sábado, 27 de enero de 2024

Cuarto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 


Voy a fijar brevemente mi atención en la segunda lectura de la liturgia de la Palabra, que estamos celebrando en este cuarto domingo del tiempo ordinario, ciclo B. Se trata de una parte del capítulo 7,32-35 de la primera carta del apóstol San Pablo a los corintios. Yo creo que la doctrina contenida en ese texto se podría sintetizar en esta frase: Todos los estados de la vida son medios de santificación o perfección evangélica, pero principalmente y el mejor, con vocación, es el celibato.

Cuando un hombre nace es hijo de Dios por naturaleza, y si es bautizado se transforma en hijos de Dios por la gracia, y toda su persona queda santificada, en cuanto al cuerpo y en cuanto al alma: el cuerpo se convierte en templo vivo del Espíritu Santo, y el alma en sagrario de la Santísima Trinidad.

El bautismo no es un rito religioso, nada más, una ceremonia litúrgica, sino un sacramento, una transformación, misteriosamente sobrenatural, que consagra al hombre al servicio de Dios dentro de la Iglesia; es además una exigencia de santidad.

La santidad no es una exclusiva de unos personajes históricos, más o menos famosos, que eligieron ese estado de vida consagrada, sino es una obligación universal para todo cristiano. Todos los bautizados estamos llamados a la santidad, en grado diferente o con carisma distinto, pues la finalidad del sacramento del bautismo no es otra que la santificación de la persona para vivir la santidad. Todos tenemos que ser santos, pero no de la misma manera, porque la santidad depende de la gracia que se ha recibido del Espíritu Santo, y del esfuerzo personal que cada uno pone en cultivar y explotar la gracia bautismal con amor y buenas obras. En esto sucede como en los talentos, pues cada uno entiende, según el talento que ha recibido de Dios, y el esfuerzo que pone en aprender. Esto se comprueba en un aula de formación cultural de 40 alumnos, en la que dos o tres son de categoría natural de sobresaliente, otros dos o tres de calificación de suspenso y el resto  son comunes. Los conocimientos que percibe cada uno, siendo el mismo profesor y las mismas clases, no son los mismos, pues depende de la capacidad de inteligencia y del esfuerzo que  ponen en el estudio. 

Todos tenemos que ser santos, pero cada uno en medida distinta y en su propio estado, que pueden ser clasificados en seis grupos: estado de soltería, estado sacerdotal,  en el matrimonio, en la viudez, en el estado de esposos legítimamente separados,  y en la vida consagrada.

- En el estado de soltería, el soltero o la soltera, que no se casa porque no quiere o por distintas circunstancias de la vida, puede santificarse viviendo en estado de gracia y cumpliendo la Ley, con ciertos compromisos de perfección evangélica o siendo un simple cristiano dentro de la Iglesia;

- en el estado sacerdotal, para los varones llamados por Dios para servir a la Iglesia, si viven su consagración con total entrega, ejerciendo su ministerio santamente, conforme a lo establecido en el Derecho Canónico;

- en el matrimonio, elevado por Jesucristo a la categoría de sacramento, los esposos pueden santificarse llevando simplemente una vida cristiana de amor respetuoso y comprensivo, cumpliendo en estado de gracia los fines del matrimonio y conllevando con paz las  mutuas renuncias y sacrificios que supone; o con compromisos especiales de consagración;

- en la viudez, los viudos pueden santificarse aceptando la separación del otro, ofreciendo al Señor en estado de gracia la cruz de vivir solos con hijos que los abandonan o no los atienden de la manera que ellos necesitan, o sin hijos, al amparo de una residencia,  o a merced de la caridad cristiana;

- en el estado de esposos legítimamente separados para aquellos hombres o mujeres, casados, que por circunstancias propias de la vida, se ven obligados a vivir separados por decisión personal o judicial, observando santamente las obligaciones que corresponden al estado de soltería;

- en la vida consagrada para los que abrazan el estado de perfección evangélica, observando los consejos evangélicos de castidad, pobreza, obediencia u otros vínculos sagrados, cumpliendo los estatutos de su propio Instituto.

 El estado de vida consagrada es en sí mismo superior al matrimonio, nos enseña el Concilio de Trento. San Pablo nos dice que vivir el celibato no es un precepto divino sino un consejo para los que, vocacionados, quieren servir mejor a Dios y a la Iglesia, libres de la esclavitud de la carne y de las preocupaciones de la familia y de los negocios. Esto no quiere decir que para ser santos sacerdotes es necesario el celibato, pues la Historia de la Iglesia ha comprobado que han existido muchos santos casados, como por ejemplo, San Pedro, el primer Papa de la Iglesia y bastantes apóstoles. El Nuevo Testamento nos dice que los apóstoles y discípulos del Señor llevaban a sus mujeres con ellos a predicar el Evangelio.

Durante los primeros siglos de la Iglesia, el celibato era opcional con el resultado de que los célibes solían dar mejores frutos apostólicos, en general, que los casados, pues de todo había en la Viña del Señor. Precisamente en España fue donde empezó a establecerse el celibato, por los años 300 o 305, en el Concilio de Elvira, ciudad de Andalucía que ya no existe, para los obispos y presbíteros, como una ley particular de la Iglesia española. Esta ley del celibato se fue extendiendo lentamente por todo Occidente, de tal forma que en el siglo V, allá por el año 460, más o menos, es cuando empezó a extenderse por toda la Iglesia, con varias desobediencias por parte de clero y Obispos, desgraciadamente, hasta que se estableció como ley universal de la Iglesia en el Concilio de Letrán, en el siglo XII. Y, por fin quedó establecida la ley del celibato para los presbíteros y obispos, en  el Concilio de Trento, sobre el año 1560 aproximadamente; y se conserva todavía vigente, pero puede cambiar con el tiempo, si la Iglesia lo considera necesario o conveniente.

En conclusión, hermanos, resumimos: Todos los estados de la vida cristiana deben ser estados de santificación o de perfección evangélica. 

 

 

 

sábado, 20 de enero de 2024

Tercer domingo. Tiempo ordinario. ciclo B

 


El tema fundamental de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando es la conversión; conversión que en la primera lectura y en el Evangelio  tiene dos connotaciones diferentes: en la primera lectura: conversión como remedio de los pecados y evitación de castigos; y en el Evangelio como necesidad de la conversión total para seguir a Jesucristo.

En la primera lectura se nos cuenta la vocación del profeta Jonás, que fue enviado por Dios a Nínive a predicar la conversión, pues los hombres y mujeres de esta gran capital vivían de espaldas a la Ley, cometiendo horribles pecados y crímenes por los que había determinado el Señor el castigo de ser arrasada la ciudad entera, si no se convertían. Los ninivitas creyeron en Dios, y grandes y pequeños se convirtieron, haciendo públicas penitencias. “Cuando Dios vio sus obras y cómo se convertían de su mala vida, tuvo piedad de su pueblo el Señor, Dios nuestro”.

Este hecho bíblico nos enseña que los pecados de los hombres merecen también el castigo de Dios, y que la conversión expresada con actos de penitencia evita castigos de la justicia divina.

Sucede muchas veces que recibimos muchos males como  castigos de nuestros pecados, y no siempre como pruebas de la voluntad misteriosa de Dios que manda o permite males físicos para darnos la ocasión de convertirnos y santificarnos.

Hoy se ha perdido la conciencia de pecado por falta de fe, pues  la gente, arropada por el ambiente social actual, se atiene en su comportamiento moral a la ley civil, que se aprueba en el Parlamento y en el Senado, opuesta, en ocasiones, a la ley de Dios y de la Iglesia,  olvidando que no todo lo legal civilmente es bueno según la moral católica; incluso muchos cristianos se abandonan a la vida de pecado, sin considerar su gravedad, ignorando que con los pecados ofenden a Dios, y por su impenitencia  pueden recibir merecidos castigos. 

También cuando oímos la palabra conversión pensamos inconscientemente en el día del Domund, domingo mundial de la Propagación de la fe, en el que todos los católicos del mundo redoblamos nuestros esfuerzos para pedir al Señor la conversión de los llamados infieles, nos sacrificamos por esta necesaria y urgente empresa, y aportamos nuestra ayuda económica  para ayudar a los misioneros a que puedan realizar la misión salvadora y universal de millones hombres de aquellos Países, a quienes todavía no ha llegado la noticia de Jesús, Salvador; y entendemos que la conversión es propia de los infieles, que es el  cambio de la vida pagana a la fe cristiana.

Otras veces, solemos aplicar la palabra conversión a nuestros familiares o amigos, que en un tiempo estuvieron con nosotros viviendo la fe de la Iglesia, y ahora por circunstancias diversas están empecatados, metidos de lleno en el mundo, al vaivén de las pasiones humanas, suscitadas y amparadas  por el desenfreno moral de la vida social y política; y entonces nos vemos obligados a pedir su conversión o el cambio de la vida de pecado a la vida de gracia. Y no caemos en la cuenta de que también nosotros, cristianos, sacerdotes, religiosos, religiosas, que trabajamos por conseguir la perfección evangélica, tenemos que convertirnos. 

La conversión cristiana supone la gracia de Dios inicial, pues nadie puede convertirse sin la ayuda divina, es decir, si antes no ha recibido la gracia radical de la conversión; y nadie puede perseverar en ella sin la gracia de Dios, a la que el hombre debe responder responsablemente en el proceso permanente de la conversión, que es una obra sobrenatural de Dios con el hombre.

En el salmo responsorial, que todos hemos aclamado como respuesta a la Palabra de Dios, se nos enseñan los medios para la conversión: 

-       aprender los caminos del Señor, que  son los mandamientos de la Ley de Dios, mapa de la salvación; y aprender también los medios para cumplirlos, que son muchos, principalmente la atenta escucha de la Palabra de Dios, la constante oración, fuerza que supera toda dificultad y es omnipotencia para la debilidad humana, y los sacramentos, principalmente de la Confesión y de la Eucaristía, de los que dimana la gracia para vivir consecuentemente y con plena eficacia una conversión auténtica y total;

-       recordar la ternura y misericordia del Señor, que es nuestra esperanza y salvación, pues son muchos y acaso graves nuestros pecados que sólo Dios  comprende y perdona, si verdaderamente estamos arrepentidos. 

En la segunda lectura, que es parte de la apología de San Pablo sobre el estado de vida, con preferencia de la virginidad, para mejor servir al Señor, se nos enseña la aceptación del propio estado de vida con todos los contratiempos que comporta, porque el momento es apremiante y la apariencia de este mundo se termina. Por consiguiente, queda como solución vivir como quien está de paso, pensando en la vida eterna y haciendo de la presente un momento pasajero: “los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran, los que lloran, como si no lloraran, los que están alegres, como si no lo estuvieran, los que compran como si no poseyeran, los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él”.  

En el Evangelio se nos habla de la vocación de los cuatro primeros discípulos del Señor, Pedro y Andrés y Santiago y Juan, a quienes llamó Jesús para seguirle como discípulos suyos, poniéndoles la condición indispensable de dejar todas las cosas: “Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él”.

Seguir a Jesucristo conlleva y exige un compromiso de desprendimiento total de todo apego a las criaturas, por santas y buenas que sean, pues donde tiene que estar solamente Dios, no cabe el hombre y sobran sus cosas que no son de Él y para Él. Es justo y evangélico utilizar ordenadamente los bienes de la tierra, necesarios  para la vida, y el justo disfrute de ellos.

El seguimiento a Cristo no significa  renunciar a la familia y a todos los bienes de la tierra, sino subordinar jerárquicamente todas las cosas, de manera que todo lo humano sea medio para vivir la conversión que nos lleva al cumplimiento del último fin del hombre que es Dios.

 

 

sábado, 13 de enero de 2024

Segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 


El hombre es esencialmente religioso, porque ha sido creado por Dios con una finalidad última, que es Él mismo. En el fondo de la intimidad de su ser se esconde la bondad de Dios llamándole al bien, aunque por culpa del pecado original lo confunda subjetivamente con el mal.

Psicológicamente el hombre no puede querer el mal para sí mismo y su inclinación natural es buscar la felicidad, que no se encuentra en la sabiduría humana, ni en el mundo, ni en las pasiones, ni en el pecado, como nos dice con profundidad de experiencia San Agustín, hombre experto en la ciencia humana y en la vida del mundo: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón no descansa hasta que descanse en ti”.

Luego concluimos afirmando que la vocación del hombre es religiosa: Dios conocido y amado en esta vida, como medio de felicidad en la tierra, y después visto y gozado eternamente en el Cielo, suma y completa felicidad que colma totalmente las aspiraciones más grandes del ser humano.

¿QUÉ ES LA VOCACIÓN?

Partiendo de la base de que toda vida cristiana es vocación bautismal para la vida eterna, existe además la vocación específica de consagración a Dios, difícil de definir. Podríamos decir que es una fuerza interior, misteriosa, como un instinto sobrenatural, que empuja al hombre vocacionado en lo más profundo de su corazón hacia Dios.

No es fundamentalmente un sentimiento religioso habitual, pues la sensiblería puede ser un defecto psíquico; ni un marcado gusto por las cosas espirituales, pues lo mismo puede ser un hobby que una llamada interior del Espíritu Santo.

Es como una especie de inclinación hacia Dios y sus cosas, suave como la brisa, que en su principio vive dentro del hombre, sin que él se entere, ambienta todo su ser y actúa en su vida, sin saber por qué ni para qué, hasta que poco a poco se va haciendo consciente y libre.

Es una llamada de Dios que exige la libre respuesta por parte del hombre: una acción conjunta de la gracia de Dios y la libertad del humana, en la que Dios tiene la iniciativa y concede la fuerza para que el hombre escuche su voz y tenga libremente capacidad para escucharla y seguirla.

Siendo en su esencia una invitación divina, resulta en la práctica como una orden. Cristo elige al cristiano que quiere, cuando quiere y como quiere para seguirle, y no al mejor dotado en inteligencia, voluntad, poder y cualidades. Los vocacionados son, al fin y al cabo, personas humanas, pecadoras, con pequeñas debilidades y rarezas comprensibles, pues la vocación, como la fe, es conciliable con los defectos humanos.

Si la vocación se fomenta con el cultivo de la gracia y el abono de las buenas obras en un ambiente propicio, se afianza cada vez más; pero si se descuida la vida espiritual y se vive a expensas de las corrientes del mundo, se debilita y hasta puede perderse. Pasa en esto, como con la salud, el talento y el dinero, que se pueden conservar o perder, si no se cuidan.

La verdadera vocación supone desgarros del corazón, fácilmente aguantables, constantes y costosas renuncias, no martirizadoras, y dolorosas persecuciones, sufridas con paciente equilibrio y consolaciones del Espíritu Santo.

Cuando Dios se empeña en que un cristiano realice en la Tierra la función para la que, desde la eternidad, ha sido elegido, no hay obstáculo que impida su desarrollo y fructificación.

La vocación religiosa es radicalmente cristiana, nace en el bautismo y crece y se desarrolla con la oración, los sacramentos, y buenas obras.

CLASES DE VOCACIÓN

La vocación de vida consagrada se puede reducir, en términos generales, a tres clases fundamentales: vida contemplativa, vida activa y vida de ministerio sacerdotal.

La vida contemplativa se vive en comunidad fraterna, con dedicación preferente a la oración o contemplación, complementada esencialmente con la acción del trabajo de la vida ordinaria, en la que se viven los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad, según el propio carisma determinado en los estatutos aprobados por la Iglesia. Es por sí misma medio de santificación personal y comunitaria y místicamente apostólica.

La vida activa es diversa, según el propio carisma, aprobado por la Iglesia. Se vive en comunidad fraterna o fuera de ella, con la vivencia de los consejos evangélicos u otros vínculos, que se especifican en las Constituciones propias de la Obra o Instituto. Los miembros pueden ser femeninos y masculinos; y los masculinos sacerdotes o laicos.

La vida consagrada en comunidad fraterna no puede concebirse como una convivencia humana de amistad, de ideologías, de compañía o de otros intereses, sino como una vida común entre hermanos que se aman espiritualmente en Cristo y por Cristo con constantes renuncias a la propia libertad, a la familia, y a todas las cosas del mundo.

El único vínculo que une a los hermanos en Comunidad es Cristo y solamente Cristo, y la única meta es la santidad evangélica. La entrega al servicio de los hermanos debe ser real, auténtica, igual o superior a la que existe en las comunidades humanas de sangre o de amistad natural, aunque no se sienta de igual manera, porque todo lo que se hace por el hermano, se hace por Cristo, por profesión de votos.

La vocación del ministerio sacerdotal es un estado de perfección evangélica, en virtud del sacramento del Orden Sacerdotal, en el que ciertos cristianos vocacionados son consagrados sacerdotes, ministros de Cristo, para ejercer en la Iglesia la misma misión que Él recibió del Padre: unos como simples sacerdotes y otros como Obispos.

El sacerdote es otro Cristo, que realiza la salvación de Jesús ministerialmente, y está llamado por su propia vocación sacerdotal a ser santo. Se vive personalmente en solitario, en familia o en comunidad, con el espíritu de los consejos evangélicos, aunque sin votos, pero sí con la promesa de obediencia al Obispo.

MEDIOS PARA RECIBIR LA VOCACIÓN

Como Dios es infinitamente sabio y poderoso, no se ajusta a unas normas concretas y fijas para regalar la gracia de la vocación a quienes quiere, cuando quiere y de la manera que quiere; y, por eso, utiliza los mejores medios que a Él le parecen. Sin embargo, la observación de los maestros de la vida espiritual ha detectado los siguientes:

- El ambiente familiar es generalmente el mejor semillero de vocaciones cristianas, con muchas excepciones, como lo demuestra la experiencia.

- La amistad, pues un buen amigo es un tesoro, dice la Sagrada Escritura; y puede ser en muchos casos vehículo para que por medio de él la vocación de Dios llegue a quien no ha tenido ambiente cristiano en la familia, sino pecaminoso, incluso pagano. En este caso se comprueba el poder sabio e infinito de Dios que con su amor llama a quien quiere para consagrarse a Él por caminos insospechados.

- La cultura que se recibe en colegios, Institutos y Universidades de inspiración cristiana o de la Iglesia proporciona oportunidades para que Dios regale la vocación a quienes él ha elegido para su servicio.

- La Parroquia o grupos de asociaciones cristianas, en los que Dios hace que la misericordia de Dios llegue, hecha vocación, a muchos por estos cauces propicios para encontrar a Cristo y seguirle.

- Medios de comunicación social, como, por ejemplo, la televisión, el teatro, el cine, la prensa, los libros, pues de la misma manera que proporcionan el camino para el pecado y de la perdición religiosa y moral, pueden suscitar buenos pensamientos y conversiones y hasta gracias para que Dios transmita la vocación religiosa, con el poder de la gracia divina.

- Circunstancias y ocasiones diversas que Dios aprovecha para suscitar vocaciones, como, por ejemplo, enfermedades, gracias materiales, favores, pruebas, desengaños, desilusiones, disgustos, contrariedades y otras.

- Gracias actuales que provienen directamente de Dios y actúan misteriosamente en el interior del hombre, sin mediaciones de personas ni cosas.

ESENCIA DE PERFECCIÓN ESPECIAL PARA SEGUIR A CRISTO

“Y, dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5,11).

Para ser perfecto discípulo de Cristo es imprescindible dejarlo todo, absolutamente todo, tanto en sentido material como espiritual; es decir vaciar el corazón del apego desordenado a personas y cosas, poniendo el corazón solamente en Dios, valiéndose de las cosas y personas, sin ser esclavos de nada ni de nadie, pues nos dijo Jesús: "nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien despreciará a uno y se apegará a otro. No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24).

Para seguir a Cristo totalmente y sin reservas, hay que dejarlo todo, absolutamente todo, sin quedarse con nadie ni con nada. Me explico. Quedarse sin nadie no quiere decir ser un misántropo, huraño, insociable, sino significa no tener el corazón apegado a nada, sino pegado a Cristo con amor espiritual y equilibrado a las personas y cosas: amar a Cristo y en Él amar todo lo demás.

"Quedarse sin nadie" no es renunciar a las cosas buenas que hay en este mundo, pues es un contrasentido humano que Dios haya creado los bienes de este mundo para los hombres, y luego les exija privarse de ellos.

No hay que olvidar que las cosas han sido creadas por Dios no como fin del hombre, sino como medios para que con ellas ame, sirva a Dios en la Tierra y consiga la salvación eterna. No es nada fácil esta tarea, pues estando el hombre inclinado instintivamente a los bienes humanos, se siente atraído por ellos, como las cosas son atraídas por la ley natural de la gravedad de la Tierra.

Los bienes de esta vida, bien utilizados en justicia y caridad, son un símbolo o un anticipo de los bienes del Cielo, y, en cierto sentido, son el cielo de la tierra. Sin embargo, su utilización tiene que estar debidamente jerarquizada, de manera que lo eterno esté por encima de lo temporal, lo espiritual por encima de lo material y lo humano por encima de lo terreno.

Es un signo carismático de perfección evangélica privarse de algunos bienes materiales, no necesarios de modo absoluto, por buscar por la vía de mortificación otros sobrenaturales y eternos.

Seguir a Jesucristo, en definitiva, es poner el corazón en Dios, y no en los hombres, obedecer la ley divina, la ley de la Iglesia, Maestra de la vida, cumplir las obligaciones propias del estado, aceptar los acontecimientos de la vida, queridos o permitidos por Dios, observar en obediencia las constituciones del propio Instituto, luchar contra el pecado superando las pasiones desordenadas y trabajar por la santificación personal y la del mundo.

Este programa de perfección evangélica ofrece muchas dificultades, grandes luchas, continuas contrariedades, sufrimientos diversos, a veces sangrientos, sobre todo cuando se presenta el dolor y aparece la cruz de la incomprensión, soledad, traición, abandono y desprecio. Entonces, también seguimos a Jesús, aunque sea a regañadientes, a la fuerza, y gustosamente, aunque con lágrimas. Pero todo se supera con alegría y esperanza.

sábado, 6 de enero de 2024

Bautismo del Señor. Ciclo B



El bautismo que hemos recibido por la gracia de Dios no es una costumbre española: soy cristiano porque soy español; ni un requisito esencial para pertenecer a una simple institución religiosa a la que uno se incorpora por especial vocación para cumplir unos determinados estatutos, con el fin de buscar la perfección, como por ejemplo al Opus o a los neocatecumenales; ni tampoco es una Cofradía o Hermandad en la que uno se inscribe para fomentar el culto a Dios, venerar a un santo y realizar obras santas; ni mucho menos es una acción sagrada instituida por la Iglesia para ciertos fines apostólicos o religiosos.

El bautismo es un sacramento instituido por Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, un acontecimiento misterioso, divino, una generación sobrenatural por la que por el agua y el Espíritu Santo el hombre, nacido de Adán por el pecado original, recibe la gracia, la misma vida sobrenatural de Dios participada. Es el nacimiento a la vida de Dios, el cual por el baño del agua en la palabra de vida (Ef 5,26), hace a los hombres partícipes de la naturaleza divina (Pedr 1,4) e hijos de Dios (Rm,8,15;Gál 4,5).

El cristiano nace dos veces: por generación natural de sus padres por  la que es engendrado hombre; y por generación sobrenatural de la gracia en el bautismo por la que es engendrado hijo de Dios. Y tiene, por consecuencia, dos naturalezas: una humana, engendrada de la carne, y otra divina, engendrada por el Espíritu Santo.

El bautismo es un sacramento de fe, puerta de la vida y del reino, institución de Jesucristo, y no invención de una Papa de la Historia, un acuerdo de un Concilio especial, ni un consenso de teólogos.

El bautismo produce los siguientes efectos principales: 

- borra el pecado original y todo pecado personal, si se recibe en estado adulto. El hombre que es bautizado, por muchos y graves pecados que haya cometido, recibe el perdón de todos sus pecados, sin necesidad de confesarse

- infunde la gracia, las virtudes y dones del Espíritu Santo en potencia, es decir la capacidad sobrenatural de hacerse virtuoso, de la misma manera que el hombre en su nacimiento recibe las potencias naturales para ejercitar con la práctica de ellas virtudes naturales. Podemos distinguir en el hombre a grandes rasgos dos tipos principales de potencias naturales: espirituales del entendimiento y de la voluntad y corporales de los miembros, órganos y sentidos.

Con diversos actos repetidos muchas veces, el hombre puede llegar a la virtud o perfección de esas virtudes. Pongamos algunos ejemplos: el hombre recibe en su nacimiento el entendimiento para que con su esfuerzo y ejercicio consiga la ciencia o sabiduría, la voluntad para que ejercitando actos de amor, el hombre se santifique.

- hace al hombre hijo de Dios y heredero de su gloria, de manera que con la ayuda de Dios y el esfuerzo de las buenas obras recibe la herencia eterna del Cielo, Dios mismo y poseído eternamente.

- incorpora al bautizado a la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo a la que todos los hombres pertenecen de diversa manera, principalmente por el sacramento de la misericordia infinita de Dios, que hace llegar su gracia de manera que ni siquiera el hombre puede soñar.

- realiza una conversión total de la persona, de manera que todo su ser queda convertido en santo, en cuanto al cuerpo, templo vivo del Espíritu Santo, y en cuanto al alma, en sagrario vivo de la Santísima Trinidad. El hombre sigue siendo hombre, pero hijo de Dios con una dignidad suprema que supera a todas las dignidades de la Tierra. El hombre es más por la dignidad de cristiano que por la dignidad de sacerdote, obispo o Papa;

- proporciona la capacidad de recibir los otros siete sacramentos porque es el fundamento sacramental del cristiano. Aunque en la realidad de la Iglesia Dios hace maravillas que no conocemos, de hecho, por la vía normal las gracias nos vienen por los sacramentos con los que nos alimentamos para la vida eterna.

- y es una participación en el misterio pascual, pues el bautismo conmemora y actualiza el misterio pascual, haciendo pasar a los hombres de la muerte del pecado a la vida de la gracia.         

El bautismo es un compromiso cristiano que obliga a seguir la fe de la Iglesia, es decir a cumplir los mandamientos y vivir la gracia de Dios consecuentemente en medio del mundo, siendo testigos de Cristo muerto y resucitado. Es, en definitiva, el gozo de ser cristiano que compromete a la alegría de ser hijo de Dios con la esperanza de vivir en el Cielo eternamente resucitado, en compañía de todos los santos y ángeles, en unión con Cristo resucitado y glorioso.

viernes, 5 de enero de 2024

Epifanía del Señor. Ciclo B

 


El mensaje principal de la Epifanía, que significa manifestación, es el siguiente: La salvación es un deseo de Dios para todos los hombres, como nos asegura el apóstol San Pablo en su carta a los Efesios, que hemos proclamado en la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de hoy: “Que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio”.

En el tiempo de Jesús muchos judíos pensaban que la salvación era un privilegio, casi en exclusiva, para el pueblo judío, a pesar de que en la Sagrada Escritura estaba revelado que la salvación era universal. Esta idea, deformada por los diversos intérpretes del antiguo Testamento, fue revelada especialmente en el Nuevo Testamento en diversos textos, por ejemplo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad” (1 Tim 2,4)

En efecto, esta es una verdad de fe: Dios salva a los hombres por medio de Jesucristo en la Iglesia católica, y de infinitas maneras, propias del misterio de la  misericordia de Dios Padre, que no conoce la teología católica.

Pero no es el tema de la salvación el objeto de esta homilía, porque quiero fijar mi atención en los regalos que los Magos hicieron al Niño Jesús en Belén: oro, incienso y mirra.

Los Santos Padres interpretan que el oro significa la dignidad que corresponde a Jesús, como Rey del Universo, porque el oro es el metal de los reyes; el incienso es símbolo de la divinidad del Niño Jesús; y la mirra significa su naturaleza humana.

Como estos dones pueden ser interpretados en muchos sentidos espirituales, a mí se me ocurre pensar que el oro puede significar la bondad de nuestro corazón, el incienso la ofrenda de nuestra oración y la mirra el sentido de nuestro dolor.

Un corazón de oro significa una vida limpia de pecado grave que impida la unión con Dios, el esfuerzo de vivir en lucha constante contra todo pecado, el ejercicio de la verdad sin engaños, ni dobleces, ni intenciones egoístas, el cumplimiento del deber en todas sus amplitudes y la práctica de obras buenas en caridad por amor a Dios y al prójimo. 

Pero es posible que algunos digan: Yo no puedo regalar al Niño Dios un corazón de oro, porque tengo un corazón de barro, manchado por muchos pecados de la vida pasada o presente; porque vivo envuelto en muchos vicios, porque soy un gran pecador. ¿Cómo voy a regalar a Dios un corazón de oro si está manchado de barro?

Quizás sea este tu caso. Hay dos caminos por los que se puede ir al Cielo: por el camino de la inocencia, con un corazón de oro, o por el camino de la penitencia, del arrepentimiento, de la conversión.

Si no eres inocente porque has pecado mucho, de muchas maneras y gravemente, no por esto, se te han cerrado las puertas del Cielo, pues la gracia de la misericordia de Dios tiene fuerza sobrenatural para convertir de muchas maneras el barro de tu corazón en oro, sobre todo si  acudes a la Fábrica de la conversión, que es el Sacramento de la Reconciliación con Dios, que perdona los pecados y convierte el corazón de barro en corazón de oro por la gracia sacramental.

El incienso puede significar para nosotros la unión con Dios por medio de la oración que mueve montañas, concede la fortaleza para la lucha contra el pecado, la preparación para la confesión bien hecha, aunque sea pobre y se haga con defectos.

Cada uno debe hacer su oración como es, como sabe y como puede, y no como le gustaría o como la hacen otros. No tenemos que imitar el modo de orar de otros, sino su actitud de orar. Debemos estar contentos con que otros tengan más gracia que nosotros con tal que cada uno tenga la que Dios quiera, aunque sea la menor. Dios hará todo lo que te falte, pues comprende la bondad limitada de tu corazón puro y el modo pobre de orar de quien está apegado a la tierra, a los bienes de este mundo con miserias y pecados. Y Él hace todo lo que tú no sabes o no puedes hacer.

Quizás el obsequio más agradable que puedes hacer al Niño Dios sea la mirra de tu dolor, de tu sufrimiento, de tu cruz, porque estás enfermo o con debilidades físicas, psíquicas o tienes un problema familiar insoluble: un marido o una mujer que te hace la vida imposible o con quien te resulta difícil o muy difícil la convivencia, un hijo que te lleva por la calle de la amargura, un problema de padres o familia, un desequilibrio, falta de trabajo, cualquier dolor, pena o angustia.

En este caso ofrécele al Señor la mirra de tu cruz personal, familiar, social, querida por Dios o permitida, porque estoy seguro de que el Señor aceptará el regalo del sufrimiento que te purifica y santifica.

Estos son los regalos que hoy podemos hacer al Niño Dios, adorado por los Magos: el oro de la bondad de nuestro corazón o del barro de nuestra conversión, el incienso de nuestra oración y la mirra de nuestro dolor.