sábado, 25 de marzo de 2023

Quinto domingo de Cuaresma. Ciclo A


En el Evangelio se narran tres resurrecciones que Jesús realizó en su vida pública: la resurrección del hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11-17). Iba Jesús con sus discípulos a entrar en la ciudad de Naín, en el momento mismo en que salía un entierro de un joven, cuya madre iba detrás llorando sin consuelo. Jesús se conmovió profundamente, y se acercó a la madre le dijo:

- “No llores”
Y luego tocó el féretro. Y los camilleros se detuvieron. Y dijo:
- “Muchacho, levántate”

Este milagro nos enseña la compasión que Jesús tiene con nuestras miserias, y el milagro que hizo sin que nadie se lo pidiera. También a nosotros muchas veces nos concede gracias que no pedimos. Y también la manera de consolar sencilla: No llores. A veces no podemos hacer nada por los que amamos o sufren que decir: No llores, no te preocupes.

El segundo milagro fue la resurrección de la hija de Jairo (Mt 9, 28-19;Mc 5,21-24;Lc 8,40-42). Jairo, un personaje de una Sinagoga, fue en busca de Jesús, se echó a sus pies y le adoró, y le rogó que fuera a su casa, y pusiera sus manos sobre ella, porque su única hija, de doce años, se estaba muriendo. Y cuando Jesús acompañado de sus discípulos iba a su casa, sucedió la curación de la Hemorroísa. Antes de llegar a la casa de Jairo, un criado, se acercó a él y le dijo:

“Tu hija ha fallecido. ¿A qué molestar ya al Maestro?
Jesús dijo a Jairo:
- No temas, ten fe, que tu hija se salvará.
Y entrando dentro de la alcoba, tomó la mano de la niña y dijo:
- “Niña, levántate”.
Y la niña se levantó, quedando sus padres atónitos y fuera de sí. Y mandó que le dieran de comer:

El tercer milagro fue la resurrección de Lázaro que tuvo lugar casi al final del tercer año de la vida pública de Jesús. Es uno de los más bellos del Evangelio y contiene las más sublimes enseñanzas humanas, psicológicas, cristianas, espirituales y teológicas. Vamos a hacer un comentario literal sobre el relato de la resurrección de Lázaro que nos describe San Juan.

Jesús, como hombre, tenía relaciones sociales con todo el mundo, asistía a la sinagoga, a banquetes, a comidas de compromiso y amistad, hablaba con los niños, curaba a los enfermos, ayudaba a los pobres, perdonaba a los pecadores, y tenía trato político y diplomático con sus enemigos y poderes públicos. Pero por encima de todos los contactos humanos, tenía especiales confidencias con sus amigos íntimos, Lázaro, sus hermanas Marta y María, Simón el leproso, y sus discípulos, entre los que destacaban Pedro, Andrés, Santiago y Juan. Con ellos se comportaba de manera singular, confiando especiales secretos y gestos de amistad íntima.

Sucedió que Lázaro cayó gravemente enfermo. Sus hermanas Marta y María enviaron a un criado de la casa en busca de Jesús, para comunicarle la triste noticia de la grave enfermedad de su hermano, su íntimo amigo. Estaban seguras de que tan pronto como Jesús supiera la noticia, le faltaría tiempo para ir a curarle, como había hecho muchas veces con otros enfermos, que eran extraños y no amigos. Tal era la gran confianza que tenían en Él y el inmenso amor que le profesaban.

No sabemos dónde se encontraba Jesús en aquel momento, pero probablemente no lejos de Jerusalén, y se puede pensar que Marta y María tenían conocimiento del lugar donde estaba Jesús predicando el Evangelio, pues como Jesús iba con frecuencia a Betania, no es extraño que les comunicara sus proyectos y viajes apostólicos cercanos a Betania, como suele suceder entre familiares y amigos. El caso es que el correo encontró pronto a Jesús y le transmitió el mensaje de las hermanas:

-“Señor, tu amigo está enfermo”

Este mensaje me facilita la ocasión de hablar de la oración de exposición.

Las hermanas de Lázaro, Marta y María, enviaron a un mensajero a buscar a Jesús para comunicarle la triste noticia de la grave enfermedad de su hermano:

- “Señor, tu amigo está enfermo”; y no para pedir que fuera cuanto antes a Betania para curar a su hermano, pues el amor y la confianza entre familiares y amigos no necesitan argumentación para suplicar la presencia en casos extremos. Estaban seguras de que Jesús iría a Betania a curar a su hermano, como sucede normalmente en estos casos. Cuando nos enteramos de que un amigo o un familiar están graves, nos falta tiempo para echar a correr para prestar nuestra ayuda posible o, como mínimo, el consuelo de nuestra presencia. Pero en este caso, misteriosamente, pero con providencia divina, Jesús humanamente tuvo un comportamiento extraño.

Este estilo de petición me sugiere la idea de la oración de exposición, que significa gran confianza en Dios Padre. El que expone a Dios su necesidad, no necesita razonamientos para convencer a Dios que le atienda, pues sabe que es Padre y le concederá, aún sin pedirlo, lo que necesita. Cuando un hijo dice a su madre: tengo hambre, está pidiendo implícitamente la comida. No hace falta que el hijo le exponga las razones por las que tiene que darle la merienda: porque es su madre y él es su hijo, porque es una obligación humana y cristiana, porque tiene hambre, porque sufre si no come…

Este tipo de oración utilizó María en las bodas de Caná de Galilea: María, ante la exposición de una necesidad material de falta de vino en una boda, cosa que a Ella no le incumbía, expuso a su Hijo la necesidad y no pidió un milagro: “No tienen vino”. Y su Hijo le contestó con evasivas, como desentendiéndose del tema: “Mujer, ¿qué tenemos que ver tú y yo en este asunto? Y con la confianza que tenía en el poder de su Hijo, adelantó la hora, y se hizo el primer milagro de la conversión del agua en vino.

La oración es trato con Dios de todas las maneras como el hombre puede comunicarse con otro: con la palabra, por escrito, mímica, expresiones artísticas, posturas, gestos; y además como nadie puede comunicarse con otro: con el pensamiento, sentimiento, remordimiento, pena, alegría, con el lenguaje del corazón que no tiene expresión externa. La oración de exposición es más perfecta que la de pedir, pues con la petición manifestamos a Dios nuestra voluntad, nuestro deseo, mientras que con la exposición de nuestra necesidad, dejamos en manos de Dios que haga su voluntad y no la nuestra.

Cuando Jesús supo la noticia de la gravedad de su amigo Lázaro, anunció implícitamente que iba a hacer el milagro de su resurrección, para la gloria de Dios, con el fin de que fuera glorificado el Hijo de Dios: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, a fin de que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”.

Seguramente que el mensajero no entendió estas palabras, y sus discípulos quedaron extrañados de su comportamiento, pues sabiendo la gravedad de su amigo, se quedó todavía dos días más en el lugar donde estaba. Por tanto, cuando el mensajero llegara con la respuesta a Betania, Marta y María seguramente quedarían extrañadas y desconcertadas.

Estudiado el comportamiento humano de Jesús en muchas escenas del Evangelio resulta extraño, misterioso, desconcertante. Recordemos dos ejemplos muy conocidos:

1 En el templo

José y María, los padres de Jesús, iban cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Y cuando Jesús cumplió doce años, subió con sus padres a Jerusalén, según la costumbre de la Fiesta; y acabados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo advirtiesen sus padres. Y después de tres días de angustiosa búsqueda, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y haciéndole preguntas; y se pasmaban todos los que le oían de su inteligencia y de sus respuestas. Y sus padres al verlo, quedaron sorprendidos. Y le dijo su madre:

- Hijo, ¿Por qué te has portado así con nosotros? Mira que tu padre y yo, llenos de aflicción, te andábamos buscando.
Jesús respondió:
¿Por qué me buscabais? ¿No sabías que yo tengo que estar en la casa de mi Padre?
Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.

También Jesús en el obrar con nosotros nos sorprende con su silencio y con lo que nos concede, que no queremos y ni es lo que le hemos pedido.
Tenemos que estar seguros de que Dios nos da lo que más necesitamos y no sabemos pedir.

2 En la vida pública

Predicaba Jesús el Evangelio en Cafarnaún, probablemente en la casa de Pedro, cuando la madre de Jesús se presentó con sus parientes, con ánimo de escuchar la palabra de Dios, de labios de su Hijo. La casa estaba abarrotada de gente hasta el punto de que no había posibilidad de entrar por la puerta dentro de la casa. Alguien reconoció la presencia de la madre de Jesús, y se fue corriendo la noticia de boca en boca hasta que llegó a oídos de uno de los oyentes, que estaba cerca de Jesús, y con soltura y por deferencia le dijo en voz alta:

- Tu madre y tus hermanos están afuera y quieren hablar contigo. Entonces Él respondió:
- ¿Quién es mi madre y quienes son mis hermanos? El que hace la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.

Las cosas que pasan tienen siempre una providencia divina que no entendemos los hombres, que razonamos con argumentos y silogismos humanos nuestras necesidades. Todo ocurre, nos dice San Pablo, para el bien de los hombres, a quienes Dios ama. Aunque nos parezcan males los acontecimientos que nos suceden, hay que creer por fe que todo tiene su razón última de bien. Los extraños comportamientos de Jesús en el Evangelio, como en otros hechos humanos, que no entendemos, tienen su razón divina que no tienen comprensión humana. Es necesario para vivir la fe consecuentemente aceptar las circunstancias de la vida, como realidades divinas que tienen un fin eterno, la vida y el gozo de Dios en el Cielo.

Como las noticias corren a la velocidad del relámpago, sobre todo en pueblos y aldeas, Marta y María supieron pronto que Jesús estaba entrando en Betania, cuando Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Enseguida Marta se puso en camino y salió al encuentro e Jesús, mientas María se quedó en casa atendiendo a los muchos amigos que habían venido a darle el pésame, incluso desde Jerusalén. Y cuando estuvo en su presencia le dijo:

“Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”.

Probablemente Marta y María echaron de menos la ausencia de Jesús a la hora de la muerte y del entierro de su hermano Lázaro, pues son los momentos más críticos en que se requiere la presencia de los familiares y amigos. Y seguramente que las dos hermanas hablaron del tema, a todas horas, doloridas por el extraño comportamiento de Jesús, acordando lo que le iban a decir cuando volviera a casa, pues las dos le dijeron al pie de la letra la misma frase: “Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”.

¿Qué significa esta frase?

El sentido literal hace pensar que esta frase está dicha con tono de sentimiento o resentimiento, con pena, con dolor, como echando la culpa de la muerte de su hermano a Jesús, por no haber venido a curar a su hermano, cuando estaba gravemente enfermo. Como queriendo decir: “Mi hermano ha muerto porque tú no estabas aquí. Por supuesto indica fe en el poder de Jesús, puesto que sabía que Él podía haberle curado, como había hecho con otros enfermos no tan amigos, pero Marta creía que necesitaba la presencia física en Betania. Era un fe imperfecta, menor que la del Centurión que dijo a Jesús que no era necesario que fuera a su casa para curar a su siervo, ni tocarlo, pues bastaba decir una sola palabra, a distancia, para curar a su siervo. Jesús quedó admirado con esta palabras, y vuelto a la gente dijo en alta voz: En verdad os digo que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe”.

Marta, después de desahogarse con Jesús con esa frase tan significativa, manifestó la fe en el poder de Jesús que podía conseguir del Padre cualquier cosa que le pidiera: “Aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá”. ¿Pediría Marta a Jesús la resurrección de su hermano? Me parece que no, pues cuando Jesús iba a resucitar a Lázaro dijo:

- “Señor, si ya huele, pues hace cuatro días que fue enterrado mi hermano”. Con esta frase estaba indicando la fe que tenía en Jesús para conseguir lo que quisiera delante del Padre. Algo así como dijera: Sé que puedes conseguir lo que quieres delante del Padre, pero a nosotras no nos has hecho caso. Has consentido dejar pasar el tiempo y venir cuando ya no hace falta. Jesús dijo a Marta:
- Tu hermano resucitará.
Marta le respondió:
- Sé que resucitará en la resurrección del último día.

¿Sabía Marta que Jesús había resucitado a la hija de Jairo y al hijo de la viuda de Naín? Probablemente no, puesto que estos hechos sucedieron en el segundo año de la vida pública de Jesús, y entonces tal vez ni siquiera tenía amistad con los hermanos de Betania.

Entonces Jesús le dijo:

-“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?

Jesús, por ser Dios, es todo. Se definió a sí mismo con muchas frases evangélicas, que explican su naturaleza, su personalidad, su misión, como por ejemplo: Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida, la Vid, la Resurrección. ,

Vamos a hacer un comentario espiritual a la frase que dijo Jesús a Marta:

Yo soy la resurrección y la vida

Cristo es la resurrección en un sentido físico y espiritual. En un sentido físico la resurrección de los muertos, que tendrá lugar al final de los tiempos, cuando todas las cosas de este mundo terminen y empiecen los nuevos Cielos y la Nueva Tierra. La fe nos dice que todos los hombres resucitaremos, en cuerpo y alma gloriosos, para la vida eterna en el Cielo, los que hayan cumplido la ley de amor y mueran en estado de gracia; o para la vida eterna del infierno, en cuerpo y alma, para quienes rechazaron libremente la gracia de Dios. Por consiguiente, debemos vivir, siempre preparados, para la resurrección, tratando de vivir en gracia la fe de la Iglesia, porque Cristo es para todos lo hombres la resurrección y la vida.

En sentido espiritual, Cristo es la resurrección para quienes hayan muerto por el pecado grave y resuciten a la vida de la gracia en el sacramento de la Confesión o de maneras misteriosas de la acción omnipotente de la gracia. En sentido católico con un acto de contrición. Y en sentido de divina misericordia por muchas gracias que no conoce la teología católica, principalmente por la buena fe en la que se ha educado y vivido, y en última instancia en la recta conciencia del bien obrar. Por tanto, con razón dice Jesús “el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”.

En cambio, para quienes están vivos por la gracia y creen en Jesucristo, vivirán para siempre o conseguirán la vida eterna.

Cuando Marta oyó estas palabras, se perfeccionó en la fe y creyó que Jesús era el Mesías, pero no creía que iba a resucitar a su hermano, como se demuestra en las palabras que dijo a Jesús, cuando mandó levantar la losa.

- Sí, Señor: “yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”.
Y dicho esto, fue a llamar a su hermana, diciéndole en voz baja:
- El Maestro está ahí, y te llama.

Entonces echó a correr y fue a buscar a Jesús al mismo sitio donde antes le había encontrado su hermana Marta. Los muchos judíos amigos que había en casa para darle el pésame por la muerte de su hermano, la siguieron pensando que iba al sepulcro a llorar allí.

Cuando María se encontró en la presencia de Jesús, a impulsos de su temperamento, se echó a sus pies y repitió al pie de la letra la misma frase que antes le había dicho su hermana Marta a Jesús:

- “Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”.

Jesús viendo llorar a María y a los judíos que la acompañaban, sollozó y se echó a llorar, hasta el punto de que los judíos comentaban: ¡Cómo lo quería!

Fueron todos al sepulcro donde Lázaro estaba enterrado, mandó quitar la losa, con la intervención de Marta de que era inútil porque el cadáver olía mal, porque llevaba enterrado cuatro días, y la reprensión de Jesús:

¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios? Entonces fue cuando creyó firmemente que era Dios.

La fe no es teórica, creencia religiosa que no compromete, como quien cree en la ciencia, pero no se vive. No se puede recitar el credo en la santa misa y no rezarlo. El que reza el credo, lo vive. La fe no es una creencia de artículos, definidos por la Iglesia, sino una vivencia de un compromiso bautismal. La mayor fe es vivir en la gracia, para morir en gracia, que es la seguridad de la vida eterna. Muchos católicos dicen que tienen fe, la saben, pero no la viven. Más bien, se puede decir que tienen creencias, pero no fe.

La Iglesia nos enseña que la fe es un don de Dios que nos exige vivir siempre en estado de gracia, es decir libre de pecado mortal. Si pecas, vives tan tranquilo y duermes tan tranquilo, tu fe no es perfecta. No digo que no peques, pero si pecas, y no confiesas, tu fe no es perfecta, tu cristianismo es un contrasentido: creer y no vivir lo que se cree.

domingo, 19 de marzo de 2023

Solemnidad de San José. Ciclo A

 

 


El Evangelio de hoy nos dice, en la versión vernácula, de San José que era un varón justo. El calificativo justo no significa que administraba rectamente la justicia, pues la palabra justicia, en el Concilio de Trento tiene el mismo sentido que santidad. Por lo tanto, decir que un hombre es justo es lo mismo que decir que es santo.

La justicia es la virtud que consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. Y dar a Dios lo que le corresponde es darle todo lo que uno es y lo que uno tiene, pues todo procede de Él, y dar al hombre lo suyo: el pecado.

El santo es el hombre bueno, justo, que con su colaboración personal potencia la gracia que del Espíritu Santo ha recibido, a pesar de tener defectos personales, que muchas veces son moralmente inculpables.

San José es el santo más grande que hay en el Cielo, después de la Santísima Virgen María. Y, sin embargo, no fue hombre que hizo cosas extraordinarias, admirables, un gran predicador, un sacerdote carismático, un asceta penitente, un misionero incansable y fervoroso, un santo que prodigaba milagros, sino un hombre bueno, sencillo, común, esposo único, y padre adoptivo de Jesús, inigualable.

¿Quién fue San José? Fue simplemente un hombre bueno, de profunda y continuada oración, trabajador apostólico cumplidor de sus obligaciones religiosas y humanas, buen esposo y buen padre.

¿Qué hizo? Nada humanamente importante. Ser un profesional excelente con talante evangélico. Orar y trabajar silenciosamente con sentido apostólico, cumpliendo bien sus obligaciones.

Orar, primero, de manera ininterrumpida, estando siempre en unión con Dios de muchas maneras; dedicar espacios de tiempo, solamente a estar con Él, sintiéndose amado y pidiéndole la gracia de cumplir siempre la voluntad divina en todo.

San José, con su oración contemplativa en la acción y con su trabajo común de carpintero y obrero de oficios varios, es Patrono de los esposos cristianos, por ser esposo de María Inmaculada y Virgen, Madre de Dios; Patrono de los padres,  por ser padre legal de Jesús, Dios encarnado, Padre adoptivo con los mismo derechos y las mismas obligaciones que corresponden a los padres biológicos Patrono de la Iglesia Universal y de las vocaciones sacerdotales, dignidad que parece es más propia de uno de los Apóstoles de Jesús, San Pedro o San Juan, por ejemplo; y, por último, Patrono de todos los hombres,  pues si San José fue el Padre de Jesús, y Jesús es el hermano mayor de todos los hombres, San José es también el Padre de todos los hombres en cierto sentido místico.

Por consiguiente, los esposos, los padres, los hijos, los seminaristas y todos los hombres tenemos a San José por modelo y protector.

¿Qué virtudes tenemos que copiar de él?

En primer lugar, la vida de oración contemplativa en la acción, que él llevó en todo momento, según el carisma que a cada uno le regala el Espíritu Santo.

La oración activa no consiste solamente en rezar las tres avemarías al levantarse y al acostarse, como nos enseñaron nuestros padres; ni tampoco es el acto de oración que cada cristiano hace cada día: cinco minutos, un cuarto de hora, media hora, un a hora, dos horas... Es además estar en contacto permanentemente con Dios, de manera ininterrumpida; un estado habitual de presencia de Dios en los quehaceres del día...

Trabajar en lo que sea, pero con amor haciendo bien lo que tenemos que hacer, sin pensar en la categoría del trabajo que realizamos, pues las obras humanas valen lo que vale el amor que se ponga en ellas al realizarlas. ¿Qué es más importante? En el mundo se valora más ser general que soldado raso, ser director de una empresa que aprendiz, propietario de un palacio que portero, ser ministro que ordenanza, ser obispo que sacerdote...

Los cargos y dignidades humanas no valen delante de Dios. El más importante a los ojos de Dios es el que guarda fielmente los mandamientos, cumple sus obligaciones perfectamente en estado de gracia y corresponde generosamente al carisma que el Espíritu Santo le ha regalado, aceptando la voluntad divina, de cualquier manera que se le manifieste.

El trabajo cristiano, por encumbrado y elevado que sea, debe ser siempre una actividad sencilla, desempañada con humildad, que deponga todo orgullo o empaque personal. Todo trabajo, por humilde y bajo que parezca, es digno, santificador y apostólico. La vida personal, aunque esté revestida de la mayor dignidad, de debe ser sencilla, evangélica.

Tenemos que copiar de San José también el silencio, virtud que no consiste en ser callado, ni en ser silencioso, sino en hablar o callar oportunamente con caridad, es decir en administrar la palabra con prudente caridad.

San José nunca aparece en el Evangelio como protagonista, sino como un personaje extra, escondido y silencioso. En el episodio del Niño perdido y hallado en el Templo, que se proclama en el día de hoy, San José aparece asintiendo a las palabras que María dice a su Hijo, Jesús con derechos de Madre:

¿Por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos.

Por supuesto que San José hablaría de las cosas normales de la vida con palabras circunstanciales de caridad, que no eran noticia evangélica. Solamente en la Circuncisión pronunció una sola palabra: el nombre de Jesús.

¡Qué cosa más hermosa no ser protagonista nunca en la vida, ser un número más entre los hombres, un cristiano entre los hijos de la Iglesia, sin distinciones, un apóstol en la vida común, haciendo que toda vida sea extraordinariamente ordinaria!

Orando, trabajando y padeciendo en gracia con espíritu evangélico se hace tanto o más que haciendo espectaculares apostolados, pues hacer sin orar ni padecer es muchas veces deshacer.

Si queremos ser fieles imitadores de San José, debemos copiar de él estas tres virtudes que hemos reseñado y ahora resumimos: oración activa, trabajo apostólico y silencio operativo en estado de gracia.

Pues, bien, hermanos, todos tenemos a San José como un santo imitable, al alcance de cualquiera. La Iglesia no nos ha puesto por patrono, por ejemplo a San Francisco Javier, misionero de altura mística, incansable, al que se caía el brazo de cansancio por estar bautizando todo el día ¿Quién puede imitar a San Francisco Javier?; ni tampoco a Santa Teresa de Jesús, la santa mística que llegó a las mayores alturas de la contemplación con salero; ni a San Juan de la Cruz, gran místico que descubrió las profundidades del misterio del amor y lo escribió con garra literaria de inspiración poética.

La Iglesia, hermanos, es tan madre, que nos ha puesto como patrono a un santo excepcional, pero con apariencias de común, válido para todos: para los sabios y los sencillos, para los entendidos e ignorantes, para todos.

Dios te va a premiar la buena voluntad que tienes en tu corazón, aunque esa buena voluntad, traducida a obras pueda molestar, no digo ofender, porque una persona que es santa no ofende a nadie, ocasiona molestias, sin querer.

Aquí tenemos el modelo general a quien tenemos que imitar, porque podemos. El que sea esposo, tome a San José, como modelo de esposo; el que sea padre, como modelo de padre; el que sea hijo, como modelo de hijo; el trabajador humilde o encumbrado, como modelo de trabajador; y hasta el mismo sacerdote, como padre del Sumo y Eterno sacerdote.

Como celebramos hoy el día del Seminario, pidamos al Señor que suscite en las familias cristianas vocaciones sacerdotales, según los planes divinos, pues hacen falta muchas vocaciones.

La edad media de sacerdotes en este Arciprestazgo es casi de 70 años, más o menos. Hay que pedir al Señor que nos envíe sacerdotes, sacerdotes digo yo muchas veces con tres eses: sanos, sabios y santos; sacerdotes entregados al Señor, sacerdotes generosos, sacerdotes que se preocupen por los demás; sacerdotes que prediquen la Palabra de Dios con fe vivida y unción apostólica, que administren los sacramentos, como misterios de Dios, que nos acojan y reciban con cariño y comprensión, que nos enseñen el talante, el carisma de la vida ordinaria, que es por sí misma, medio de santificación y también apostolado místico en la Iglesia de Jesucristo.

sábado, 18 de marzo de 2023

Cuarto domingo. Cuaresma. Ciclo A

 


 “-¿Crees tú en el Hijo del Hombre?
Él contestó:
-¿Y quién es, Señor, para que crea en Él?
Jesús le dijo:
-Lo estás viendo: El que te está hablando, ése es.
Él le dijo:
-Creo, Señor” (Jn 9,35-38)



El relato del milagro del ciego de nacimiento es, sin duda, uno de los más bellos de los cuatro Evangelios, no sólo en cuanto a su contenido, sino también en cuanto al estilo literario de su exposición.

Dejando sin explicar todo el texto, cosa que nos llevaría demasiado tiempo para una homilía, nos vamos a fijar en el diálogo que Jesús mantuvo con el ciego de nacimiento, y en concreto en las palabras que él pronunció:
“Creo, Señor”
Por consiguiente, el tema de la homilía de hoy va a ser la fe.

¿Qué es la fe?

La fe es un don de Dios que el Espíritu Santo concede a quien quiere, cuando quiere y de la manera que quiere, de muchas formas conocidas y desconocidas por los hombres. Es una virtud sobrenatural necesaria para conseguir la salvación eterna: un regalo del Espíritu Santo que llega a millones de hombres por los cauces normales que enseña la doctrina de la Iglesia, y, muchas veces, por modos misteriosos que transcienden la capacidad intelectiva de la ciencia humana y teológica.

Los teólogos nos dicen que es una creencia experimental que se vive en el corazón y se demuestra en las obras, más que una ciencia humana explicada por los sabios del conocimiento de Dios. No existen palabras humanas para definir con acierto los misterios divinos.

La fe nace de Dios sin que, a veces, se la pidan los hombres, como sucedió en el ciego de nacimiento del Evangelio, que se encontró con Jesús, y sin pedirle la fe, se la concedió, aprovechando el milagro de devolverle la visión, que tampoco pidió.

Cuando los judíos y vecinos observaron que el ciego que antes pedía limosna por las calles veía, confundidos, sin saber si era el mismo u otro, le preguntaron:
¿Quién te ha abierto los ojos?
El ciego contestó:
- Ese hombre que se llama Jesús. Y les explicó el modo extraño en que fue curado: con barro hecho con saliva y untado en los ojos, terapia humanamente contraproducente, que sirve para cegar más a quien ya está ciego, que para devolver la vista.

Los fariseos quedaron desconcertados y divididos, pensando que el que había abierto los ojos al ciego no podía venir de Dios, porque quebrantó el sábado, entonces el día del Señor. Tenía que ser un pecador.
Volvieron a preguntar al ciego:
- ¿Tú qué dices de ese hombre?
Y él contestó:
- Que es un profeta.

Luego, preguntaron a sus padres quién había devuelto la vista a su hijo ciego. Pero como las cosas se ponían encrespadas y violentas, temiendo ser expulsados de la Sinagoga, dijeron que se lo preguntaran a su hijo, que ya tenía edad para responder.

Los fariseos, por más razones y explicaciones que les daba el ciego sobre el milagro, no le creyeron; y llenándolo de improperios, lo expulsaron de la Sinagoga, porque para ellos era un gran pecador.

Cuando se enteró Jesús de que lo habían expulsado de la Sinagoga, fue a su encuentro y le dijo:
- “¿Crees tú en el Hijo del Hombre?”
Entonces Jesús se le manifestó como el Mesías, el Hijo de Dios. Y el ciego, postrándose de rodillas ante Él, le dijo:
- Creo, Señor.

La fe católica suele tener un proceso sobrenatural que se desarrolla en el hombre de modo connatural por medios muy diferentes, a través de diversas circunstancias humanas: la familia, la amistad, el colegio, la Parroquia... Viene del Padre, por medio de Jesucristo y con la fuerza del Espíritu Santo. Es Dios Padre en la Persona divina de su Hijo Jesús quien causa la fe en el hombre, una exclusiva del Espíritu Santo; y no es, de ninguna manera, efecto lógico y consecuente de obras humanas: comunicación de la fe por medio de la Palabra de Dios, escuchada atenta y fervorosamente; ni la consecuencia del ambiente de una familia muy honrada y religiosa; ni tampoco de la educación recibida en el colegio o en la Parroquia, ni ...

Ciertamente que estas circunstancias ocasionan oportunidades para que Dios cause la fe, pero no la causan. Dios se vale de acontecimientos humanos para realizar su obra generalmente, pero, a veces, Dios causa la fe en quienes quiere, incluso en personas antidispuestas a recibirla, como sucedió en la conversión de San Pablo, que recibió no sólo la fe, sino también la gracia de la vocación apostólica, y precisamente en el momento en que perseguía a Cristo en sus discípulos con mayor encono. Peor disposición no cabe.

De la misma manera que los padres son medio de transmisión de la vida del hijo que Dios causa, así también los hombres y las circunstancias comunican la fe que causa Dios.

Por consiguiente, la fe, que es un don de Dios sobrenatural, no puede ser causada por ninguna causa humana, sino por Dios exclusivamente, valiéndose de múltiples medios.

No cabe la menor duda de que todos los que estamos aquí celebrando la Eucaristía tenemos fe, de una o de otra manera, con mayor o menor intensidad y pureza teológica, en mayor o menor grado, pero fe que hemos recibido de Dios, y no por la fuerza de un impacto psicológico o sentimental de algún acontecimiento deslumbrante. Dios es tan sabio que hace, en cierto sentido connatural lo que es sobrenatural. Cuando se da el caso de un convertido que siente la fe con fuerza y la expresa exageradamente con actos desequilibrados, que se salen de los moldes ordinarios del sentimiento humano, se trata, generalmente, de una enfermedad psicológica, y no de una vocación profundamente cristiana, ¡Cuidado! Nadie se convierte de repente. Nadie pasa de una vida de pecado a una vida de gracia de golpe, sino poco a poco. El Espíritu Santo trabaja misteriosamente en el fondo del alma, atrayéndola a la fe de muchas formas, hasta que llega la última gracia, que algunos teólogos llaman “tumbativa”, que puede ser un acontecimiento insignificante o importante, como pasó en la fe que recibió el ciego de nacimiento. Primero recibió el milagro de la visión y luego el milagro de la fe. Pero no todos los que presencian milagros, creen. El milagro sin la gracia especial de Jesús tampoco produce la fe.

¡Qué grande es la fe y qué misterioso el modo en que se recibe! ¡Qué grande y misteriosa es la gracia de Dios en aquellos que no tienen fe! La sabiduría infinita de Dios omnipotente hace que la fe pueda ser sustituida misteriosamente por la buena voluntad de los que creen, sin ser católicos, porque profesan, convencidos, su fe, o por la recta conciencia en el bien obrar de quienes no conocen al Dios verdadero, ni saben que Jesús, verdadero Dios, ha muerto en la cruz por todos los hombres.

Pues bien, hermanos, esa fe que hemos recibido todos, acaso desde siempre, repetimos para concluir, es obra directa y exclusiva, del Espíritu Santo, venida a nosotros por distintos cauces humanos.

Vamos agradecer a Dios este don incomparable, recitando todos juntos en alta voz y con fervor especial el credo de la Santa misa, repitiendo en el corazón las palabras del ciego de nacimiento: “Creo, Señor”.

sábado, 11 de marzo de 2023

 


LA SAMARITANA

 Jesús dijo a a la Samaritana:

Dame de beber” (Jn 4,7).

Impresiona ver a un Dios, que todo lo puede, pedir agua a la Samaritana, como un simple hombre sediento, sometido a las necesidades humanas. Jesús aprovechó la circunstancia de la sed para pedir agua natural a esta mujer pecadora con la intención de regalarle el agua sobrenatural de la gracia de la conversión.

La Samaritana desde hace tiempo estaba ya tocada de la gracia, y sin saber cómo ni por qué, de modo natural y humano, se encontró con Jesús para  convertirse. Y le llegó la ocasión en el mismo momento en que Jesús le pidió agua para beber. En la conversión y en su proceso, como en todas las cosas de la vida, no existen nada más que causalidades de la providencia amorosa de Dios Padre.

Cuando la Samaritana observó que Jesús le pidió agua, sintió una inmensa alegría por tener una buena ocasión para tramar conversación humana con un hombre extranjero, sensacionalmente atractivo: y con coquetería de simpatía personal, extrañada, le dijo:

¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí que soy samaritana? (Jn 4,9).

Jesús le contestó:

Si conocieras el don de Dios y quien es el que te dice: dame de beber, tú se lo habrías pedido a Él, y Él te hubiera dado agua viva (Jn 4,10).

La Samaritana entendió que las palabras de Jesús encerraban un sentido simbólico, y adivinó que le estaba hablando de un don espiritual privilegiado; y con mirada sonriente que se entrecruzó con la expresiva de Jesús, con deseo de que le explicara el significado del misterio del agua viva, le dijo:

Señor, no tienes cubo y el pozo es hondo; ¿de dónde vas tú a sacar el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?

Jesús entonces le explicó:

El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14).

Con estas palabras trascendentes la Samaritana empezó a sospechar que Jesús le ofrecía algo espiritual, pues su corazón empezó a latir fuertemente con emoción sobrenatural; y, conmovida por la gracia y deseosa de saber el misterio, le pidió el agua viva de la gracia:

Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla” (Jn 4,15).

 Jesús dijo a la Samaritana que estaba ya deseando conocer el misterio de la gracia:

Anda, llama a tu marido y vuelve” (Jn 4,16).

La mujer le contestó:

No tengo marido”.

Jesús le dice:

Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido. En esto has dicho la verdad” (Jn 4,18).

La mujer entonces cayó en la cuenta de que estaba en la presencia de un profeta:

Señor, veo que tú eres un profeta”. Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga Él nos lo dirá todo.

Jesús le dice:

Soy yo el que habla contigo”.

 En esto llegaron sus discípulos y se extrañaron de que estuviera hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo: ¿qué le preguntas o de qué le hablas? No se acostumbraba entonces que un hombre, y menos un rabino, conversase en público y a solas con una mujer, según las costumbres de los tiempos.

 La Samaritana, que era ya una mujer convertida, dejó su cántaro y echó a correr al pueblo a invitar a toda la gente a ir a ver a un hombre, que dice ser el Mesías, que le había adivinado toda su vida.

El resultado de este coloquio fue que la Samaritana no sólo se convirtió sino que se hizo misionera, pues muchos samaritanos, al comprobar los hechos, creyeron que Jesús era el Mesías, el Salvador del mundo por el testimonio que les había dado la mujer.

 

sábado, 4 de marzo de 2023

Segundo domingo de Cuaresma. Ciclo A

 


Hoy el Evangelio nos habla del hecho histórico de la transfiguración de Jesús, que todos conocemos. 

Jesús, que vivió entre los hombres siempre en condición humana, debería haber vivido siempre transformado en la Persona divina que realmente era. En el Monte Tabor Jesús apareció ante sus discípulos con una apariencia que reflejaba su divinidad. Podríamos decir que en la Transfiguración no se realizó propiamente un milagro singular, sino que el milagro fue aparecer siempre como hombre, siendo Dios.

La transfiguración de Jesús fue un anticipo analógico de lo que va a ser nuestra condición humana, cuando toda la Humanidad sea transformada, transfigurada, resucitada. Resucitaremos en cuerpos gloriosos, para vivir eternamente con Cristo Resucitado, tal vez en este mismo mundo en el que vivimos, “resucitado”, es decir totalmente transformado, como piensan algunos teólogos. Este mundo al que la Sagrada Escritura llama “Nuevos Cielos y nueva Tierra”, podría ser el receptáculo de los cuerpos gloriosos.

El hecho de recordar hoy la transfiguración de Jesús nos recuerda la total transfiguración que recibimos en el Sacramento del Bautismo, transfiguración bautismal, en el que fuimos transformados o transfigurados personalmente en cuanto al cuerpo, que quedó convertido en templo vivo del Espíritu Santo, y el alma convertida en sagrario de la Santísima Trinidad. Entonces se realizó una transfiguración personal, pues el hombre, nacido en pecado original, quedó convertido en hijo de Dios por la gracia.

Esto nos impulsa, hermanos, a que vivamos totalmente transformados como hijos de Dios. Es decir, que en cierto sentido nos anticipemos a vivir en la Tierra la resurrección gloriosa del Cielo, pues si hemos sido en el bautismo transformados en Cristo, resucitemos en Él a la vida de la gracia.

La razón es muy clara. Nos la da el apóstol San Pablo escribiendo a los filipenses: “Somos ciudadanos del Cielo y peregrinos en la tierra”. Por lo tanto, como ciudadanos del Cielo tenemos que llevar la condición propia del Cielo que es la transfiguración en Cristo Jesús.

¿Y quiénes son los que viven como hijos de Dios? Los que hacen y viven un pacto con Dios, como Abrahám. El pacto de Abrahám con Dios consistió en que Dios se comprometió a ser Padre de Abrahám y Abrahám  a ser hijo de Dios. Así también tiene que ser el pacto del cristiano con Dios, vivir como hijo del Padre, porque el Padre será siempre padre del hombre bautizado, viviendo esta alianza, como ciudadano del Cielo, pisando tierra. Así hermanos, transformados en Cristo por el Bautismo, hemos de vivir la “transfiguración” bautismal desde la óptica de la fe, cambiando el sentido de todas las realidades humanas y terrestres.

Haciendo las salvedades convenientes, y en sentido analógico, podríamos decir que de la misma manera que en Jesucristo hay una sola persona divina y dos naturalezas, divina y humana, así nosotros también tenemos una sola persona que es humana, con dos naturalezas, la naturaleza humana que corresponde a nuestra  propia persona y la naturaleza divina que corresponde a la gracia de Jesucristo.