domingo, 19 de marzo de 2023

Solemnidad de San José. Ciclo A

 

 


El Evangelio de hoy nos dice, en la versión vernácula, de San José que era un varón justo. El calificativo justo no significa que administraba rectamente la justicia, pues la palabra justicia, en el Concilio de Trento tiene el mismo sentido que santidad. Por lo tanto, decir que un hombre es justo es lo mismo que decir que es santo.

La justicia es la virtud que consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. Y dar a Dios lo que le corresponde es darle todo lo que uno es y lo que uno tiene, pues todo procede de Él, y dar al hombre lo suyo: el pecado.

El santo es el hombre bueno, justo, que con su colaboración personal potencia la gracia que del Espíritu Santo ha recibido, a pesar de tener defectos personales, que muchas veces son moralmente inculpables.

San José es el santo más grande que hay en el Cielo, después de la Santísima Virgen María. Y, sin embargo, no fue hombre que hizo cosas extraordinarias, admirables, un gran predicador, un sacerdote carismático, un asceta penitente, un misionero incansable y fervoroso, un santo que prodigaba milagros, sino un hombre bueno, sencillo, común, esposo único, y padre adoptivo de Jesús, inigualable.

¿Quién fue San José? Fue simplemente un hombre bueno, de profunda y continuada oración, trabajador apostólico cumplidor de sus obligaciones religiosas y humanas, buen esposo y buen padre.

¿Qué hizo? Nada humanamente importante. Ser un profesional excelente con talante evangélico. Orar y trabajar silenciosamente con sentido apostólico, cumpliendo bien sus obligaciones.

Orar, primero, de manera ininterrumpida, estando siempre en unión con Dios de muchas maneras; dedicar espacios de tiempo, solamente a estar con Él, sintiéndose amado y pidiéndole la gracia de cumplir siempre la voluntad divina en todo.

San José, con su oración contemplativa en la acción y con su trabajo común de carpintero y obrero de oficios varios, es Patrono de los esposos cristianos, por ser esposo de María Inmaculada y Virgen, Madre de Dios; Patrono de los padres,  por ser padre legal de Jesús, Dios encarnado, Padre adoptivo con los mismo derechos y las mismas obligaciones que corresponden a los padres biológicos Patrono de la Iglesia Universal y de las vocaciones sacerdotales, dignidad que parece es más propia de uno de los Apóstoles de Jesús, San Pedro o San Juan, por ejemplo; y, por último, Patrono de todos los hombres,  pues si San José fue el Padre de Jesús, y Jesús es el hermano mayor de todos los hombres, San José es también el Padre de todos los hombres en cierto sentido místico.

Por consiguiente, los esposos, los padres, los hijos, los seminaristas y todos los hombres tenemos a San José por modelo y protector.

¿Qué virtudes tenemos que copiar de él?

En primer lugar, la vida de oración contemplativa en la acción, que él llevó en todo momento, según el carisma que a cada uno le regala el Espíritu Santo.

La oración activa no consiste solamente en rezar las tres avemarías al levantarse y al acostarse, como nos enseñaron nuestros padres; ni tampoco es el acto de oración que cada cristiano hace cada día: cinco minutos, un cuarto de hora, media hora, un a hora, dos horas... Es además estar en contacto permanentemente con Dios, de manera ininterrumpida; un estado habitual de presencia de Dios en los quehaceres del día...

Trabajar en lo que sea, pero con amor haciendo bien lo que tenemos que hacer, sin pensar en la categoría del trabajo que realizamos, pues las obras humanas valen lo que vale el amor que se ponga en ellas al realizarlas. ¿Qué es más importante? En el mundo se valora más ser general que soldado raso, ser director de una empresa que aprendiz, propietario de un palacio que portero, ser ministro que ordenanza, ser obispo que sacerdote...

Los cargos y dignidades humanas no valen delante de Dios. El más importante a los ojos de Dios es el que guarda fielmente los mandamientos, cumple sus obligaciones perfectamente en estado de gracia y corresponde generosamente al carisma que el Espíritu Santo le ha regalado, aceptando la voluntad divina, de cualquier manera que se le manifieste.

El trabajo cristiano, por encumbrado y elevado que sea, debe ser siempre una actividad sencilla, desempañada con humildad, que deponga todo orgullo o empaque personal. Todo trabajo, por humilde y bajo que parezca, es digno, santificador y apostólico. La vida personal, aunque esté revestida de la mayor dignidad, de debe ser sencilla, evangélica.

Tenemos que copiar de San José también el silencio, virtud que no consiste en ser callado, ni en ser silencioso, sino en hablar o callar oportunamente con caridad, es decir en administrar la palabra con prudente caridad.

San José nunca aparece en el Evangelio como protagonista, sino como un personaje extra, escondido y silencioso. En el episodio del Niño perdido y hallado en el Templo, que se proclama en el día de hoy, San José aparece asintiendo a las palabras que María dice a su Hijo, Jesús con derechos de Madre:

¿Por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos.

Por supuesto que San José hablaría de las cosas normales de la vida con palabras circunstanciales de caridad, que no eran noticia evangélica. Solamente en la Circuncisión pronunció una sola palabra: el nombre de Jesús.

¡Qué cosa más hermosa no ser protagonista nunca en la vida, ser un número más entre los hombres, un cristiano entre los hijos de la Iglesia, sin distinciones, un apóstol en la vida común, haciendo que toda vida sea extraordinariamente ordinaria!

Orando, trabajando y padeciendo en gracia con espíritu evangélico se hace tanto o más que haciendo espectaculares apostolados, pues hacer sin orar ni padecer es muchas veces deshacer.

Si queremos ser fieles imitadores de San José, debemos copiar de él estas tres virtudes que hemos reseñado y ahora resumimos: oración activa, trabajo apostólico y silencio operativo en estado de gracia.

Pues, bien, hermanos, todos tenemos a San José como un santo imitable, al alcance de cualquiera. La Iglesia no nos ha puesto por patrono, por ejemplo a San Francisco Javier, misionero de altura mística, incansable, al que se caía el brazo de cansancio por estar bautizando todo el día ¿Quién puede imitar a San Francisco Javier?; ni tampoco a Santa Teresa de Jesús, la santa mística que llegó a las mayores alturas de la contemplación con salero; ni a San Juan de la Cruz, gran místico que descubrió las profundidades del misterio del amor y lo escribió con garra literaria de inspiración poética.

La Iglesia, hermanos, es tan madre, que nos ha puesto como patrono a un santo excepcional, pero con apariencias de común, válido para todos: para los sabios y los sencillos, para los entendidos e ignorantes, para todos.

Dios te va a premiar la buena voluntad que tienes en tu corazón, aunque esa buena voluntad, traducida a obras pueda molestar, no digo ofender, porque una persona que es santa no ofende a nadie, ocasiona molestias, sin querer.

Aquí tenemos el modelo general a quien tenemos que imitar, porque podemos. El que sea esposo, tome a San José, como modelo de esposo; el que sea padre, como modelo de padre; el que sea hijo, como modelo de hijo; el trabajador humilde o encumbrado, como modelo de trabajador; y hasta el mismo sacerdote, como padre del Sumo y Eterno sacerdote.

Como celebramos hoy el día del Seminario, pidamos al Señor que suscite en las familias cristianas vocaciones sacerdotales, según los planes divinos, pues hacen falta muchas vocaciones.

La edad media de sacerdotes en este Arciprestazgo es casi de 70 años, más o menos. Hay que pedir al Señor que nos envíe sacerdotes, sacerdotes digo yo muchas veces con tres eses: sanos, sabios y santos; sacerdotes entregados al Señor, sacerdotes generosos, sacerdotes que se preocupen por los demás; sacerdotes que prediquen la Palabra de Dios con fe vivida y unción apostólica, que administren los sacramentos, como misterios de Dios, que nos acojan y reciban con cariño y comprensión, que nos enseñen el talante, el carisma de la vida ordinaria, que es por sí misma, medio de santificación y también apostolado místico en la Iglesia de Jesucristo.

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