La transfiguración de Jesús fue un anticipo analógico de lo que va a ser nuestra condición humana, cuando toda la Humanidad sea transformada, transfigurada, resucitada. Resucitaremos en cuerpos gloriosos, para vivir eternamente con Cristo Resucitado, tal vez en este mismo mundo en el que vivimos, “resucitado”, es decir totalmente transformado, como piensan algunos teólogos. Este mundo al que la Sagrada Escritura llama “Nuevos Cielos y nueva Tierra”, podría ser el receptáculo de los cuerpos gloriosos.
El hecho de recordar hoy la transfiguración de Jesús nos recuerda la total transfiguración que recibimos en el Sacramento del Bautismo, transfiguración bautismal, en el que fuimos transformados o transfigurados personalmente en cuanto al cuerpo, que quedó convertido en templo vivo del Espíritu Santo, y el alma convertida en sagrario de la Santísima Trinidad. Entonces se realizó una transfiguración personal, pues el hombre, nacido en pecado original, quedó convertido en hijo de Dios por la gracia.
Esto nos impulsa, hermanos, a que vivamos totalmente transformados como hijos de Dios. Es decir, que en cierto sentido nos anticipemos a vivir en la Tierra la resurrección gloriosa del Cielo, pues si hemos sido en el bautismo transformados en Cristo, resucitemos en Él a la vida de la gracia.
La razón es muy clara. Nos la da el apóstol San Pablo escribiendo a los filipenses: “Somos ciudadanos del Cielo y peregrinos en la tierra”. Por lo tanto, como ciudadanos del Cielo tenemos que llevar la condición propia del Cielo que es la transfiguración en Cristo Jesús.
¿Y quiénes son los que viven como hijos de Dios? Los que hacen y viven un pacto con Dios, como Abrahám. El pacto de Abrahám con Dios consistió en que Dios se comprometió a ser Padre de Abrahám y Abrahám a ser hijo de Dios. Así también tiene que ser el pacto del cristiano con Dios, vivir como hijo del Padre, porque el Padre será siempre padre del hombre bautizado, viviendo esta alianza, como ciudadano del Cielo, pisando tierra. Así hermanos, transformados en Cristo por el Bautismo, hemos de vivir la “transfiguración” bautismal desde la óptica de la fe, cambiando el sentido de todas las realidades humanas y terrestres.
Haciendo las salvedades convenientes, y en
sentido analógico, podríamos decir que de la misma manera que en Jesucristo hay
una sola persona divina y dos naturalezas, divina y humana, así nosotros
también tenemos una sola persona que es humana, con dos naturalezas, la
naturaleza humana que corresponde a nuestra
propia persona y la naturaleza divina que corresponde a la gracia de
Jesucristo.
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