia persona y la naturaleza divina que corresponde a la gracia de
Jesucristo.