Cuando un hombre nace es hijo de Dios por naturaleza, y si es bautizado se transforma en hijos de Dios por la gracia, y toda su persona queda santificada, en cuanto al cuerpo y en cuanto al alma: el cuerpo se convierte en templo vivo del Espíritu Santo, y el alma en sagrario de la Santísima Trinidad.
El bautismo no es un rito religioso, nada
más, una ceremonia litúrgica, sino un sacramento, una transformación,
misteriosamente sobrenatural, que consagra al hombre al servicio de Dios dentro
de la Iglesia; es además una exigencia de santidad.
La santidad no es una exclusiva de unos personajes históricos, más o menos famosos, que eligieron ese estado de vida consagrada, sino es una obligación universal para todo cristiano. Todos los bautizados estamos llamados a la santidad, en grado diferente o con carisma distinto, pues la finalidad del sacramento del bautismo no es otra que la santificación de la persona para vivir la santidad. Todos tenemos que ser santos, pero no de la misma manera, porque la santidad depende de la gracia que se ha recibido del Espíritu Santo, y del esfuerzo personal que cada uno pone en cultivar y explotar la gracia bautismal con amor y buenas obras. En esto sucede como en los talentos, pues cada uno entiende, según el talento que ha recibido de Dios, y el esfuerzo que pone en aprender. Esto se comprueba en un aula de formación cultural de 40 alumnos, en la que dos o tres son de categoría natural de sobresaliente, otros dos o tres de calificación de suspenso y el resto son comunes. Los conocimientos que percibe cada uno, siendo el mismo profesor y las mismas clases, no son los mismos, pues depende de la capacidad de inteligencia y del esfuerzo que ponen en el estudio.
Todos tenemos que ser santos, pero cada uno
en medida distinta y en su propio estado, que pueden ser clasificados en seis
grupos: estado de soltería, estado
sacerdotal, en el matrimonio, en la
viudez, en el estado de esposos legítimamente separados, y en la vida consagrada.
- En el estado de
soltería, el
soltero o la soltera, que no se casa porque no quiere o por distintas
circunstancias de la vida, puede santificarse viviendo en estado de gracia y
cumpliendo la Ley, con ciertos compromisos de perfección evangélica o siendo un
simple cristiano dentro de la Iglesia;
- en el estado
sacerdotal, para
los varones llamados por Dios para servir a la Iglesia, si viven su
consagración con total entrega, ejerciendo su ministerio santamente, conforme a
lo establecido en el Derecho Canónico;
- en el matrimonio, elevado
por Jesucristo a la categoría de sacramento, los esposos pueden santificarse
llevando simplemente una vida cristiana de amor respetuoso y comprensivo,
cumpliendo en estado de gracia los fines del matrimonio y conllevando con paz
las mutuas renuncias y sacrificios que
supone; o con compromisos especiales de consagración;
- en la viudez, los viudos
pueden santificarse aceptando la separación del otro, ofreciendo al Señor en
estado de gracia la cruz de vivir solos con hijos que los abandonan o no los
atienden de la manera que ellos necesitan, o sin hijos, al amparo de una
residencia, o a merced de la caridad
cristiana;
- en el estado de
esposos legítimamente separados para aquellos hombres o mujeres, casados, que por circunstancias
propias de la vida, se ven obligados a vivir separados por decisión personal o
judicial, observando santamente las obligaciones que corresponden al estado de
soltería;
- en la vida consagrada para los que abrazan el estado de perfección evangélica, observando los consejos
evangélicos de castidad, pobreza, obediencia u otros vínculos sagrados,
cumpliendo los estatutos de su propio Instituto.
Durante los primeros siglos de la Iglesia, el celibato era opcional con el resultado de que los célibes solían dar mejores frutos apostólicos, en general, que los casados, pues de todo había en la Viña del Señor. Precisamente en España fue donde empezó a establecerse el celibato, por los años 300 o 305, en el Concilio de Elvira, ciudad de Andalucía que ya no existe, para los obispos y presbíteros, como una ley particular de la Iglesia española. Esta ley del celibato se fue extendiendo lentamente por todo Occidente, de tal forma que en el siglo V, allá por el año 460, más o menos, es cuando empezó a extenderse por toda la Iglesia, con varias desobediencias por parte de clero y Obispos, desgraciadamente, hasta que se estableció como ley universal de la Iglesia en el Concilio de Letrán, en el siglo XII. Y, por fin quedó establecida la ley del celibato para los presbíteros y obispos, en el Concilio de Trento, sobre el año 1560 aproximadamente; y se conserva todavía vigente, pero puede cambiar con el tiempo, si la Iglesia lo considera necesario o conveniente.
En conclusión, hermanos, resumimos: Todos los estados de la vida cristiana deben ser estados de santificación o de perfección evangélica.
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